sábado, 28 de noviembre de 2020

La Iglesia santa a la que pertenezco (Palabras sobre la santidad - LXXXIX)



            Es un sano orgullo poder pertenecer a la Iglesia que es santa. Tan pequeños y pecadores como somos, sin embargo en el bautismo hemos sido incorporados a una Iglesia que es santa, que brilla en santidad, que es un pueblo de santos. A esa Iglesia santa hemos sido convocados, en esa Iglesia santa vivimos y crecemos, esa Iglesia santa es nuestra Madre.


            Hay que reconocer, con dolor, que en ella existe el pecado de sus hijos y mis propios pecados; la Iglesia santa incluye en su seno a los pecadores en camino de redención. Esto la afea, estropea la belleza de su santidad, pero ésa es, tristemente, nuestra única aportación en muchas ocasiones: nuestros propios pecados. La Iglesia santa alberga hijos pecadores. Sí, en la Iglesia hay pecadores y pecado: “La Iglesia, también después de Pentecostés, está compuesta por hombres. Los hombres de Iglesia no resplandecen siempre, ni todos, de luz divina. Incluso los más virtuosos, los que llamamos santos, tienen también sus defectos; muchos santos son náufragos salvados, con frecuencia dramáticamente o mediante aventurosas experiencias, y conducidos a la orilla de la salvación por misericordia divina; con lenguaje profano podríamos decir, por una feliz casualidad. Y además, no pocos de los que se profesan cristianos, no son auténticos cristianos; y los que son maestros y ministros de la Iglesia tienen muchas y largas páginas nada edificantes. La dificultad existe, grave y compleja” (Pablo VI, Audiencia general, 7-junio-1972).

            Esa es la realidad dramática de la Iglesia peregrina. Y sin embargo, nada quita a su santidad. Sigue siendo santa y así la confesamos: “Creo en la Iglesia… que es santa”.

martes, 24 de noviembre de 2020

La ordenación sacerdotal en la Traditio de Hipólito de Roma



El Ritual de Órdenes es uno de los elementos más peculiares e interesantes que podemos encontrar en esta gran obra. Nos revela la concepción eclesiológica y la organización jerárquica de la comunidad cristiana en el siglo III. Hipólito, al hablar de la ordenación de obispos, presbíteros y diáconos, tiene siempre presente que el elegido se agrega a un ordo, para ejercer, en comunión fraterna, el ministerio apostólico. 



Sólo los tres ministerios apostólicos -episcopal, presbiteral y diaconal- son un sacramento propio y definido, que se llama ordenación o consagración. El ritual más completo en la Traditio, es, sin duda, el episcopal, cima y culmen del sacerdocio.

 
El episcopado sólo puede ser conferido a alguien digno y probado en la virtud pastoral. Altamente significativo nos resulta el hecho de la elección por toda la Iglesia local de aquél que va a ser su pastor, como Hipólito describe[1]

Una vez convocada esta asamblea electiva, no meramente consultiva, se procederá a la ordenación. Ésta se realiza en el domingo, día eclesial por excelencia, para significar en su plenitud el misterio de la Iglesia que, a la luz de la Pascua, prolonga la presencia de Cristo en medio de su Iglesia por medio de la ordenación de un obispo y de la celebración eucarística.

En la ordenación intervienen obispos y presbíteros. Los obispos de diversas Iglesias locales circundantes, serán los que impongan las manos al ordenando y uno de ellos el que pronuncie la plegaria de ordenación. El presbiterio de la Iglesia local no impone las manos, puesto que el ordenando se agrega a un ordo distinto del presbiteral: solamente los obispos impondrán las manos para significar más plenamente la colegialidad del ministerios y la incorporación de un nuevo miembro al ordo episcopalium. 

Mientras se procede a la impositio manuum, el presbiterio permanecerá en su sitio, sin realizar ningún gesto consecratorio: praesbyterium adstet quiescens.

