Porque en el misterio que hoy celebramos,
Cristo, el Señor, sin dejar la gloria del Padre,
se hace presente entre nosotros de un modo nuevo:
el que era invisible en su naturaleza
se hace visible al adoptar la nuestra;
el eterno, engendrado antes del tiempo,
comparte nuestra vida temporal
para asumir en sí todo lo creado,
para reconstruir lo que estaba caído
y restaurar de este modo el universo,
para llamar de nuevo al reino de los cielos
al hombre sumergido en el pecado.
Cristo, el Señor, sin dejar la gloria del Padre,
se hace presente entre nosotros de un modo nuevo:
el que era invisible en su naturaleza
se hace visible al adoptar la nuestra;
el eterno, engendrado antes del tiempo,
comparte nuestra vida temporal
para asumir en sí todo lo creado,
para reconstruir lo que estaba caído
y restaurar de este modo el universo,
para llamar de nuevo al reino de los cielos
al hombre sumergido en el pecado.
“Cristo, el Señor, sin dejar la gloria del Padre,
se hace presente entre nosotros de un modo nuevo”.
Es Hijo de Dios y es Hijo del hombre; Dios es su Padre, en la naturaleza humana es María su madre. Este modo es nuevo y distinto. Cristo estaba siempre presente como Logos, como Palabra creadora, pues todo halla su consistencia en Él. Ahora sigue presente, pero el modo es nuevo, es al modo humano. No por ello deja de ser Dios, ni dejar la gloria del Padre, pero ¡es todo tan distinto en esta etapa final!
“El que era invisible en su naturaleza
se hace visible al adoptar la nuestra”.
Sólo así era posible conocerle: viéndole, para que viéndole le amemos. Era el gran deseo y súplica de los profetas y salmos: “déjame ver tu rostro”. Ahora el rostro de Dios es Cristo encarnado, un Niño nos ha nacido. Somos nosotros los que podemos gozar de la petición de los profetas y justos del Antiguo Testamento.
“El eterno, engendrado antes del tiempo,
comparte nuestra vida temporal”.
Cristo fue engendrado, no creado, porque si hubiese sido creado no sería Dios y tendría un principio, un inicio. Pero Él es Dios, estaba fuera del tiempo, pero al encarnarse comparte nuestra temporalidad, lo caduco que somos, las limitaciones de lo humano, de la criatura. ¡Dios y hombre!, compartiendo todo lo nuestro. Desde entonces todo lo humano halla eco en el Corazón de Dios de modo nuevo.