Es evidente que el modo, el
estilo, de celebrar la liturgia un obispo o un sacerdote va marcando a los
fieles poco a poco, influye en la manera en que todos los demás van a vivir la
liturgia porque, insensiblemente, a la larga, el modo de un sacerdote va
educando al pueblo cristiano.
Por
eso es tan primordial que sacerdotes y obispos celebren bien, centrados en el
Misterio, siguiendo las prescripciones de los libros litúrgicos sin quitar
nada, cambiar o añadir, sumergiéndose en Dios con espíritu de fe y sin estar
distraídos.
Nuestra
liturgia es muy rica, pero para que estas riquezas beneficien la vida
espiritual de todos los fieles cristianos, sean un manantial de espiritualidad,
habrá que cortar de raíz tantos abusos (grandes o pequeños) que se cometen,
tantos inventos en la liturgia, tantos modos vulgares, secularizados, de
celebrar y vivir la liturgia. Esto provoca que apenas se dé unidad en la
liturgia y se varíe muchísimo de un sacerdote a otro, o de una parroquia a
otra, porque cada cual hace y deshace a su antojo (salvada la buena voluntad).
Hay
que volver a algo tan elemental como que todos se ajusten a lo que marcan las
normas litúrgicas y cultivar un espíritu orante en la liturgia, con dignidad,
unción y fervor. Benedicto XVI lo tenía muy claro e insistía en ello:
“La garantía más segura para que el
Misal de Pablo VI pueda unir a las comunidades parroquiales y sea amado por
ellas consiste en celebrar con gran reverencia de acuerdo con las
prescripciones; esto hace visible la riqueza espiritual y la profundidad
teológica de este Misal” (Carta a los Obispos que acompaña al Motu proprio
Summorum Pontificum, 7-julio-2007).