domingo, 15 de diciembre de 2019

"Gloria a Dios en el cielo" - I (Respuestas - VII)



El nuevo día amanece y todo lo ilumina. La Iglesia canta la alabanza del Señor y glorifica la resurrección de Cristo cada mañana, en un oficio matutino de alabanza. Así nació, en Oriente, un himno que ha alcanzado una inmensa divulgación: “Gloria a Dios en el cielo”.


            Es tan bello, fue tan inmensamente popular, contiene una alabanza fuertemente teológica y muy literaria, que se extendió desde Oriente a las Iglesias de Occidente que lo recibieron y emplearon en su liturgia.

            Por ejemplo, en nuestro rito hispano-mozárabe, tan oriental y con tantos contactos con las liturgias orientales, lo introdujo en la celebración de la Misa. Así el sacerdote, durante el canto inicial (praelegendum, se llama) reza inclinado al pie del altar, sube a besarlo, y se dirige a la sede-chorus (que no es exactamente la sede presidencial romana, situada en el ábside según la tradición, sino más bien en el crucero de la iglesia) y se entona directamente el Gloria.

            Tras el Gloria, el sacerdote recita una oración llamada “post-gloriam” (sin decir “Oremos”, sino como si fuera una continuación del himno) que suele glosar o desarrollar algunas frases del himno que se acaba de entonar. Por ejemplo, la oración post-gloriam de la solemnidad de Santa María, el 18 de diciembre, es una resonancia del Gloria:

viernes, 13 de diciembre de 2019

Acto y método del discernimiento



Cualquier método de discernimiento exige que el cristiano se acerque a Dios con el sincero deseo de descubrir la voluntad divina, con el propósito de elegir el camino más adecuado para la mayor gloria de Dios y servicio de la Iglesia. 



Es necesaria una auténtica disponibilidad interior (la indiferencia de la que habla S. Ignacio de Loyola) para escuchar y secundar la llamada de Dios aun cuando ello suponga luchar contra nuestros propios egoísmos o preferencias personales más o menos justificadas. 

Debemos hacer esta reflexión o deliberación personal en un clima de oración, meditando la palabra de Dios, contemplando los misterios de la vida de Jesucristo y observando atentamente los movimientos interiores de nuestro espíritu, nuestras inclinaciones, nuestros sentimientos y, sobre todo, aquellos horizontes en los que encontramos una paz especial, silenciosa, que no procede de la satisfacción de pasiones egoístas, ni del engaño con que inconscientemente nos hacemos prisioneros de nosotros mismos, sino a la acción del Espíritu de Dios. Esta paz va unida a la generosidad y a la humildad.

El cristiano, al hacer este esfuerzo de deliberación, reflexión o discernimiento, debe reconocer que tiene necesidad de ser ayudado por otros miembros de la comunidad cristiana. en la tradición espiritual de la Iglesia se concedió siempre gran importancia al "padre espiritual", o al "confesor", cuyo papel no es el de suplantar la personalidad del penitente, sino ayudarle a descubrir la llamada de Dios y a secundar la acción del Espíritu. Además es bueno la comunicación con los demás hermanos en la fe.

La dinámica del deseo en el alma le imprime un carácter siempre inquieto; el alma siempre está en movimiento, en tensión, porque anda siempre en una búsqueda de plenitud, y ésta sólo se halla en Dios y en su voluntad amorosa y salvífica. Es Dios mismo el que infunde el deseo en el alma, el que inspira los caminos de la búsqueda y el que da alas al alma para volar y posarse en el desierto del Señor. 

miércoles, 11 de diciembre de 2019

Reparamos en la comunión de los santos



Insertos en la Comunión de los santos, todo me viene entregado y regalado, y lo “mío” ya no es mío, es de la Iglesia y repercute en la Iglesia, y cada uno vive de la Iglesia y se ofrece a la Iglesia. En palabras de Von Balthasar: 



“En la Iglesia nada se hace, todo se otorga como don; y con la fecundidad del don del creyente ha de producir el treinta, el sesenta o el ciento por uno. Y nada es para uno mismo, sino para la totalidad que Jesús designa como “reino de Dios”. Ni siquiera se toma por cuenta propia la oración”[1]


Así mi oración santifica a otros, mi sufrimiento contribuye a la conversión de los pecadores, mi pequeña penitencia fortalece a los que son tentados, mis actos de paciencia y vencimiento sirven a aquellos más débiles, que sufren tribulación para que no desfallezcan porque “los sufrimientos humanos, unidos al sufrimiento redentor de Cristo, constituyen un particular apoyo a las fuerzas del bien, abriendo el camino a la victoria de estas fuerzas salvíficas”[2]; mi entrega hace que muchos abran sus vidas al Evangelio; mis sacrificios, que muchos crezcan en la fe, los que antes andaban en tinieblas[3]. Y del mismo modo, en el silencio del Misterio, yo soy sostenido y apoyado por los otros miembros de la Iglesia.

Estos principios se aplican tanto a la santidad como al pecado de los miembros de la Iglesia puesto que todo influye en el misterio de la Comunión de los santos.

martes, 10 de diciembre de 2019

Hombres de una pieza (Palabras sobre la santidad - LXXX)



Como el cristianismo es para valientes y fuertes, como la fe no es el opio del pueblo sino un revulsivo para vivir la realidad cotidiana de otro modo, los santos son hombres y mujeres que lograron una gran madurez humana, psicológica y espiritual en su vida.



