sábado, 5 de noviembre de 2022

De la templanza, la mansedumbre y clemencia (II)



7. La templanza lo modera todo. Por ello hay una serie de virtudes que nacen de ella para controlar y encauzar distintas pasiones y tendencias.



La ira es una reacción colérica que desfigura la realidad y provoca violencia en las respuestas, en las palabras y en los modos de comportamiento. La ira lo resuelve todo con gritos y malas palabras, porque no es capaz ni de soportar ni de sufrir nada. Es verdad que hay caracteres muy fuertes, con mayor tendencia a la ira, pero se puede ir dominando y controlando. 

La ira destruye cuanto toca: a veces hacemos lo correcto al corregir o reprender o amonestar, pero si se hace con ira, pierde todo valor la corrección. 

Santa Teresa aconsejaba: “nunca siendo superior reprenda a nadie con ira, sino cuando sea pasada” (A 59). Hay que estar muy calmados y serenos antes de hablar o reprender o corregir. “La ira –define S. Juan de la Cruz- es cierto ímpetu que turba la paz” (C 21,7). I

 
ncluso la ira puede volverse contra uno mismo en el terreno espiritual si se ve que no se avanza o no se consiguen las metas que uno se ha propuesto y eso es fruto de impaciencia, se carece de la paciencia con uno mismo que Dios tiene con cada alma: “Hay otros que cuando se ven imperfectos, con impaciencia no humilde se aíran contra sí mismos” (S. Juan de la Cruz, N1, 2 7). 

Para corregir y encauzar la ira, la mansedumbre es la virtud derivada de la templanza que nos serena y sosiega, como manso y humilde es el Corazón de nuestro Redentor. Esta mansedumbre es la pequeñez exterior, que brota de lo interior, de saberse uno pequeño. La mansedumbre es fruto de la auténtica humildad, y no poseen mansedumbre quienes no soportan la contrariedad; sin la mansedumbre es imposible agradar a los hombres, ya que la arrogancia repele; la amabilidad y la sencillez atraen. Manso “es el que sabe sufrir al prójimo y sufrirse a sí mismo” (S. Juan de la Cruz, A, 4, 6). Sigamos el consejo del salmista: “cohibe la ira, reprime el coraje, no te exasperes, no sea que obres mal” (Sal 36).

 La clemencia es otra virtud que modera el orden interno. Esta clemencia es la virtud que modera el rigor del castigo cuando se debe imponer una pena, castigo o corrección a otro. Sin la templanza, seríamos jueces muy severos, aplicaríamos todo el peso sobre otra persona; la clemencia todo lo suaviza y busca que el castigo sea correcto, sirva para educar y corregir sin ser demasiado severo. 

Se aprende a ser clemente viendo cómo Dios, con nosotros, “es clemente y compasivo” (Sal 144), el Señor “es lento a la cólera y rico en piedad... No nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas” (Sal 102).

La modestia es una virtud muy mal vista y valorada; la modestia vigila la moderación en el vestir, en los adornos y en el modo de moverse y comportarse; lo hace con recato, pudor, se procura no destacar ni llamar la atención para que todos miren, para atraer o para parecer más joven. Los mejores adornos son las virtudes cristianas: preciosas exhortaciones contiene la Escritura. La primera carta de S. Pedro es bien elocuente:

            “Que vuestro adorno no esté en el exterior, en peinados, joyas y modas, sino en lo oculto del corazón, en la incorruptibilidad de un alma dulce y serena: esto es precioso ante Dios”  (1P 3,3-4).
  
Las virtudes que se derivan de la fortaleza y de la templanza perfeccionan nuestro ser para vivir evangélicamente; al meditarlas, comencemos a desearlas, y pidamos que el Señor capacite nuestro corazón para obrar el bien, la verdad y la belleza.

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