La conciencia es el órgano
interior que nos permite reconocer la
Verdad y adecuar nuestra vida a la Verdad. Pero la
conciencia necesita del silencio para hacerse oír. “La conciencia es el núcleo
más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con
Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla” (GS 16).
Con
palabras de Juan Pablo II en la
Veritatis splendor: “la conciencia, en cierto modo, pone al
hombre ante la ley, siendo ella misma «testigo» para el hombre: testigo
de su fidelidad o infidelidad a la ley, o sea, de su esencial rectitud o maldad
moral. La conciencia es el único testigo. Lo que sucede en la intimidad de la
persona está oculto a la vista de los demás desde fuera. La conciencia dirige
su testimonio solamente hacia la persona misma. Y, a su vez, sólo la persona
conoce la propia respuesta a la voz de la conciencia” (VS 57). El testimonio de
la conciencia dirigirá al hombre si éste es capaz de escuchar este testimonio,
entrando en diálogo consigo mismo:
“Nunca se valorará adecuadamente la importancia de este íntimo diálogo
del hombre consigo mismo. Pero, en realidad, éste es el diálogo del
hombre con Dios, autor de la ley, primer modelo y fin último del hombre.
«La conciencia —dice san Buenaventura— es como un heraldo de Dios y su
mensajero, y lo que dice no lo manda por sí misma, sino que lo manda como
venido de Dios, igual que un heraldo cuando proclama el edicto del rey. Y de
ello deriva el hecho de que la conciencia tiene la fuerza de obligar». Se puede
decir, pues, que la conciencia da testimonio de la rectitud o maldad del hombre
al hombre mismo, pero a la vez y antes aún, es testimonio de Dios mismo, cuya
voz y cuyo juicio penetran la intimidad del hombre hasta las raíces de su alma,
invitándolo «fortiter et suaviter» a la obediencia” (VS 58).
El silencio
interior hace aflorar la voz de la conciencia que guía y conduce. El hombre
debe lograr acallar tantos ruidos, hacer silencio, y dialogar con la conciencia
que le conduce a la Verdad:
“Sobre todo en el recogimiento de la conciencia, donde nos habla Dios,
se aprende a contemplar con verdad las propias acciones, también el mal
presente en nosotros y a nuestro alrededor, para comenzar un camino de
conversión que haga más sabios y mejores, más capaces de generar solidaridad y
comunión, de vencer el mal con el bien” (Benedicto XVI, Hom. en el Te Deum,
31-diciembre-2012).
“Es necesario el silencio. Es
necesario que la pantalla psicológica de nuestra receptividad esté, durante
algún instante al menos, despejada, libre y tranquila. Es necesario que cada
uno de nosotros retorne un momento en sí mismo (in se reversus: Lc 15,7). El oído interior se ponga en estado de
escucha; en primer lugar de los ecos, tumultuosos al principio, tranquilos
después, de la propia conciencia, de la propia personalidad individual, única y
sola, y nunca completamente explorada; y luego hecha eco ella misma de otra voz
finalmente perceptible, la voz de la conciencia religiosa, la voz del Espíritu
de Dios, “que enseña toda verdad” (cf. Jn 16,13)… Nosotros, hombres modernos,
debemos rehacernos esta celda interior, defendida del bullicio exterior, donde
se escuchan los pasos y después la voz del Dios que viene” (Pablo VI, Aud.
General, 1-diciembre-1971).
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