Escribo esto después de haber leído y predicado un versículo del evangelio de la Samaritana: "Si conocieras el don de Dios..."
¡Ay!, si lo conociéramos de verdad y no de oídas -como decía Job-, si lo conociéramos y nos hubiera impactado... ¡qué distinto sería todo!
Si conociéramos el don de Dios, seríamos verdaderos creyentes y Dios sería el centro de todo lo mío, de todo lo nuestro, de lo que somos, sentimos, vivimos, soñamos...
Si conociéramos el don de Dios, estaríamos transformados en nuestras relaciones con los demás, con un apostolado verdadero que condujera a Dios, con una caridad exquisita, una educación amable, un trato respetuoso absolutamente a todos, sin despreciar ni humillar ni menospreciar...
Si conociéramos el don de Dios, ofreceríamos el auténtico culto en Espíritu y Verdad, culto racional (Rm 12,1), culto de toda la vida ofrecida, entregada, ungida por el Espíritu Santo, sin beateríos ni oraciones precipitadas para que nos vean, sino la plegaria cordial, sincera, silenciosa, amante...
Si conociéramos el don de Dios... no idolatraríamos a nadie, erigiéndole un pedestal en el corazón, y girando nuestra vida en torno al ídolo fabricado al que solo le vemos gracias y virtudes y cuyos defectos los tomamos con simpatía y gracia como si no fueran tales, necesitanos girar en torno al ídolo, estar con el ídolo, acaparar y absorber al ídolo... ¡Si conociéramos el don de Dios!
Entonces, si lo conociéramos, veríamos que sólo Dios puede colmarnos.