La naturaleza del fiel seglar, su vocación y su misión, así como su inserción y lugar propio en la Iglesia, vienen determinadas por la impronta del Bautismo y de la Confirmación. Es importante descubrirlo, es necesario reconocerlo.
La Iglesia, con el Concilio Vaticano II, ha pronunciado palabras importantes sobre el laicado, no atribuyéndole nada que antes no tuviera o no fuera, sino impulsando a vivir con hondura y señalando el horizonte hacia el cual encaminarse. Han sido palabras -en sus documentos- de ánimo, estímulo y envío.
Tampoco ha sido una inversión de la Iglesia misma, ni mucho menos, otorgando una ficticia independencia "a la base" en palabras tan manejadas, oponiendo "la base" a la jerarquía. El laicado está en la Iglesia, es parte vivísima de la Iglesia y la jerarquía, o sea los pastores legítimamente constituidos, son los responsables de la guía pastoral de la Iglesia sin pretender crear una división de clases, una lucha de clases y una oposición nada evangélica.
Catequesis ésta sobre el laicado para considerar la naturaleza y la dignidad del fiel laico correctamente sin desviaciones ni reduccionismos ideológicos ni prejuicios provenientes de la secularización.
"En el curso de esta breve conversación nos parece indispensable resumir algunas afirmaciones fundamentales, lo que la Iglesia piensa de vosotros, queridos seglares católicos. Como los navegantes, en el curso de su itinerario a través de la inmensidad del mar, “fijan el rumbo”, es decir, determinan su posición y su orientación, así también nos parece que vuestro tercer Congreso mundial requiere que se pongan en evidencia las adquisiciones doctrinales proclamadas por la Iglesia en esta fase más reciente de su historia, y especialmente en el Concilio Vaticano II.
Reconocimiento solemne de la Iglesia a los seglares
No se trata de cosas nuevas, pero sí de cosas ciertas, importantes, y, para vosotros que las escucháis y las meditáis aquí, cosas fecundas y de una inmensa riqueza vital. He aquí la primera: la Iglesia ha tributado al seglar, miembro de la sociedad a la vez misteriosa y visible de los fieles, un reconocimiento solemne. He ahí, permítasenos la palabra, una antigua novedad. La Iglesia ha reflexionado sobre su naturaleza, sobre su origen, sobre su historia, sobre su aspecto “funcional”, y ha dado la más digna y rica definición del seglar que a Ella pertenece: le ha reconocido como incorporado a Cristo, sin desconocer, por ello, su característica peculiar, que es la de ser un hombre de este siglo, un ciudadano de este mundo que se ocupa de las cosas terrestres, que ejerce una profesión profana, que tiene una familia, que se entrega, en todos los dominios, a los estudios y a los intereses temporales.