domingo, 26 de abril de 2020

Formación para la liturgia (I)



Entre las tareas necesarias, ya sea en retiros, ya sea en predicaciones, ya sea en catequesis, ya sea incluso en artículos (Internet, boletines de formación, etc.), está la formación para la liturgia o la formación litúrgica de todos. Pero, ¿tan importante es? ¿De verdad es tan importante? ¡Sí! Y muchos males nos vienen hoy de la escasísima formación en liturgia que se adolece por todas partes.


            1. Más aún, hoy vemos que muchos, muchísimos, casi todos, se creen expertos en liturgia, con derecho a opinar y a hacer en la liturgia lo que quiera, introduciendo elementos ajenos y distorsionadores, porque todos creen que saben mucho de liturgia. Si acude un experto en bioética, todos callan y escuchan admirados, nadie pregunta y mucho menos nadie discute; si habla un jurista, todos intentan aprender la articulación interna del Derecho canónico; o si habla un exégeta, todos los presentes, embelesados, se dejan llevar por las últimas teorías hermenéuticas aplicadas al texto bíblico. Si habla un experto en liturgia… inmediatamente las manos están levantadas para rebatir, en virtud de un artículo que leyeron una vez, o de algo que un sacerdote dijo una vez, o, simplemente, por la propia opinión… La liturgia ha llegado a tal punto que es objeto de opiniones particulares que luego se plasman en celebraciones que difieren de una parroquia a otra que está al lado, en virtud de la “creatividad” de unos y otros, con un desconocimiento absoluto de la liturgia, de su teología, de su historia, de su espiritualidad, de su normativa.

            2. La liturgia no puede ser nunca objeto ni del capricho, ni de la arbitrariedad, ni de la última genial ocurrencia, ni de la creatividad salvaje[1]. Sin embargo, eso es lo que se vive en muchísimos sitios. En el terreno litúrgico se vivió, durante los años de la reforma litúrgica postconciliar, la sensación de vivir en un puro experimento, con cambios que se iban sucediendo uno tras otro, con ediciones provisionales y luego ediciones ya definitivas. Parecía que la liturgia era completamente mutable, cambiable… y por tanto cualquier podía hacer en su parroquia una adaptación “original”.

viernes, 24 de abril de 2020

Pinceladas (Palabras sobre la santidad - LXXXIV)



            Un santo es un fenómeno fascinante. Convergen en él tantas dimensiones que un análisis superficial no bastaría, o una mirada unidireccional… No se terminaría de comprender. El santo resume en sí muchas dimensiones, muchos aspectos distintos.



            Un santo es diáfano, es transparente, es luz. Su ser y su obrar no ocultan nada, ni hay segundas intenciones o torcidas maquinaciones. Se le ve puro, sencillo, transparente, es luz. Su presencia, su gesto, su palabra, ya iluminan. Despierta confianza y serenidad, no provoca prevención ni inseguridad ni alarma (eso sólo lo despiertan los hijos de las tinieblas, taimados, agazapados, nunca claros sino rebuscados).  Un santo así es como un astro en el cielo, brilla, ilumina… hay algo irresistible que dimana de su interior.

            El santo comprende al hombre. Hombre también, experimenta tentaciones y luchas muy duras, sabe de silencios y oscuridades, de sequedades, y asimismo de fragilidades y pecado porque él mismo ha caído. Esto le da una gran capacidad de comprensión del hombre, de la naturaleza humana: “ha participado de nuestras mismas tribulaciones y se halla por tanto en grado de comprender la grandeza y la miseria de nuestra condición humana” (Pablo VI, Hom. en la beatificación de 2 siervos de Dios, 30-octubre-1977). Incluso Dios ha permitido que el santo pase por muchas dificultades y tropiezas para que luego sea capaz de comprender, acoger, sanar y orientar a otros. No es rígido, no es inflexible, no es inmisericorde, no es duro: quien obra así está lejos de la santidad y no ha comprendido el frágil misterio de lo humano. El santo sí, por eso su mirada a lo humano es distinta, y pone su capacidad entera para comprender, consolar y confortar. La empatía es cualidad muy propia del santo.

miércoles, 22 de abril de 2020

Jesús en el Sagrario



¿Quién se contenta con ver la foto de alguien a quien quiere en vez de estar con él, salir juntos, comer, dar un paseo? Cuando se quiere a alguien, lo que se quiere es estar con él, convivir, compartir... y una foto es sólo un recordatorio y una suplencia. Nada puede sustituir la presencia de la persona querida. Por eso no nos detenemos sin más en las imágenes del Señor, por bellas que sean, por artísticamene bien labradas que estén..., sino que las imágenes de Cristo nos conducen a algo más: ¡¡a estar con Él de verdad!!