Eran niños por la sencillez de su alma, pero muy lejanos al infantilismo caprichoso que busca llamar y acaparar la atención de todos; eran alegres e incluso joviales algunos de ellos, pero muy extraños al eterno adolescente –que tanto abunda hoy- que vive de su inmadurez y egocentrismo, haciendo que todo gire en torno a ellos, incapaces de donarse, sólo de demandar de los demás. Eran libres en su alma, pero no independientes de los demás, no con miedo a entablar vínculos sólidos con los otros. Eran soñadores con los pies en la tierra, con profundas dosis de realismo y confianza en la Providencia, pero nunca se crearon su propio mundo, alejado de la realidad. Eran fieles a su palabra, a los compromisos asumidos y a la misión recibida del Señor, sin fluctuar ni oscilar, vacilando de un punto a otro, cambiando de opinión, variando de ruta, sin saber dónde ir para, al final, quedarse estancados.

¡Éste es el perfil de los santos! Con la infinita variedad de caracteres y temperamentos, de estilos y de vocación, de circunstancias exteriores y de formación, todos ellos, no obstante, aparecen como “tipos humanos” plenamente realizados, maduros, cohesionados, cabales, de una pieza.

La santidad, o por mejor decir, la gracia, aceleró en los santos su madurez y su “autorrealización” (empleando términos hoy muy difundidos) que llaman mucho la atención a quien los observa sin prejuicios.

sábado, 7 de diciembre de 2019

Enfermos santos: ¡valor redentor!




“Completo en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo en favor de su Cuerpo que es la Iglesia” (Col 1,24).

“Los enfermos, con el peso de sus sufrimientos soportados por amor a Cristo, constituyen un tesoro precioso para la Iglesia, que tiene en ellos unos colaboradores eficacísimos en la acción evangelizadora” (JUAN PABLO II, Audiencia general, 24-junio-1998).




Es un ejercicio de compasión a imitación de nuestro Padre que está en el cielo, el pasar por nuestro corazón las miserias de los de más, las debilidades de los otros, las fragilidades de nuestro prójimo. Es ejercicio de compasión, el pedir y el orar por los enfermos, a los que tenemos presente en la oración litúrgica y en la Santa Misa.

La enfermedad es la mayor pobreza, la salud es un bien preciado, pero que no podemos ni comprar ni atesorar. Esa es una realidad delicada, que nos da miedo, sin embargo, oremos en primer lugar por los que están hospitalizados, a los que hemos de recordar con frecuencia en nuestra plegaria personal o en las preces de Vísperas, o en el rosario ofrecer un misterio por los enfermos, y algún sacrificio o penitencia por los enfermos, sobre todo por aquellos que no conocemos, porque “si lo hacemos con los que nos aman, ¿qué mérito tenemos?” Más bien por aquellos que no conocemos. 

Hemos de pedir por los que están hospitalizados, por los moribundos, por aquellos que están impedidos de un modo o de otro, que están casi arrinconados en su casa porque están impedidos y a los que también nuestra compasión cristiana debe llegar. Orar y pedir como ejercicio de misericordia y compasión, y plantear y dar luz sobre el sentido profundo de la enfermedad.

jueves, 5 de diciembre de 2019

Sentencias y pensamientos (XI)



15. Contempla en tu oración más la acción de Dios que tus propias deficiencias y limitaciones; contempla el gozo de tu vocación y desecha las insinuaciones del Maligno donde sólo se destaca lo negativo y pecaminoso de la propia alma.



16. La libertad de espíritu es un don precioso. Sé muy libre. 




17. Si las cabezas no funcionan, si las cabezas están huecas, si se carece de teología, ¿qué espiritualidad puede haber? Una piedad cogida con alfileres, que deja insatisfecho.



18. Cristo te toma, se adueña de tu alma, y en tu corazón canta y adora al Padre, en tu corazón intercede por la humanidad, en tu voz repara el pecado de los hombres. Y tú, contemplativamente viviendo la liturgia, eres el signo de la Iglesia Esposa que se une a su Esposo Cristo en comunión de plegaria y amor.

miércoles, 27 de noviembre de 2019

El discernimiento espiritual: bases



Para responder con generosidad y con fidelidad a la llamada de Dios es necesario "discernir" los caminos de Dios. La Escritura nos invita:

            No os acomodéis al mundo presente, antes bien, transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto (Rm 12,2)

            Examinad qué es lo que agrada al Señor y no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas, antes bien, denunciadlas (Ef 5,10-11).




           El cristiano se define por el "discernimiento" que hace de Cristo en la Iglesia, ha de seguir a Cristo según la luz y la inclinación que proceden del Espíritu Santo, en obediencia al Espíritu de Jesucristo. El juicio del hombre no acierta a descubrir la voluntad del Señor, los sentimientos de Cristo, el movimiento del Espíritu, sólo con el ejercicio de la reflexión puramente intelectual.

            Para este reconocimiento de la voz de Dios es necesario liberar nuestro juicio de la presión que sobre él ejercen nuestras propias pasiones. La dificultad que tenemos para conocernos a nosotros mismos es también dificultad para escuchar la llamada de Dios y para seguirla. No sospechamos hasta qué punto somos muchas veces víctimas de nuestro afán inconsciente de afirmar nuestra personalidad, del deseo de que los demás tengan de nosotros una determinada imagen... En el fondo de nuestras resistencias al discernimiento espiritual hay a veces un miedo a la verdadera libertad de los hijos de Dios y miedo a la cruz de Jesucristo. Es resistencia a la fecundidad del Evangelio.


            Se requieren unas condiciones para el discernimiento:

            1. La fe viva en Jesucristo, presente en la Iglesia

            El discernimiento ha de hacerse dentro de un clima de fe en la acción del Espíritu creador que renueva la Iglesia para renovarla, pero sin sustituirla sino valiéndose de la Iglesia misma y sin separarse de ella, porque el Espíritu continúa actuando en la Iglesia.

