Tan grande es la Palabra, que en silencio
brota como escucha, admiración y alabanza. No es un callar porque no haya nada
que decir, escribir, predicar o anunciar; es la glorificación de la Palabra misma, que supera
todo conocimiento y toda filosofía. En silencio se recibe, en silencio se ama,
en silencio se adora.
De
aquí se concluye cómo hay un silencio muy conveniente para la teología y para
el mismo teólogo, un silencio de escucha y oración contemplativa del Misterio
antes que el academicismo o las normas metodológicas para una redacción formal
(notas a pie, forma de citar, etc.). La verdadera teología es palabra que nace
del silencio del teólogo adorando el Misterio (y qué sabor tan distinto de las
pseudoteologías que son ideologías sin más).
La
adoración nos sitúa ante el Misterio mismo: “Con esta palabra sólo podemos
encontrarnos en la adoración. La adoración no sólo ayuda a la palabra,
traspasando todas las comprensiones (o incomprensiones) y motivos (o
contramotivos) humanos, a llegar, hasta lo infinito, sino que hace de antemano
que todos los sentidos e interpretaciones finitos comprendidos por nosotros se
trasciendan y completen en un sentido infinito y en una significación infinita”[1].