Tras la imposición de manos, la plegaria de ordenación pronunciada por uno sólo de los obispos presentes. Esta plegaria, según la eucología litúrgica, siempre está dirigida al Padre.
 

viernes, 20 de noviembre de 2020

Lo que Dios es



Dios es Padre: así nos lo ha revelado Jesús que nos ha manifestado la bondad de Dios y nos lo ha dado a conocer. “Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27). Jesús se sabe Hijo e Hijo único, en sentido propio y originalísimo, y esa paternidad de Dios que tantas veces aparece en el Evangelio (“Tú eres mi Hijo amado”) modifica el concepto y la idea que los hombres pudieran tener de Dios. 





Con la razón natural podemos llegar a una cierta inteligencia de Dios, de su esencia y majestad, pero jamás el hombre hubiese podido acceder al pleno conocimiento de Dios. Descubre a Dios según las categorías siempre limitadas de su inteligencia, y puede llegar a descubrirlo todopoderoso, sabio, infinito, incluso creador y hasta providente. Mas si Dios no hubiera manifestado lo que Él es, no lo hubiésemos descubierto nunca.

            Y resulta que Dios, el que Es, es Amor, y que es Trinidad de personas, Comunión de Amor personal, difusivo de Sí mismo, y por eso engendra, que no crea, a su Hijo único Jesucristo, y en su Hijo único quiere también hacer al hombre hijo suyo por el Bautismo, hijo adoptivo. Esta realidad queda muy precisada en la predicación de la Iglesia:

miércoles, 18 de noviembre de 2020

Secularización hasta en la liturgia (Sacralidad - IV)



Pudiera parecer sorprendente que lo más santo y sagrado, con tanta carga de sacralidad, devoción y espiritualidad como es la liturgia, pudiera secularizarse, pero así ha ido sucediendo.

            El proceso de secularización ha sido tan persistente que ha penetrado por las ventanas de la Iglesia y ha alcanzado a la misma liturgia pervirtiéndola. Un grave mal que hoy se padece es la secularización interna de la Iglesia, y como la liturgia es epifanía de la Iglesia, su manifestación visible, una Iglesia secularizada se reflejará en su liturgia igualmente secularizada.




            Detengámonos en ver los rasgos e intenciones de esta secularización y comprenderemos mejor el alcance que tiene en la liturgia.

            1) La secularización detesta lo religioso y sus expresiones, y quiere en todo caso reducirlo a la conciencia privada de cada cual.

            2) La secularización, de la mano del relativismo, piensa que no existe la Verdad y por ello todo son opiniones igualmente válidas. Es la dictadura del relativismo que denunció Benedicto XVI.

            3) La secularización sustituye a Dios o por el hombre o por el progreso social o por los valores de moda (ecología, solidaridad, paz…)

            4) La secularización sólo respeta de la religión aquello que puede servir a su proyecto: las obras asistenciales y de caridad y la enseñanza que se acomoda a sus postulados de sólo valores, sólo lo “políticamente correcto”.

            5) La secularización ignora la trascendencia y lo superior, y quiere volcarlo todo en lo terreno, en lo temporal, en el aquí y ahora.

            La Iglesia misma, que no es ajena a la cultura del momento sino que recibe su influjo, ha padecido un largo proceso de “secularización interna”, apartándose de su Tradición, tomando una lectura exclusivamente social del Evangelio hasta convertir el cristianismo en una ideología por el cambio social. La secularización interna de la Iglesia adopta, acríticamente, el pensamiento del mundo y en lugar de evangelizarlo, se mimetiza con el mundo, se hace igual al mundo. Se ha vaciado la Iglesia de sí misma para convertirse en una asociación civil, o en una ONG, o algo semejante.

lunes, 16 de noviembre de 2020

Celebrando en la Comunión de los santos



Si cada Eucaristía es un resquicio del cielo, y la liturgia es el cielo en la tierra, estamos ante el Misterio del cielo y de la tierra, lo visible (lo que somos, hacemos, cantamos), y lo invisible (los ángeles, los santos, el cielo entero). 



Lo que se canta en las II Vísperas Llegó la boda del Cordero, su Esposa se ha embellecido, se realiza en lo invisible del Misterio. Ni estamos solos, ni la Eucaristía es nuestra (de la asamblea concreta que celebra o del sacerdote que preside). Recordemos Enar 85,1 de S. Agustín recogida en la IGLH: “Cristo ora en nosotros, ora por nosotros, es invocado por nosotros”.