2. Buscar la verdad, buscar a Dios

            El descubrimiento pleno de la verdad suele ir precedido de una conducta que es realización anticipada de la verdad buscada. Una actitud cristiana de discernimiento exige buena voluntad, deseo sincero de saber exactamente lo que el prójimo piensa, lo que quiere decir. Para ello es necesario escuchar mucho, y escuchar con amor. Es preciso prestar atención a todo lo que hay de razonable y de positivo en el punto de vista del otro. Es preciso reflexionar y orar. Sólo entonces tenemos derecho a discrepar.

sábado, 23 de noviembre de 2019

El ideal que alienta (Palabras sobre la santidad - LXXIX)


Caminamos y vivimos si tenemos una meta y sabemos adónde ir; si no hay meta ni un ideal trazado, la desorientación genera cansancio y el cansancio provoca desesperanza. La vida cristiana, ¿adónde va, adónde se dirige? ¿Qué hacemos, si es que es caminamos? ¿O dejamos que pasen los días, matando el tiempo, haciendo de nuestro cristianismo algo mortecino, apagado, insípido, descolorido?




 Pero cuando brilla ante nosotros un ideal, cuando se señala una meta, el camino se recorre de otro modo y las dificultades inevitables se afrontan cabalmente. Valía la pena arriesgar con tal de conseguir; valía la pena recorrer un camino cuando el destino es tan feliz y reconfortante.

En el caso cristiano, el ideal de la vida cristiana es la santidad, la meta del camino cristiano, iniciado en el bautismo, es ser santos. A todos habrá que señalar la meta, a todos proponer este ideal obligatorio, y no rebajar el listón, ni acomodarnos a la pereza que no tiene ambiciones ni sueños ni deseos nobles, ni vulgarizar el Evangelio con sólo unos principios sueltos de ética y algo de buenismo moral para no incomodar a nadie ni elevar el nivel espiritual del pueblo cristiano.

La santidad es el ideal, en cierto modo, “obligatorio” y obligado:

            “Es el ideal que la fe presenta a la realidad y que debe realizarse en el desarrollo del programa de nuestra vida. El Concilio nos ha recordado que no se trata de un programa facultativo; todos, si somos cristianos, si somos fieles, debemos ser santos, en tensión continua hacia la santidad; y nos enseña también que no se trata de un programa utópico, exagerado, sino normal en el empleo de los dones que a tal fin la economía de la gracia, es decir, el plan de los deberes y de las ayudas, la providencia dispone para cada uno de nosotros.

Horizonte de la reparación: la comunión de los santos



Hemos contemplado y meditado los aspectos fundamentales en distintas catequesis o entradas: el verdadero contenido de la reparación obrada por Cristo, la colaboración personal en la redención con nuestra reparación, el modo y el significado de la reparación como participación en la redención del Señor en un perpetuo y constante estar crucificados con Cristo, expropiados de nosotros mismos, por la salvación del mundo. 



“Todo hombre tiene su participación en la redención. Cada uno está llamado a participar en ese sufrimiento mediante el cual se ha llevado a cabo la redención. Está llamado a participar en ese sufrimiento por medio del cual todo sufrimiento humano ha sido también redimido. Llevando a efecto la redención mediante el sufrimiento, Cristo ha elevado juntamente el sufrimiento humano a nivel de redención. Consiguientemente, todo hombre, en su sufrimiento, puede hacerse también partícipe del sufrimiento redentor de Cristo” (Juan Pablo II; Salvifici doloris, nº 19).


“Nuestra colaboración aquí consiste en el estar crucificados con Cristo en el mutuo estar crucificados el yo y el mundo... Todo el amor de entrega de Cristo nace del punto en que contempla al Padre, haciendo siempre lo que agrada a Éste. El que algunos miembros de la Iglesia dediquen su vida entera a esa contemplación no quiere decir que los demás estén dispensados de ella: todos tienen que realizar constantemente en la fe, de manera espiritual, su haber muerto y resucitado y su “haber sido co-trasladados al cielo”, cualquiera que sea el estado de la Iglesia a que pertenezcan”[1]. Es el modo de colaborar (reparar) con Cristo.

Ahora bien, esto será posible por el maravilloso misterio de la Comunión de los santos. Aquí aparece la dimensión eclesial de la reparación que debe brillar y animar toda nuestra existencia. La Iglesia es un misterio de comunión, la Iglesia es la Comunión de los santos[2]

martes, 19 de noviembre de 2019

Relaciones fraternas en la Iglesia: ¡santidad!




“Como buenos hermanos, sed cariñosos unos con otros” (Rm 12,10).

“Dios es Amor. Él nos amó primero. Nuestro deber ahora es amarnos los unos a los otros como Él nos amó. Por ello nos reconocerán como discípulos suyos. De aquí nace nuestra responsabilidad: ser testigos creíbles... los santos lo fueron. ¡Que ellos nos alcancen serlo nosotros también, para que este mundo que amamos sepa reconocer en Cristo al único Salvador verdadero!” (JUAN PABLO II, Homilía en la beatificación de 5 siervos de Dios, 4-mayo-1997).




                ¿Cómo son o cómo deberían ser las relaciones, el trato, entre los miembros de la Iglesia? La pregunta halla su respuesta, entre otros textos, en el capítulo 18 de San Mateo, que se suele llamar el discurso sobre la comunidad, sobre cómo debe ser la vida interna de la Iglesia. 

