Conviene, como una nota, una señal, un recordatorio para todos, entrar de vez en cuando en el ejercicio del ministerio sacerdotal, en sus notas, en sus características, en su vertiente de "officium amoris" (ministerio de amor), en su espiritualidad.
La visión secularizada del sacerdote lo ha reducido a líder o animador de la comunidad, o aquel que sólo se debe reducir a tareas seculares, sociales o benéficas. Pero el ministerio es una identidad del propio ser con Jesucristo Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia, mediante el sacramento del Orden. Posee rasgos distintivos propios, aquellos que le vienen del sacramento, para el servicio de la Iglesia. Por eso conviene tanto para el sacerdote la santidad, para ser una transparencia e icono, imagen visible, de Cristo.
En una alocución al clero romano, que cada año se tiene en Cuaresma, el Papa Pablo VI les ofrece a los sacerdotes de su diócesis de Roma tres certezas sobre las que crecer y robustecerse.
"Ante todo, la certeza de ese nexo original, irrevocable, inefable que os une a Cristo y que llamamos sacerdocio.
El sacerdocio no es un simple oficio eclesiástico, un simple servicio prestado a la comunidad; es un sacramento, una santificación interior consistente en la colación de especiales y portentosos poderes que capacitan al sacerdote para obrar 'in persona Christi' y por ello le confieren un 'carácter' especialísimo, indeleble, que lo califica ante Cristo como su instrumento vivo y con ello le pone en especial e inagotable relación de amor con Cristo: "Vos amici me estis" (Vosotros sois mis amigos, Jn 15,14). Nuestra vida espiritual debería alimentarse constantemente con la conciencia de nuestra ordenación y de la elección amorosa que Cristo hizo de nosotros: "Ego vos eligi" (Yo os he elegido, Jn 15,16) y no experimentaría oscilaciones de duda y de tibieza si esta inmanente voluntad amorosa y potente de Cristo de querer actuar mediante nuestra humilde persona, siempre disponible para Él, la descubriésemos como una invitación a una intimidad confiada.