3.3. El pecado presente
Como
sólo necesitan médico los enfermos, no los sanos (cf. Mt 9,12), el primer paso
es mostrar las llagas del pecado y no esconderlas, descubrir ante el Salvador
la propia verdad personal.
La Cuaresma es tiempo de
perdón y reconciliación y por ello es tiempo de confesión del propio pecado.
Este aspecto penitencial está muy presente para que se dé un verdadero proceso
de conversión.
Se
confiesa una situación de debilidad interior, de un espíritu herido y sufriente
por el pecado: “Tú, Señor, que eres médico de los cuerpos y de las almas, sana
las dolencias de nuestro espíritu, para que crezcamos cada día en santidad”
(Dom I). Se comienza la jornada cuaresmal con una viva conciencia del pecado e
impetrando misericordia: “Reconocemos, Señor, que hemos pecado; perdona
nuestras faltas por tu gran misericordia” (Mart I). No ocultamos ni creemos,
farisaica y soberbiamente, que somos buenos, justos e impolutos, sino que
descubrimos nuestro ser pecador ante Dios: “Perdona, Señor, nuestros pecados, y
dirige nuestra vida por el camino de la sencillez y de la santidad” (Juev II).
Y
como los pecados no son neutros, sino que afectan al orden y lesionan la
justicia, merecen su castigo justo que retribuya el daño hecho. Sólo
reconociéndolo y pidiendo perdón podemos hallar misericordia y salvación:
“Concédenos la abundancia de tu misericordia, y perdona la multitud de nuestros
pecados y el castigo que por ellos merecemos” (Sab I).
La
confianza radica en Jesús crucificado que ofrece el perdón: “Tú que clavado en
la cruz perdonaste al ladrón arrepentido, perdónanos también a nosotros,
pecadores” (Vier II).
Los
pecados siempre son concretos y no generalidades abstractas, difusas. En las
preces de Laudes tenemos ejemplos claros, pidiendo perdón por pecados concretos
que iluminan la conciencia moral y, de paso, la forman. Un pecado real es todo
aquello que genera divisiones y enfrentamientos, rompiendo la concordia y la
comunión, también los que afectan a la comunión eclesial: “Perdona, Señor, las
faltas que hemos cometido contra la unidad de tu familia y haz que tengamos un
solo corazón y un solo espíritu” (Lun I), “haz que, con tu ayuda, venzamos toda
disensión” (Dom II).
El
pecado es malicioso, es decir, contiene maldad e intención y no es meramente un
fallo de carácter, por eso se ruega: “aleja de nuestra vida toda maldad” (Vier
I). Es la voluntad personal que se opone a Dios y al Bien, lo rechaza, no se
somete y emprende caminos tortuosos, como Israel, “casa rebelde” (Ez 2,5; 12,1): “sana, Señor, nuestras voluntades
rebeldes y llénanos de tu gracia y de tus dones” (Vier I).