¿Cómo deben ser las relaciones entre los miembros de la Iglesia? La caridad fraterna es ejercicio de santidad; la santidad misma se expresa, se desarrolla, se plasma, en las relaciones fraternas, dóciles, sencillas, entre los miembros de la Iglesia, expulsando soberbia, arrogancia, altanería, afán de protagonismo.

Si queremos entrar a fondo en la vivencia del Evangelio, habrá que cuestionarse cómo nos tratamos unos a otros y cuál es el grado de exigencia evangélica. Hay una imagen clarísima en el evangelio, de que la Iglesia, para que sea la Iglesia de Dios, ha de ser muy humana, muy cercana, muy preocupada por las personas. En el evangelio hay toda una preocupación por el prójimo, por el hermano, comenzando, para no ser hipócritas, con los mismos miembros de la Iglesia, las relaciones entre nosotros, y no de cara a la galería, a la foto. Es necesario vivir la relación con el otro, que tiene nombre y apellidos, porque no somos seres anónimos en la Iglesia. 

Las relaciones no pueden estar basadas en una especie de contrato laboral, que es como a veces se funciona en la Iglesia, la diócesis por diócesis, la parroquia por parroquia, donde uno vale en tanto en cuanto ejerce una función, o ejerce en algo, y se busca agradar, complacer y hasta rendir pleitesía a quien nos confió algún encargo. La sinceridad de la entrega se estropea con la máscara de la hipocresía aduladora. Esto no es la Iglesia. 

miércoles, 13 de noviembre de 2019

"Señor, ten piedad" - II (Respuestas - VI)



Todo esto condujo a la expresión griega “Kyrie eleison”, que se introduce en la liturgia y que, en su lengua original griega, se ha mantenido hasta hoy. ¡Señor, ten piedad!

            En las liturgias orientales se introdujo el “Kyrie eleison” como respuesta a las letanías, gozando de aceptación popular.



            Egeria, en el relato de su peregrinación, encuentra una letanía que los niños y todos responden: “Kyrie eleison”, y que ella matiza diciendo “entre nosotros se dice ‘miserere nobis’”. En el oficio vespertino, ante la Anástasis, se realiza esta oración dirigida por el diácono, orando por todos, y los presentes responden: “Kyrie eleison”:

“El obispo se levanta y se coloca ante el cancel, o sea, delante de la cueva, y alguno de los diáconos hace conmemoración de cada uno, como suele ser costumbre. Dichos por el diácono los nombres de cada uno, siempre hay allí muchos niños, respondiendo: “Κυριε, ελεισον”, como decimos nosotros “miserere nobis”. Contestan muchísimas voces” (XXIV,5).

lunes, 11 de noviembre de 2019

La alabanza del orante a Dios

                El cristiano que toma en serio su vida cristiana, su vida de oración centrado en Cristo y en la Eucaristía, tiene un estilo peculiar de vivir, de moverse en el mundo. Hoy necesitamos “cristianos fuertes. La Iglesia... necesita hijos valientes, formados en la escuela del Evangelio” (Pablo VI, Catequesis, 25-febrero-1970).


                1. La humildad

                Humildad viene del latín “humilitas”, de la raíz “humus”, suelo, de donde viene también “humanitas” y “humanum”. Es aquello que brota del suelo, de la tierra, que tiene una consistencia efímera y débil porque brota de la tierra. Conecta perfectamente con alguna de las mejores páginas de las Escrituras que nos revelan qué es el hombre, y por tanto, de dónde brota su humildad:

Entonces el Señor Dios modeló al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz un hálito de vida y el hombre se convirtió en un ser viviente (Gn 2,7: hombre –adam, tierra –adamá)... Con el sudor de tu frente comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste formado. Ciertamente eres polvo y al polvo volverás (Gn 3,19).

Como un padre siente ternura por sus hijos, así siente el Señor ternura por sus fieles; porque él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro (Sal 102, 13-14).

                La humildad viene definida por santa Teresa de forma magistral: “La humildad es la Verdad” (5M, 8), y por san Juan de la Cruz: “humilde es el que sabe de su propia nada y deja hacer a Dios”.

                La humildad debe ser contemplada en dos direcciones:


sábado, 9 de noviembre de 2019

La Iglesia brilla en sus santos (Palabras sobre la santidad - LXXVIII)



Sin lugar a dudas, lo mejor que tiene la Iglesia son sus santos. En ellos se muestra la verdad de la Iglesia misma, en ellos se verifica qué significa ser hijo de Dios e hijo de la Iglesia. Durante XXI siglos de cristianismo, los santos -¡y cuántos son!, ¡incalculables!- han embellecido a la Iglesia, una y otra vez, constantemente, de mil maneras distintas, con tonalidades diferentes.



Cuando se quiere conocer qué es la Iglesia, cuando se pretende estudiar el misterio de la Iglesia –con el tratado de “eclesiología”-, resulta imprescindible detenerse en esta “eclesiología de los santos” o “ciencia de los santos”, ya que, si no es así, se corre el peligro de valorar a la Iglesia externamente y desde fuera, como institución humana o como bienhechora por sus acciones educativas, sociales o caritativas, como una ONG más de nuestro mundo. No llegarían al núcleo, no tocarían su centro, el Misterio de la Iglesia les quedaría velado, no alcanzarían a descubrirlo y maravillarse.

Los análisis simples no pueden percibir el misterio de la Iglesia. Las claves únicamente sociales, aplicadas a la Iglesia, sirven de poco. La Iglesia es más que todo ello. Su verdad última está en los santos, que son la mejor realización de la Iglesia, sus frutos reales, la confirmación del origen divino de la Iglesia.

