3.8. Alegría y esperanza
No
se puede estar triste ni la angustia puede consumir cuando está Dios, verdadera
y única fuente de eterna alegría, serenidad y paz. En su Hijo, nacido por
nosotros, nos ha mostrado hasta qué punto nos ama: ¿cómo estar triste? “Cristo,
Palabra eterna, que al venir al mundo anunciaste la alegría a la tierra, alegra
nuestros corazones con la gracia de tu visita” (25 dic).
Nace
y nos da esperanza, un futuro, unas promesas que sabemos que cumplirá porque
siempre se está mostrando Fiel. Nuestra alegría está colmada de esperanza: “Oh
Cristo, nuevo Adán, que renovaste al hombre caduco y nos preparaste una mansión
en tu reino, te pedimos que levantes la esperanza de los que se sienten
oprimidos” (2 ene).
Ha
nacido y su Presencia se prolonga por los siglos en el sacramento eucarístico y
cada altar es Belén, la “Casa del Pan”, que ésa es su traducción, que sostiene
e infunde alegría y esperanza: “Tú que por nosotros te hiciste pan vivo para la
vida eterna, alegra nuestros corazones con el sacramento de tu altar” (9 ene).
3.9. El amor divino y cristiano
El
Amor desbordante de Dios se ha manifestado en su Hijo y en Él nos lo ha dado
todo. La experiencia cristiana, desde ese momento, está marcada por ese amor,
vive de ese amor, sirve con amor.
Los
días de Navidad son explosión de júbilo por el amor de Dios, que precede, que
lo abarca todo y a todos, y que es redentor. La liturgia de Navidad canta el
amor de Dios: “Dios todopoderoso, Padre de nuestro Señor Jesucristo, en estos
días en que la Iglesia
celebra tu amor salvífico, dígnate acoger benigno nuestras alabanzas” (29 dic).
El
amor de Dios, acogido, transforma completamente: ahora se puede amar de un modo
nuevo y pleno, ahora es posible la fraternidad, el amor fraterno: “Hijo de
Dios, que en el principio estabas junto al Padre y, en el momento culminante de
la historia, has querido nacer como hombre, haz que todos nos amemos como
hermanos” (30 dic).
Nuestro
amor es una participación en el amor divino; amamos con su amor; le respondemos
con amor porque Él nos amó primero (cf. 1Jn 4,19); y ese amor, que es difusivo
de sí, nos permite donarnos a los demás: “Hijo de Dios, que nos has revelado el
amor del Padre, haz que también nuestra caridad manifieste a los hombres el
amor de Dios” (4 ene).
Por
ese amor de Dios, y como consecuencia, se aborrece toda discriminación y todo
desprecio a los demás; se ama y se sirve a todos por igual, especialmente a los
más pequeños, a los más necesitados de mil pobrezas: “Señor del cielo, que
desde tu solio real bajaste a lo más humilde de la tierra, enséñanos a honrar
siempre a nuestros hermanos de condición más humilde” (5 ene).
El
amor de Dios eleva mientras el pecado abaja, vuelve carnales y terrenos. Si ya
en Adviento, en una oración de postcomunión suplicaba la Iglesia que “sopesemos los
bienes de la tierra amando intensamente los del cielo”, ahora al conocer el
amor de Dios se ruega: “Oh Cristo, luz eterna, que al asumir nuestra carne no
fuiste contaminado por nuestro pecado, haz que tus fieles, al usar de los
bienes de este mundo, no se vean embrutecidos por ellos” (5 ene). El amor es
criterio y medida para usarlo todo, si conviene, pero no atarnos a nada, sino
buscar los bienes del cielo, donde el amor nos hace llegar y desear: “Oh
Cristo, contemplado por los ángeles, danos a gustar ya en la tierra de los
bienes de tu reino” (Epifanía).
Al
amor de Dios sólo se le puede responder con amor, entregándole todo, sin
reservarse nada, amándole con todo el corazón, las fuerzas, la mente, amándole
y ofreciéndole todo: “Con todos los santos, que han sido testigos de la Iglesia, te consagramos
nuestra vida de todo corazón” (10 ene). Entonces, a través nuestra, brillará el
amor de Dios con nuestros gestos, palabras y obras: “Hijo de Dios, que nos has
manifestado el amor del Padre, manifiéstalo a los hombres por medio de nuestra
caridad fraterna” (12 ene).