 
Tenemos la gran ventaja de su presencia real. Está muy cerca porque el Sacramento de la Eucaristía es su presencia real y en cada Sagrario está Él: basta acercarse, rezar de rodillas, mirar la puerta del Sagrario y la vela roja encendida cerca de él para estar en su presencia, disfrutar de su amor, gozar de su compañía, hablarle, interceder, conversar con Cristo. 

Ahí está: en cada Sagrario, ¡Jesús vivo!

Deberíamos abrir los ojos del corazón con sencillez, dilatar y ensanchar nuestra alma, encender nuestros afectos y devoción y asombrarnos de tan gran maravilla; será ocasión de ver la Belleza del Misterio de la Eucaristía, para contemplar y gozar de la potencia y Vida de Cristo Resucitado. Entonces, y sólo entonces, quedaremos fascinados por Cristo. 

domingo, 19 de abril de 2020

Santidad: reparación, abandono, Gracia




“No andéis preocupados por vuestra vida...” (Mt 6,25ss). “Todo sirve para el bien de aquellos a quienes Dios ama” (Rm 8,28).

“El camino que debe seguir cada fiel para llegar a ser santo es la fidelidad a la voluntad de Dios, tal como nos la expresan su Palabra, los mandamientos y las inspiraciones del Espíritu Santo. Al igual que para María y para todos los santos, también para nosotros la perfección de la caridad consiste en el abandono confiado, a ejemplo de Jesús, en las manos del Padre. Una vez más, esto es posible gracias al Espíritu Santo” (JUAN PABLO II, Audiencia general, 22-julio-1998).





                “En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo quiero ser el Amor”. Teresa de Lisieux buscaba cuál era su puesto en la Iglesia, siendo contemplativa, porque ella leía las Escrituras, veía las distintas vocaciones existentes en la Iglesia, como sacerdotes, como predicadores, catequistas, misioneros, se sentía identificada en cada uno de ellos, pero no podía serlo todos, hasta leyendo la primera carta a los Corintios encuentra el himno a la caridad: “ambicionad los carismas mayores, y aún es voy a mostrar un camino mejor”. Ahí descubre que su puesto en la Iglesia no es hacer grandes cosas, grandes actividades, o ministerios de tipo activo; que entre los miembros del cuerpo de Cristo hay uno que no se ve y es fundamental, el corazón, y que sin la vida que da el corazón a la Iglesia, ni los maestros enseñarían la fe ni los mártires derramarían su sangre. 

“En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo quiero ser el Amor”. Esa era su vocación, el amor, escondida en el Cuerpo de Cristo, escondida como monja carmelita descalza en un monasterio pequeño, con los roces propios de la convivencia entre unas y otras monjas. Allí, en ese puesto pequeñito, invisible, oculto a los ojos del mundo, descubrió que su vocación era estar en el corazón de la Iglesia, ser el amor. 

                Aquí nos muestra, nos señala, y nos sorprende, el camino de lo que se llama “católicamente” la reparación. Poner amor, ofrecer nuestro amor al Señor por todos aquellos que no le aman, por los pecadores, por los que viven su vocación cristiana de forma mediocre o tibia: poner amor para arrancar al Señor todo bien y toda gracia para la Iglesia. Reparar con nuestro amor, ofrecer nuestro amor. “En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo quiero ser el Amor”.

jueves, 16 de abril de 2020

Sentencias y pensamientos (XIII)

[Sobre el sacerdocio, y en general y por extensión, para la vida cristiana:]





6. El sacerdocio no es para vivir amargados, en constante tensión dramática, de lucha y superación, sino vivir en Cristo su vida pastoral de amor y transmisión de la vida nueva, de la santificación. Suaviza tu corazón.



7. Veo con claridad que el Señor pone deseos irrealizables de oración en el corazón de sus sacerdotes. Los pone para que le busquemos, pero nunca permite saciarlos. Se desea más tiempo, más calidad, más intensidad, más amor... pero hay una agenda, unas prioridades, unos trabajos que se acumulan y se multiplican y nos limita. Sin embargo, el deseo puesto por Dios nos recuerda nuestra primera necesidad, la comunión de vida y destino, comunión de amor con el Sacerdocio de Cristo. Es precioso que descubras tu función de orante por el Pueblo de Dios, y es que somos intercesores, oramos por nuestro pueblo cristiano, incluso antes que por nosotros mismos.