Este Misterio precioso es la Comunión de los Santos, los vínculos de amor eternos entre todos los bautizados –diacrónica y sincrónicamente- los santos del cielo y los bautizados que ahora, aún peregrinos celebramos la Eucaristía. Lo confesamos en el Credo apostólico: “Creo en la comunión de los santos”. 

Acudamos primero al Magisterio, luego a la eucología y la liturgia misma.

            Señala y enseña el Catecismo (946-962) y así destaca:

            Como todos los creyentes forman un solo cuerpo, el bien de los unos se comunica a los otros... Es pues necesario creer [...] que existe una comunión de bienes en la Iglesia. Pero el miembro más importante es Cristo, ya que Él es la cabeza [...] Así, el bien de Cristo es comunicado [...] a todos los miembros, y esta comunicación se hace por los sacramentos de la Iglesia. Como esta Iglesia está gobernada por un solo y un mismo Espíritu, todos los bienes que ella ha recibido forman necesariamente un fondo común. (CAT 947).

            La expresión “comunión de los santos” tiene, pues, dos significados estrechamente relacionados: “comunión de las cosas santas” y “comunión entre las personas santas” (CAT 948).


jueves, 12 de noviembre de 2020

La plegaria eucarística de la Traditio de Hipólito


Esta anáfora está compuesta dentro del ritual de la consagratio episcoporum de la Traditio.   

En primer lugar existe una instrucción, que dará lugar a la Liturgia de la Palabra, de forma más organizada; tras la instrucción de los doctores -a la que asisten los catecúmenos-[1], unas oraciones, esbozo de lo que va a constituirse en la Oración de los catecúmenos y, tras ella, la Oración de los fieles. 



Es en este momento cuando, si hay que administrar algún sacramento más, se celebra, como puede ser el sacramento del Orden[2] o los sacramentos de la iniciación cristiana[3]

Puede que existiera ya la costumbre del beso de paz antes de la presentación de ofrendas, aunque Hipólito no lo transmita; nos da pie a pensar en ello los dos besos de paz que Hipólito recoge con motivo tanto de la ordenación, como del bautismo. 

Tras esto, la presentación de dones (aceite, aceitunas, queso...) y la materia de la oblación eucarística, el pan y el vino. Tras esta presentación de los dones eucarísticos, la anáfora que Hipólito recompone en el c. 4. 

Después viene un momento importante de la celebración eucarística, a saber, la fractio panis[4]

Finalmente, la comunión, oraciones, y la despedida[5]

Ciertamente, faltan elementos importantes en este esquema, como, v.gr., la Oración Dominical o la estructuración de la Liturgia de la Palabra, pero también es verdad que Hipólito nunca se propuso describir en la Traditio el ordo missae.


martes, 10 de noviembre de 2020

Sentencias y pensamientos (XVIII)




18. El Señor Resucitado es espíritu vivificante, Espíritu que da vida, y comunica su Espíritu Santo que diviniza y da vida a lo nuestro tantas veces muerto. Principalmente en la liturgia el Señor otorga su Espíritu que nos hace crecer. Lo que se contiene en la liturgia son los misterios salvíficos que se comunican, de modo sacramental, y en general, en el conjunto de todas las acciones litúrgicas. Participar en la liturgia es dejarse transformar por la energía de Cristo.






19. En la plegaria personal recibimos lo que gratuita y libremente el Señor nos quiera comunicar, transformándonos en él, viviendo en Él, siendo injertados en Él. Se vive, por la liturgia y la plegaria, en unión íntima y amorosa con Él, y el Amado transforma a su semejanza para vivir en unidad de amor los que son diferentes por naturaleza.



20. Nuestra transformación en Cristo será posible si vivimos en íntima unión con Cristo, estrechando los lazos con Él, enamorándonos de Él, con una profunda vida interior. A mayor vida interior, mayor cristificación.



domingo, 8 de noviembre de 2020

El Credo - I (Respuestas - XVIII)



1. Los domingos y solemnidades, y en alguna ocasión más importante o especialmente significativa, después del silencio de la homilía (o si no hubiere homilía, tras el Evangelio), todos a una recitan el Credo, la profesión de fe, puestos en pie.