La Iglesia es Madre porque engendra hijos para Dios en las aguas bautismales y los santifica. La Iglesia es Madre porque engendra santos. La Iglesia es el firmamento del mundo con la constelación de los santos, como estrellas, que señalan nuevas rutas para los hombres. La Iglesia, con los santos, es una lámpara en la ciudad secular, puesto en lo alto para iluminar a todos en las noches de la historia.


jueves, 7 de noviembre de 2019

Lo ofrecido es reparador



Aceptar no es que todo “nos guste”, le encontremos sabor agradable y coincida con nuestro deseo y voluntad. Aceptar es prestar nuestra colaboración en el plan que Él nos muestra y señala a cada uno y que incluye el sufrimiento y la cruz. 

No es que nos agrade, podemos pedir que pase de nosotros el cáliz[1], pero deseando hacer la voluntad de Dios en donde hallamos el sentido y la plenitud de la existencia (“Nuestra paz, Señor, es cumplir tu voluntad”, preces Laudes Viernes II Salterio).



“Acoger el sufrimiento no es compadecerse en él. No es amar el sufrimiento por sí mismo. Es consentir ser humillado. Es abrirse al beneficio de lo inevitable, como la tierra que deja que el agua del cielo la penetre hasta el fondo de sus entrañas. Hay todo un arte de sufrir que no hay que confundir ni con el arte de cultivar el sufrimiento ni con el arte de evitarlo. El que se hace la víctima y se autoenternece por su dolor, pierde inmediatamente sus beneficios. Y lo mismo le pasa al que se repliega sobre su dolor y alcanza un gozo perverso saboreando su amargura. Cuando llega, no hay que rechazar el sufrimiento ni ceder ante él. No hay que luchar ni tratar de engañarle. Hay que acogerlo sin demasiada complacencia. Pero tal acogida nunca es definitiva. Por eso constituye el más alto ejercicio de libertad... El único medio de ser feliz es no ignorar el sufrimiento y no escapar de él, sino aceptar su transfiguración. Tristitia vestra vertetur in gaudium [vuestra tristeza se convertirá en alegría]”[2].


Hemos de ser conscientes que rechazar el sufrimiento, rebelarnos contra la cruz debilita nuestra vida teologal porque la fe duda de la bondad de Dios (¿cómo Dios, si es bueno y me ama, permite esta cruz en mi vida?); la esperanza, al no ver ni horizonte ni salida, desconfía en que las promesas de Dios se puedan cumplir; el amor se enfría al no sentir el Amor de Dios, sino el silencio y el abandono de Dios, e incluso la desolación del alma (como Jesús crucificado). 

martes, 5 de noviembre de 2019

La cruz, camino de santidad




“Si alguno quiere seguirme, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame” (Lc 9,23).

“Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (Gal 6,14).

“Con la mirada puesta en Jesús crucificado, todo cristiano está llamado a tomar su cruz cada día y a seguirlo (cf. Mc 8,34), sin gloriarse más que en la cruz del Señor Jesús (cf. Gal 6,14), y sin saber nada más que a Jesucristo crucificado (cf. 1Co 2,2). La cruz de Cristo, por consiguiente, puede considerarse el libro de la vida, maestra de verdad y de santidad (JUAN PABLO II, Mensaje con motivo de la reconstrucción de la cruz en la cima del monte Amiata, 26-julio-1996).




               Como Cristo, el cristiano; y tal cual fue el camino de Nuestro Señor, así es el camino del discípulo. ¡La cruz! El misterio de la cruz como misterio de salvación, en la cual Cristo se entrega, pero también como misterio que sella, que marca, la propia vida.  

 "El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz, y me siga”. No tenemos otro camino, sino aquel que nos ha trazado el Señor, el camino de la cruz.

                La cruz nos puede venir externamente, la enfermedad, las circunstancias, los problemas, o la cruz más interior de la oscuridad de la fe, la lucha, del combate contra la tentación; pero, quiérase o no, la cruz sella nuestra vida, porque en ella murió el Redentor por nosotros. 

Teniendo esta realidad en nuestra vida, podemos considerar el misterio que supone esa cruz, porque, en primer lugar, la cruz de Cristo es la fuente de nuestra santidad, y donde se muestra la santidad de Dios. Por tanto, si queremos desarrollar nuestra vocación a la santidad, fruto del bautismo, que se desarrolla, en cualquier circunstancia, modo y estado de vida, en el sacerdocio o en el matrimonio, el camino va a ser la cruz para la santidad. 

domingo, 3 de noviembre de 2019

Liturgia, belleza, arte (y IV)



4. Liturgia, belleza, arte sacro


            La Iglesia siempre, por amor al Señor, se esmeró en el culto divino, buscando que estuviese lleno de belleza y, por tanto, cuidó el arte sacro al servicio de la liturgia. Hoy el hombre, en cierto sentido, se salvará por la belleza –en frase de Dostoievski citada por el Magisterio-.

            Ya las mismas iglesias permiten el tránsito de la ciudad secular, del mundo y sus actividades, hasta el ámbito del encuentro con Dios. La arquitectura del templo dirige la mirada al ábside, al santuario, al lugar santo del altar, ya sea por arcos, naves, una gran cruz o el inmenso retablo. Los cuadros, las imágenes, etc., nos adentran en el mundo de lo invisible, en la Comunión de los santos y en la presencia de Dios. Disponen el espíritu para la acción divina en la liturgia. Es una belleza que fascina. Y esto se extiende, como antes afirmábamos, a todos los elementos del culto litúrgico: los vasos sagrados, las vestiduras litúrgicas, la disposición del presbiterio, la música litúrgica, etc.