8. A la par que la plegaria personal, la vida litúrgica y sacramental, encuentros reales con el Resucitado, vívelos muy contemplativamente, que calen en las fibras de tu alma, que goces y experimentes el Misterio que tratas con tus manos. Lucha para evitar las distracciones, haz continuos actos de presencia de Cristo recordando la Verdad de lo que realizas, siendo instrumento transparente de Cristo por el Orden sacerdotal. Con piedad, con recogimiento.


martes, 14 de abril de 2020

La Pascua y la ofrenda de los contemplativos



La vida de cada monje, de cada monja, está en el centro del Misterio; se sitúa en el corazón de la Iglesia, en intimidad de amor nupcial con Cristo: 






“La contemplación monástica representa nada menos que el corazón palpitante de la Iglesia; no es propiamente un órgano particular, sino la energía central, que lleva la sangre de la vida total, sangre que da y conserva la vida, a todos los miembros particulares que se especializan por razón de su misión propia”[1]


Los contemplativos ofrecen sus vidas por bien de la Iglesia; la existencia de la monja tiene sentido cuando es ofrecida con amor reparador, amor de entrega, amor sacrificado, por la Iglesia, y todo lo que hace lo hace por la Iglesia, y todo lo ofrece en reparación por la Iglesia, en reparación por el pecado de los miembros de la Iglesia, en ofrecimiento sacrificial por la extensión del Reino, por la fecundidad apostólica de la predicación, de la evangelización; lo ofrece todo por la conversión de los pecadores, a favor de los débiles, los atribulados, los que son tentados.

La reparación de las consagradas contemplativas, vírgenes de Jesucristo, es eclesial, profundamente eclesial, por el bien de la Iglesia. De ese modo, además, el mundo entero entra en la clausura, pues debe encontrar un lugar en el corazón de cada comunidad monástica, que participa y se interesa y se ofrece por la salvación del mundo. 

La clausura no es aislarse egoístamente del mundo; es signo de una mayor unión y consagración por la salud del mundo; si en algún momento, la actitud espiritual de las monjas fuese de aislamiento y despreocupación de la Iglesia y del mundo, centrándose, egoístamente, en la propia perfección, mirando sólo lo interno del Monasterio, dedicados a prácticas de piedad personales, faltando la dimensión eclesial, la reparación y el ofrecimiento –como Cristo- por el mundo y en reparación por los pecados de los hombres, la vida monástica (que probablemente esté relajada en su interior, con frialdad espiritual) estará siendo infiel a lo que la Iglesia espera.

domingo, 12 de abril de 2020

La fe y la razón, relacionadas siempre



Son fecundas las relaciones entre la fe y la razón como modos de conocimiento; sin la fe (que también es conocimiento, pero superior) la razón se puede volver técnica, sin referencias, inhumana, y no podrá dar respuesta a las cuestiones más profundas del hombre ni ofrecer un sentido a la vida: será sólo ciencia y técnica, un pensamiento débil, la afirmación de la nada y del relativismo –todo da igual, cada uno decide lo bueno y lo malo-. Un mundo sin fe es un mundo triste y deshumanizado que se vuelve contra la persona y la vida.

             

Pablo VI ofrece su reflexión: 

“Aquí un nuevo modo de conocimiento puede integrar el conocimiento autónomo de la razón; el conocimiento por vía de fe, prestado por nosotros, o más bien misteriosamente otorgado a nosotros como don divino, a la palabra de Dios puede llenar nuestra alma de una luz verdadera y gozosa; una luz siempre incipiente, rebosante de revelaciones y de certezas, pero todavía enigmática (cf. 1Co 13,12), y que nos invita a un doble acto, de asentimiento confiado y de meditación exploradora. ¿Puede ser esto realidad en nuestros días? ¿Puede lograrse una regeneración del pensamiento del hombre moderno, estimulado para la búsqueda de la verdad científica, y capacitado para acoger y contemplar aquella Verdad, que constituye una sola cosa con la Vida?” (Catequesis, 14-noviembre-1973).

            La fe es la respuesta adecuada a la inteligencia humana y es su luz; la inteligencia es guiada por la fe para conocer más y mejor; y a su vez la fe que acepta busca entender y comprender. ¡Qué necesarios son para, siempre y hoy tal vez aún más, el pensamiento y la reflexión, la lectura, la formación, la catequesis, el estudio personal! ¡Cuán necesario se revela hoy un conocimiento sistemático, profundo, riguroso, de la fe para el laicado católico! El estudio de la fe y la formación del católico, además, es urgente por cuanto muchos planteamientos y conductas de creyentes, y muchas crisis y dudas son debidos a la ignorancia, a la poca consistencia de nuestro conocimiento:


viernes, 10 de abril de 2020

Rectitud de intención para discernir

Es imprescindible una clara rectitud de intención para buscar la voluntad de Dios y luego realizarla. Con una gran libertad de espíritu, estar dispuesto a acoger lo que Dios quiera, sea lo más agradable y a lo que uno esté más inclinado, sea lo más desabrido o lo que uno menos desea.