            Las rúbricas del Misal prescriben lo siguiente:


“El Símbolo o Profesión de Fe, se orienta a que todo el pueblo reunido responda a la Palabra de Dios anunciada en las lecturas de la Sagrada Escritura y explicada por la homilía. Y para que sea proclamado como regla de fe, mediante una fórmula aprobada para el uso litúrgico, que recuerde, confiese y manifieste los grandes misterios de la fe, antes de comenzar su celebración en la Eucaristía.
El Símbolo debe ser cantado o recitado por el sacerdote con el pueblo los domingos y en las solemnidades; puede también decirse en celebraciones especiales más solemnes.
Si se canta, lo inicia el sacerdote, o según las circunstancias, el cantor o los cantores, pero será cantado o por todos juntamente, o por el pueblo alternando con los cantores.
Si no se canta, será recitado por todos en conjunto o en dos coros que se alternan” (IGMR 67-68).

            Incluso el cuerpo se integra en la profesión de fe con el gesto de la inclinación: “El Símbolo se canta o se dice por el sacerdote juntamente con el pueblo (cfr. n 68) estando todos de pie. A las palabras: y por la obra del Espíritu Santo, etc., o que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, todos se inclinan profundamente; y en la solemnidades de la Anunciación y de Navidad del Señor, se arrodillan” (IGMR 137).

            Dos son las fórmulas que se pueden emplear: el Credo niceno-constantinopolitano, más desarrollado y preciso, o el Símbolo apostólico, breve y conciso, éste aconsejado especialmente para la Cuaresma y la Pascua (cf. Ordo Missae, 19). Únicamente éstos porque estas fórmulas son la fe de la Iglesia; ya pasó la moda desafortunada de sustituirlo por cualquier canto (“Creo en vos, arquitecto, ingeniero…”) o por la lectura de un manifiesto o compromiso o “fe” elaborada por alguien o por algún grupo de catequesis o de liturgia. Sólo esas dos fórmulas de profesión de fe se pueden emplear.

lunes, 2 de noviembre de 2020

Coram Deo, ¡ante Dios! (Sacralidad - III)



La liturgia se celebra para Dios, ante Dios, delante de Dios. La liturgia es el actuar de Dios en la Iglesia: sigue hablando-revelándose, sigue comunicando su gracia, sigue entregándose. A Él escuchamos en la liturgia, a Él nos dirigimos y oramos con las oraciones de la liturgia y el canto de los salmos, ante Él estamos en amor y adoración, a Él lo recibimos y acogemos.

            Así la liturgia será sagrada y bella cuando lejos de convertirla en un discurso moralista constante, o en una catequesis didáctica, o en una reunión festiva donde nos celebramos a nosotros mismos, reconocemos la presencia de Dios en la liturgia, el primado de Dios, y somos conscientes de que estamos ante Dios mismo. ¡Es obra de Dios la liturgia!



            Esta primacía de Dios en la liturgia se descubre si miramos bien a Dios en la liturgia en vez de mirarnos unos a otros. Sólo Dios puede ser el protagonista de la liturgia y por ello la liturgia se vuelve sagrada y bella, y se cuida:

            “En toda forma de esmero por la liturgia, el criterio determinante debe ser siempre la mirada puesta en Dios. Estamos en presencia de Dios; él nos habla y nosotros le hablamos a él. Cuando, en las reflexiones sobre la liturgia, nos preguntamos cómo hacerla atrayente, interesante y hermosa, ya vamos por mal camino. O la liturgia es obra de Dios, con Dios como sujeto específico, o no lo es. En este contexto os pido: celebrad la santa liturgia dirigiendo la mirada a Dios en la comunión de los santos, de la Iglesia viva de todos los lugares y de todos los tiempos, para que se transforme en expresión de la belleza y de la sublimidad del Dios amigo de los hombres” (Benedicto XVI, Disc. a los monjes de la abadía de Heiligenkreuz, 9-septiembre-2007).