Cada nuevo Adviento supone un estímulo, una llamada de alerta, para despertar. Así, constantemente, la liturgia nos hará oír la apremiante invitación de san Pablo:
"Ya es hora de despertar del sueño; la noche está avanzada, el día se echa encima. Dejemos las actividades de las tinieblas..."
Un nuevo Adviento, es decir, un nuevo tiempo de gracia para vigilar y despertar del sueño, hermano de la muerte, que nos paraliza. Despiertos y con las lámparas encendidas, vigilantes, atentos para que cuando venga el Señor y llame, se le abra inmediatamente la puerta.
Embotar los sentidos espirituales y el alma es cerrarse a percibir los signos, la presencia y la voz del Señor. No es eso lo nuestro, lo específicamente cristiano; más bien es la vigilancia, el cuidado atento, y nace de un corazón que ama y espera a Cristo como lo mejor y más deseado.
Por eso el Adviento marca bien y profundamente la vida cristiana, si nos dejamos empapar de sus claves litúrgicas y espirituales: nos hará salir de nuestro letargo.
"Hoy iniciamos en toda la Iglesia el nuevo Año litúrgico: un nuevo camino de fe, a vivir juntos en las comunidades cristianas, pero también, como siempre, a recorrer dentro de la historia del mundo, para abrirla al misterio de Dios, a la salvación que viene de su amor. El Año litúrgico empieza con el Tiempo de Adviento: tiempo estupendo en el que se despierta en los corazones la espera de la vuelta de Cristo y la memoria de su primera venida, cuando se despojó de su gloria divina para asumir nuestra carne mortal.
“¡Velad!”. Este es el llamamiento de Jesús en el Evangelio de hoy. Lo dirige no sólo a sus discípulos, sino a todos: “¡Velad!” (Mt 13,37). Es una llamada saludable a recordar que la vida no tiene sólo la dimensión terrena, sino que es proyectada hacia un “más allá”, como una plantita que germina de la tierra y se abre hacia el cielo. Una plantita pensante, el hombre, dotada de libertad y responsabilidad,por lo que cada uno de nosotros será llamado a rendir cuentas de cómo ha vivido, de cómo ha usado las propias capacidades: si las ha conservado para sí o las ha hecho fructificar también para el bien de los hermanos.
También Isaías, el profeta del Adviento, nos hace reflexionar hoy con una sentida oración, dirigida a Dios en nombre del pueblo. Reconoce las faltas de su gente, y en un cierto momento dice: “Nadie invocaba tu nombre, nadie salía del letargo para adherirse a tí; porque tu nos escondías tu rostro y nos entregabas a nuestras maldades” (Is 64,6). ¿Cómo no quedar impresionados por esta descripción? Parece reflejar ciertos panoramas del mundo postmoderno: las ciudades donde la vida se hace anónima y horizontal, donde Dios parece ausente y el hombre el único amo, como si fuera él el artífice y el director de todo: construcciones, trabajo, economía, transportes, ciencias, técnica, todo parece depender sólo del hombre. Y a veces, en este mundo que parece casi perfecto, suceden cosas chocantes, o en la naturaleza, o en la sociedad, por las que pensamos que Dios pareciera haberse retirado, que nos hubiera, por así decir, abandonado a nosotros mismos.
En realidad, el verdadero “dueño” del mundo no es el hombre, sino Dios. El Evangelio dice: “Así que velad, porque no sabéis cuándo llegará el dueño de la casa, si al atardecer o a media noche, al canto del gallo o al amanecer. No sea que llegue de improviso y os encuentre dormidos” (Mc 13,35-36). El Tiempo de Adviento viene cada año a recordarnos esto para que nuestra vida reencuentre su justa orientación hacia el rostro de Dios. El rostro no de un “amo”, sino de un Padre y de un Amigo" (Benedicto XVI, Ángelus, 27-noviembre-2011).
Esperamos porque amamos.
Este Adviento -como el único, como si fuera único- puede suscitar en nosotros una espera renovada de Cristo, una vigilancia y atención llenas de amor.
¡Ven, Señor Jesús!
Comenzamos el tiempo litúrgico del Adviento y las lecturas hacen una profunda reflexión sobre el tiempo: “al final de los días” (Isaías), “ya es hora de despertar” (san Pablo) “Cuando venga el Hijo del Hombre” (Mateo 25).
ResponderEliminarEl católico debe ser sensible al tiempo porque el tiempo es oportunidad que, aprovechada, es gracia. El tiempo es el recinto de las promesas y el camino hacia su cumplimiento. Nosotros no vivimos al ritmo de las circunstancias pues debemos tener el corazón educado en las promesas, en la expectante alegría de Dios que viene; el tiempo es Adviento pues nosotros esperamos a Dios y Él espera que nosotros demos fruto.
“Ved como vivís porque los tiempos son malos” nos reitera la Escritura, “escapad de esta generación perversa” dice Pedro. Tenemos que leer los signos de los tiempos porque es necesario aprovechar cada oportunidad que Dios nos da, así el tiempo se convierte en un encuentro con el Señor.
Los hebreos eran muy sensibles a la concepción de una meta para la historia. Así Isaías nos dice “¿Hay algún monte- seguridad en sentido bíblico- que permanezca?” ¿Dónde tengo puesta mi seguridad? Nos dice Isaías que la única altura firme es el monte del Señor, el Señor.
“Pertrechémonos con las armas de la luz” nos dice Pablo porque desde el principio hay un combate entre la luz y las tinieblas por eso, continúa el apóstol, “revestíos del Señor Jesús”. Como en su época el vestido cubría totalmente el cuerpo, el apóstol quiere subrayarnos que debemos revestir todo lo que somos de Cristo, poner todo bajo su obediencia y protección y rogarle nos revista de Sí Mismo. Esta es la manera de vivir el Adviento y, es más, la manera de ser católico.
Mi amigo fraile, que es muy simpático, cuenta que el católico al estar en el mundo debe revestirse con esos trajes que se utilizan para desmontar armas químicas o para enfermedades contagiosas (todos lo hemos visto en la tele con el Ébola), y ese traje es Cristo.
Aquel día los montes destilarán dulzura y las colinas manarán leche y miel. Aleluya (de las antífonas de Laudes)