Nació en Dalmacia (región situada entre Hungría y Croacia) en 347 de familia cristiana; en su juventud es enviado por sus padres a Roma a proseguir su formación, y allí se apasiona con la lectura de los clásicos latinos (Virgilio, Horacio, Quintiliano, Séneca...). En los años de Roma llevó una vida algo disipada que siempre le produjo pesar en su conciencia; en Roma recibe el Bautismo. Luego su periplo existencial atraca en diversos puertos: primero Tréveris, vuelve a su tierra, se marcha a Aquileya creando un eremitorio con sus amigos, va a Antioquía de Siria y recibe clases de Escritura, se retira a un desierto cercano y estudia hebreo, vuelve a Antioquía en 377, es ordenado presbítero y de nuevo a Roma. Aquí lo conocerá san Dámaso, Papa de origen español, que lo hará su secretario pero además le encomendará la gran tarea de una traducción latina de las Escrituras, que se hacía imprescindible, por la variedad de traducciones de los distintos códices. Esta traducción de san Jerónimo de gran parte de la Biblia será la “Vulgata”, tarea gigantesca que convierte a Jerónimo en un clásico. Tras la muerte de san Dámaso, Jerónimo abandona Roma para instalarse en Belén, en una vida ascética, dirigiendo el monacato femenino por él iniciado, entregado a los estudios bíblicos y a proseguir con la traducción latina. Murió en el Señor el 30 de septiembre de 420.
San Jerónimo es un exponente vital de un principio teológico que dice “la gracia no suple la naturaleza, sino que la perfecciona”, es decir, Dios obra en nuestra naturaleza pero no la cambia, la eleva, cada cual es el que es, posee una forma de ser y un carácter que la santidad no modifica sino que eleva. ¿Por qué esta afirmación? San Jerónimo posee un carácter rudo, áspero, demasiado fuerte, que lo lleva a tener conflictos con todos por sus salidas fuera de tono, su correspondencia casi insultante. En la primera experiencia de eremitorio, su carácter hizo imposible la convivencia y se disolvió. Su íntimo amigo Rufino de Aquileya, que trabajó con él y lo acompañó durante años, se tuvo que distanciar y acabaron enfrentados; algo semejante le ocurre con san Agustín mediante las epístolas que intercambian, siendo san Agustín el que prefiere suavizar y contemporizar ante las violentas respuestas que Jerónimo le envía...
Pues sí, se puede ser santo con un carácter tan difícil. La gracia eleva el corazón, pero cada uno conserva el temperamento natural que recibió y el carácter que se forjó. No todos los santos son dulces en sus formas, ni comedidos en sus palabras, ni con una sonrisa permanente en sus labios; también los hay duros, fuertes, secos, ásperos, bruscos: ¡pero es que amaron a Jesucristo con pasión!, y en eso consiste la santidad.
¿Qué hacer pues?
-Conocer la Palabra de Dios
-Dedicar un rato semanal a la lectio divina (un texto que se lee, se medita estudiando, se ora y se contempla en silencio).
Con razón las oraciones de la Misa de san Jerónimo suplican: “Tú que concediste a san Jerónimo una estima tierna y viva por la Sagrada Escritura, haz que tu pueblo se alimente de tu palabra con mayor abundancia y encuentre en ella la fuente de la verdadera vida” y también suplicamos que “mueva el corazón de tus fieles para que, atentos a la divina palabra, conozcan el camino que deben seguir y, siguiéndolo, lleguen a la vida eterna”.