La rectitud de intención es libertad de espíritu para no identificar la voluntad de Dios con el propio capricho o, por el contrario, para no identificarla sin más con lo opuesto al propio gusto.



Es buscar con libertad de espíritu y acoger libremente; es buscar sólo lo que Dios quiere.

Para esta rectitud de intención se requieren algunas condiciones o cualidades:




                        a) Madurez humana:

El que ha llegado a distanciarse de la tutela paterna, de los educadores... para ser uno mismo en la vida (sin dependencias pueriles, tampoco por "autonomismo"). Cierta modestia y ausencia de sectarismo. Ausencia de inseguridad ante las propias reacciones afectivas. Ni las niego ni las tomo como norma. Las acepto como un hecho.


lunes, 6 de abril de 2020

A la Palabra proclamada (Respuestas - XI)




Las lecturas bíblicas, y su culmen, el Evangelio, están rodeados de ritos, gestos y aclamaciones, que disponen para su acogida y que manifiestan luego su asentimiento, su recepción, su acogida en la fe.

            Esto es algo común a todas las familias litúrgicas, a todos los ritos orientales y occidentales, aunque cada uno de ellos lo realiza de manera distinta, pero todos rodean de veneración la lectura de las santas Escrituras y le rinden honor a la Palabra divina con respuestas y con aclamaciones.



            El rito hispano-mozárabe anuncia la lectura, “Lectura de la profecía de Isaías” y el pueblo la recibe diciendo: “Demos gracias a Dios”. Cuando acaba la lectura, todos dicen: “Amén”, confirmando la acogida creyente. Antiguamente (hoy no se ha mantenido en el actual Misal hispano-mozárabe) el diácono, en el paso de las lecturas del Antiguo Testamento a la lectura apostólica, advertía: “Silentium facite!”, “Guardad silencio”, que es un aviso diaconal muy semejante al que veremos que realiza el diácono en la divina liturgia de S. Juan Crisóstomo y otras liturgias orientales.

            También el Evangelio es recibido con honor: cirios en incienso en procesión, saludo del diácono (“El Señor esté siempre con vosotros”) incensación, anuncio de la lectura y aclamación de los fieles: “Gloria a ti, Señor”. Comienza el Evangelio de un modo muy característico; en vez de decir “Jesús”, dice “Nuestro Señor Jesucristo”: “En aquel tiempo, nuestro Señor Jesucristo…” Concluye con el “Amén” de los fieles, ratificando y aclamando el Evangelio que acaba de ser proclamado.

sábado, 4 de abril de 2020

La santidad en las pequeñas cosas




“Todo cuanto hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres” (Col 3,23). “Todo cuanto hagáis, de palabra y de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús” (Col 3,17).

“En la “cotidianeidad” Dios nos llama a conseguir la madurez de la vida espiritual, que consiste en vivir de modo extraordinario las cosas ordinarias. En efecto, la santidad se alcanza en el seguimiento de Cristo, no evadiéndose de la realidad y de sus pruebas, sino afrontándolas con la luz y la fuerza de su Espíritu. Todo esto tiene su más profunda comprensión en el misterio de la cruz” (JUAN PABLO II, Ángelus, 1-septiembre-2002).

“Quienes preparan eficazmente el Reino de Dios son las personas que realizan de modo serio y honrado su actividad, sin aspirar a cosas demasiado elevadas, sino cumpliendo cada día con fidelidad los quehaceres humildes” (JUAN PABLO II, Ángelus, 2-septiembre-2001).



 
¿Quién es el más grande? ¡El que se hace más pequeño! El camino de la santidad aparece significado en la pequeñez de un niño. Hacerse pequeño por muy grande que uno sea o por muy grande que uno se crea ser; hacerse pequeño conlleva el pasar por debajo, no por arriba, de las leyes y de las obligaciones del propio estado. 

¿Cómo se santifica uno? Haciendo con amor aquello que tiene que hacer: el sacerdote como sacerdote, el casado como casado, el religioso como religioso. Cumpliendo todas las cosas con amor, no con gusto a lo mejor, pero sí con amor, para encontrar el camino de la santificación. Eso es hacerse pequeño. 

El grande se cree que está por encima de toda ley, de toda norma, y vive  haciendo su libre capricho, sin atender nada más que a su sentimiento impulsivo: deja sus obligaciones, o las realiza de forma mediocre para salir del paso. 

Hacerse pequeño es vivir y cumplir las obligaciones del propio estado, cada uno según lo que es, según aquello que el Señor le ha confiado.