            Pero, ¿el cuidado de la belleza, potenciar el arte sacro, no está pasado de moda? ¿Es algo hoy innecesario? 

miércoles, 30 de octubre de 2019

Sentencias y pensamientos (X)



7. Vives para Cristo en aquello que Cristo te ha puesto en tu vida. Vives en tensión entre el deseo y el cumplimiento, entre el deseo y las promesas de Dios. Te toca vivir minuto a minuto, imposible programar para ti. Al menos vive ese minuto que es el “hoy” de nuestra salvación con plena consagración y pasión a Cristo. La unidad interior de vida, los momentos de reencontrarse con uno mismo y con Jesucristo están en la oración litúrgica y los ratos de Sagrario que puedas. Minuto a minuto. Sí, pero con el corazón lleno de pasión y amor por Jesucristo.



8. Que nadie ni nada te robe la esperanza. Luego que vengan las humanas incoherencias, depresiones, momentos bajos, y todo aquello que conforma tantas veces el tejido de lo humano en nosotros, junto con los momentos de Tabor que estoy convencido el Señor te da de vez en cuando para que no desfallezcas.



9. En este juego de la vida, misterio de Gracia y Providencia, estamos deseando permanecer en pie ante la venida del Hijo.



10. Tu oración, llena de amor, llegará a todos los rincones; tu reparación –que para ti debe ser sólo Sagrario y actos de adoración, y el trabajo diario ofrecido en las Laudes- fecundará la humanidad, tu comunidad, tu parroquia...

lunes, 28 de octubre de 2019

La virtud de la penitencia es reparadora



Con espíritu generoso de ofrenda, vivir en amorosa actitud penitencial todos aquellos momentos que la sabiduría espiritual de la Iglesia señalan.

Es penitencia –siempre con amor que se ofrece- el cumplimiento de las leyes y los deberes del propio estado (matrimonial, religioso, sacerdotal, consagración, oficios y trabajos). 



Muchas veces cuesta hacer aquellas cosas cotidianas que son ineludibles y obligatorias, pero adquieren un valor redentor cuando las hacemos y las realizamos  bien, con la mejor perfección posible y esmero, “henchidos de Dios”[1]

Nos vamos santificando al realizar las pequeñas cosas diarias de nuestro oficio o vocación, y son fuente de redención y santificación si las hacemos con amor oferente.

Una segunda fuente de penitencia es la aceptación de la cruz, abrazarse a la cruz, integrando, con amor reparador, las dificultades y sufrimientos de la propia vida, sirviendo “con generosidad de espíritu”[2], “haz que aceptemos con generosidad las contrariedades de la vida”[3]

En bastantes ocasiones las preces de las Laudes, que son preces de consagración y santificación del día[4], presentan este aspecto reparador de la cruz diaria, de las dificultades y contrariedades; de hacer de la jornada con sus trabajos, desvelos y afanes un sacrificio espiritual agradable al Padre. Algunos ejemplos pueden ser iluminadores:

Concédenos, Señor, que con el corazón puro consagremos el principio de este día en honor de tu resurrección, y que santifiquemos el día entero con trabajos que sean de tu agrado (Miércoles I Salterio). 

Tú que te entregaste como víctima por nuestros pecados, acepta los deseos y proyectos de este día (Jueves I)

 Señor, Sol de justicia, que nos iluminaste en el bautismo, te consagramos este nuevo día (Sábado I) 

Que sepamos bendecirte en cada uno de los momentos de nuestra jornada y glorifiquemos tu nombre con cada una de nuestras acciones (Sábado I).

sábado, 26 de octubre de 2019

Transfigurados por Cristo (santidad)




“Reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen, cada vez más gloriosos, conforme a la acción del Señor, que es Espíritu” (2Co 3,18).

“Dios Padre nos ama como ama Cristo, viendo en nosotros su imagen. Ésta, por decirlo así, es dibujada en nosotros por el Espíritu Santo, que como un artista de iconos la realiza en el tiempo” (JUAN PABLO II, Audiencia general, 13-octubre-1999).




Dos veces al año se proclama en la liturgia de la Misa, el Evangelio de la transfiguración, dos veces, pero con distinto sentido, con distinta interpretación. Lo proclamamos, como recordaréis, el segundo domingo de Cuaresma. Es el modo de unirnos al misterio de Cristo; van camino de Jerusalén, y ante el miedo de la cruz, el Señor quiere confirmar la fe de sus discípulos, y alentarlos con la esperanza de la Resurrección mostrándosela anticipadamente; por eso se lee en Cuaresma este Evangelio, para afianzar nuestra fe en el camino cuaresmal y no tener miedo a la cruz que se celebra en el Santo Triduo Pascual.

Sin embargo, desde muy antiguo, comenzando por las Iglesias Orientales, Alejandría, Grecia, y pasando después a nuestra Iglesia occidental, se celebra en agosto la fiesta de la Transfiguración del Señor, contemplando, no tanto el camino de la cruz y la confianza en la Resurrección, sino haciendo una contemplación sosegada, viva, amorosa, del misterio de Cristo. 

Él es Dios y Hombre, y en la Transfiguración manifiesta a todas luces su divinidad. A través de los velos de la carne, se oculta la divinidad de Jesucristo. En Él, dice S. Pablo en la carta a los colosenses, “habita la plenitud de la divinidad, en él están encerrados los tesoros del saber y del conocer”.  

viernes, 25 de octubre de 2019

En vez de solidaridad humana, un gran amor a Cristo (Palabras sobre la santidad - LXXVII)



Arrebatados, poseídos, llenos de un gran amor a Cristo: ¡así vivieron todos los santos!; tuvieron este amor como lo más precioso, más auténtico, más necesario, y se entregaron al amor de Jesucristo sin oponer resistencias. Cada minuto de su vida fue para Cristo, cada pensamiento volaba hacia Cristo, en cada acción buena por el prójimo estaban sirviendo con amor a Cristo.



