Sabemos cómo, durante bastantes años, el amor a la Iglesia se vio disminuido en nombre del "falso profetismo" que arrogándose una función y un carisma populista, se dedicaba a contestar al Magisterio de la Iglesia, a cuestionar la enseñanza de la Iglesia y desprestigiarla, saliendo a la palestra pública, en diferentes medios de comunicación. Eran falsos teólogos, falsos pastores, lobos con piel de cordero.
Una oleada de disenso se extendió. Cualquiera afirmación de la Iglesia, del Papa o de los obispos, se veía inmediatamente refutada en público con voces airadas, llenas de arrogancia, no exentas de amargura. Un momento especialmente crudo ocurrió en 1968, cuando Pablo VI publicó su encíclica "Humanae vitae"; pero también volvió a ocurrir con Juan Pablo II, con presuntos teólogos firmando manifiestos, con grupúsculos que se autoconsideraban depositarios del espíritu evangélico, interlocutores válidos y únicos del Concilio Vaticano II al que aplicaban su hermenéutica y alardeaban del "espíritu del Concilio", al margen de sus textos y documentos conciliares.
La Iglesia era mirada con recelo. Se le oponía -¡con lenguaje y claves marxistas!- las bases, se hablaba de una "Iglesia popular", se desligaba del vínculo de comunión con Pedro. La ortodoxia se suplió por la praxis; la liturgia devino celebración meramente humana de sí misma, con un antropocentrismo reductor; la catequesis dejó de ser transmisión de la fe para ser grupos de reflexión y análisis social, y de trabajo afectivo mediante los sentimientos y la experiencia personal, convertida en criterio de todo.
Pero jamás el disenso y la contestación fueron signos del "buen espíritu" que en los cristianos ha de reinar; la hipercrítica a lo eclesial jamás puede venir del Espíritu Santo, como si éste trabajara por destruir su propia obra, la Iglesia.
Lo nuestro no puede ser ese aire ni ese tono; lo nuestro será el amor a la Iglesia, el poseer un gran sentido de Iglesia que vibre en nuestras almas y abra la inteligencia. ¿O acaso ya caducó la regla ignaciana: Debemos siempre tener para en todo acertar, que lo blanco que yo veo, creer que es negro, si la Iglesia jerárquica así lo determina, creyendo que entre Cristo nuestro Señor, esposo, y la Iglesia su esposa, es el mismo espíritu que nos gobierna y rige para la salud de nuestras ánimas, porque por el mismo Espíritu y Señor nuestro, que dio los diez Mandamientos, es regida y gobernada nuestra Santa Madre Iglesia (EE 365)?