Hicieron de sus vidas un obsequio a Cristo; oraron cada vez más por tratar de amistad con Cristo; callaron e hicieron silencio interior para escuchar bien, contemplativamente, la voz y la palabra de su amado Jesucristo. Cada sacrificio, cada penitencia, cada mortificación, cada ejercicio de las virtudes cristianas, cada trabajo, era una ofrenda de amor a Cristo. Sus corazones estaban puestos en Cristo, sus vidas eran Cristo (cf. Flp 1,21), lo único que deseaban era estar con Cristo. ¡El amor a Cristo era su consistencia, su fundamento!

De este modo, pues, hemos de entender la santidad: el amor a Cristo y la entrega incondicional a Él. “¿Qué es la santidad? Es perfección humana, amor elevado a su nivel más alto en Cristo, en Dios” (Pablo VI, Hom. en la canonización de S. Juan Nepomuceno Neumann, 19-junio-1977).

Los santos cultivaron con finura su amor a Cristo (¡sabiendo siempre que es Él quien nos amó primero!): la liturgia y los sacramentos centraban sus vidas, participando en ellos con fervor y devoción, nunca fría o rutinariamente, nunca como ceremonias ajenas a ellos, modificables a su gusto o capricho. Muy especialmente la Eucaristía celebrada y el Sagrario, así como la exposición del Santísimo, fueron su refugio: vivían de la Eucaristía, ponían su corazón en el Sagrario, ante el Sagrario se empapaban de Cristo y allí conversaban con Él, les exponían sus trabajos, preocupaciones, afanes apostólicos, intercesión y súplicas por los demás. ¡Qué sería de los santos sin la Santa Misa y sin el Sagrario! ¡Cómo los vivían! Como los ciervos buscando las fuentes de agua (cf. Sal 41), así los santos saciaban la sed de su alma en el Sagrario. Allí amaban a Cristo, crecían en el amor a Él y se dejaban amar y transformar por Él.

martes, 22 de octubre de 2019

Liturgia, belleza y arte (III)



3. El antropocentrismo desolador


            Pero todo lo anterior se resiente y se viene abajo con el antropocentrismo que con tanta fuerza arremetió contra todo en las iglesias a partir de los años 70.


            Este antropocentrismo sitúa al hombre el centro de todo, expulsando a Dios, lo sagrado, lo ritual, el Misterio en definitiva. Dice valorar al hombre por el hombre, pero es que el hombre sin Dios está fracasado sin otra opción posible: es el absurdo, es la nada. Es lo contrario del más sano humanismo cristiano, ya que éste valora al hombre en cuanto ve su referencia en Cristo, el Hombre nuevo, y su vocación y destino eternos y sobrenaturales. El antropocentrismo está agotado y encerrado en sí mismo.

            La aparición del antropocentrismo en la liturgia fue desoladora. Sustituyó a Dios para ponerse el hombre, y la liturgia dejó de ser la glorificación de Dios y la santificación del hombre, para convertirse en algo autorreferencial, una comunidad que se celebraba a sí misma en todo caso. 

          La liturgia se manipuló a gusto de cada uno como mera “fiesta de la comunidad”. Se perdió la sacralidad del lugar y de la acción litúrgica, se banalizó como si fuera una sala de reuniones más, desterrando la atmósfera sagrada de la liturgia (el silencio, el canto litúrgico, el incienso, etc). La belleza de los textos litúrgicos –que necesitan una iniciación, ciertamente- se trocó en textos improvisados, de dudosísima calidad y ortodoxia pero contemporáneos. La participación litúrgica promovida por la Iglesia, una participación activa, consciente, piadosa, interior, fructuosa, se cambió por una continua intervención de todos, de manera que participar era intervenir ejerciendo algún servicio en la liturgia para que se sintieran protagonistas: que fueran muchos los que subieran y bajaran al altar, que muchos hicieran algo.

domingo, 20 de octubre de 2019

Oración es Comunión vital con Cristo

                El proceso orante es un proceso cristológico. La oración es una cristología viva, existencial. Yo voy saliendo de mí mismo, de mi pecado y egoísmo, para llegar cada vez más a Cristo y, al final, “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,19). Uno se va vaciando de uno mismo, de sus pecados y mediocridades... o de su propio yo, su propio ser, como el mismo Cristo Jesús que se despojó de su rango (Cf. Flp 2,5-11), que siendo rico se hizo pobre (Cf. 2Co 8,9) para que nos enriqueciéramos con su pobreza. Entonces uno se vacía de su yo (de su egoísmo) para llenarse de un Tú, que plenifica ese “yo rebajado”, y el alma empieza a participar de la vida divina.




                * El grito: ¡Señor!

                Cuando uno comienza a vivir la oración, viene cargado de muchas cosas, principalmente preocupaciones, agobios, problemas, dudas, preguntas, más una carga abundante de tibieza, de mediocridades y también -¡somos hijos de Adán!- de pecado. El hombre comienza la oración centrado en él mismo y su oración es un grito, un clamor de todas sus cargas, una lamentación continua y una constante petición. Quiere que Dios lo alivie de todo, le quite todas las cargas. El orante se está buscando más a sí mismo que buscando a Dios; quiere seguir igual interiormente, pero mejor, sin tantos condicionamientos y pesos. Es el grito. Pero sólo grito. El orante no se ha vaciado. Está igual. Sí. Pero está ante Dios.

                * La petición discursiva

                Comienza a razonar con Dios, a intentar convencerle. No es un grito, es un discurso. “Usan muchas palabras” (Mt 6,7) decía Jesús de los fariseos. No exige a Dios como al principio, quiere convencerle, piensa que su oración sosegada poniendo sus necesidades ante Dios es una oración mejorada. Ya sí le deja un mínimo espacio a Dios, sabe que puede convencerle, o a lo mejor no. Se siente el orante más pequeño. Sabe que Dios es mayor que todo, siente el peso del Misterio. Él le deja un diminuto espacio a Dios, pero el “yo” del orante es muy fuerte.

viernes, 18 de octubre de 2019

Los santos conocieron y trataron a Cristo




“Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro” (Sal 26).

“Los santos son especialmente los que han tenido un conocimiento global más exacto de Dios, y lo han adquirido a través de una fe vivísima, nutrida en la contemplación y sostenida por el don de sabiduría” (JUAN PABLO II, Discurso a los obispos chilenos en visita “ad limina”, 28-agosto-1989).




A la sorpresa de aquellos que conocían a Jesús “de toda la vida”, corresponde también nuestra propia admiración por la persona de Jesucristo. Aquellos conocían quién era desde pequeño, era el hijo de carpintero, en una aldea pequeña de 200 habitantes es fácil conocer e identificar a todos los habitantes y sus entresijos: es el hijo del carpintero; su padre José y su madre María; sus hermanos, sus familiares más próximos, Santiago, María...: “¿de dónde saca la sabiduría con la que habla?” 

Para aquellos mismos que le conocían resultaba un misterio. No llegaban a atisbar siquiera que aquel paisano, era el Hijo de Dios, la Sabiduría de Dios, el que hablaba con palabras de vida eterna.

Pero también así andamos nosotros. Conocemos al Señor de oídas,  de toda la vida; nos han hablando del Señor, de la Virgen y de los santos desde que éramos pequeñitos, pero, a veces, nos ha faltado esa asimilación personal, ese tratar con el Señor de verdad para descubrir quién es Jesucristo. Nos hemos quedado en la periferia de la persona, pero no hemos entrado en el Misterio del Señor. Sabemos de sus milagros, de sus obras, sabemos de memoria tres o cuatro frases del Evangelio, pero no nos hemos parado todo lo que necesitábamos, a tratar de verdad con el Señor.



miércoles, 16 de octubre de 2019

"Señor, ten piedad" (I) (Respuestas - V)



Como aclamación a Cristo, petición de la Iglesia, se introdujo esta expresión en la liturgia, respetando la forma griega: Kyrie eleison, como respetó otras palabras en su lengua original: Aleluya, amén, hosanna.

            ¿Qué piedad es ésta? La ternura y la misericordia entrañable que, en Jesucristo, se ha volcado por completo sobre la humanidad, ya que Cristo es el rostro visible de la piedad del Padre.



            ¡Ten piedad! Los salmos, y el Antiguo Testamento en general, están plagados de súplicas a Dios despertando su piedad o de acción de gracias porque Dios ha manifestado su piedad y su misericordia.

            El salmo 85, la oración de un pobre ante las adversidades, invoca la ternura de Dios que no se queda indiferente ante el sufrimiento: “Tú eres mi Dios, piedad de mí, Señor, que a ti te estoy llamando todo el día; alegra el alma de tu siervo, pues levanto mi alma hacia ti; porque tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan”. El orante, el pobre, el afligido, reconoce que Dios es “lento a la cólera y rico en piedad” (cf. Sal 85; 102; 144).

viernes, 11 de octubre de 2019

Liturgia, belleza, y arte (II)



2. ¿Una liturgia bella?


            Si avanzamos un poco más en la reflexión, habremos de ir a lo nuclear de la liturgia. ¿Qué es la liturgia? ¿Meras ceremonias? ¿Unos ritos obligatorios que apenas dicen nada? ¿Un código ininteligible, y hasta aburrido, de acciones que desarrollan unos pocos mientras todos los demás asisten como espectadores?

            ¿Qué es la liturgia? ¡Es acción de Dios!, el gran protagonista de la liturgia es Dios mismo, que se revela en su Palabra y en sus sacramentos, que actúa, que salva, que santifica, que redime. La liturgia es el lugar especialísimo de la epifanía de Dios, de su manifestación, donde se da. Así se comprende, en primer lugar, que es su Belleza inefable la que entra de lleno en el misterio de la liturgia y que la liturgia sea el lugar primero de la Belleza divina, palpable, accesible a todos.

  
          Por la liturgia “se ejerce la obra de nuestra Redención” (SC 2), actuando la fuerza y belleza del Misterio pascual de Cristo. Cristo es el centro de la acción litúrgica y todo es posible porque el Espíritu Santo, el divino Artista, santifica, consagra: “El deseo y la obra del Espíritu en el corazón de la Iglesia es que vivamos de la vida de Cristo resucitado. Cuando encuentra en nosotros la respuesta de fe que él ha suscitado, entonces se realiza una verdadera cooperación. Por ella, la liturgia viene a ser la obra común del Espíritu Santo y de la Iglesia” (Catecismo, 1091).

            Es una acción divina en primer término. La Iglesia celebra la liturgia y la recibe como un tesoro, algo que le es dado, siendo administradora, sierva, y no dueña para manipular la liturgia a su gusto. El mismo Concilio Vaticano II define la liturgia como una “obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados” (SC 7), de forma que la liturgia es la glorificación de Dios ante todo, donde se glorifica a Dios y de Dios se recibe la santificación.