La santidad no ha pasado de moda;
muy al contrario, está recobrando el lugar que le pertenece y que nunca hubiera
debido perder. ¿Por qué y cómo ocurrió? Muchos, en el inmediato postconcilio,
arrasaron con todo. El culto a los santos, la devoción a los santos –en
ocasiones mezcladas con formas de superstición en la religiosidad popular- en
vez de cuidarse y, si era necesario, purificarse, fue suprimido. La santidad
parecía caducada ya, y ahora había que buscar el “compromiso”, la “solidaridad”
y un cristianismo exclusivamente “social” más parecido a una ética filosófica o
política que al seguimiento y comunión con Jesucristo.
Pero,
¿habían leído los textos conciliares o se basaban en el “espíritu del Concilio”
(¡inexistente!) que reinterpretaba o inventaba los documentos promulgados? Porque
ya en la primera Constitución dogmática, Lumen gentium, se urgía a la santidad
de todo el Pueblo de Dios y a la llamada universal a la santidad. Poco a poco,
la santidad fue recuperando su espacio y convirtiéndose en eje central para la
vida cristiana: las numerosas beatificaciones y canonizaciones celebradas desde
entonces fueron un aliciente y una catequesis de la Iglesia para todos, en todos
los estados de vida.
Así
los santos son puestos en la
Iglesia hoy como luz que alumbra a todos los de casa (cf. Lc
11,33), ejemplares acabados del seguimiento de Cristo hasta sus últimas
consecuencias, milagros vivos de lo que la gracia realiza, una nueva y
actualizada traducción del Evangelio vivido. Ellos son plenamente maduros,
desarrollados, adultos en Cristo, que nada se le ha quitado a su humanidad sino
que ha sido plenificada. Nunca ensimismados en sí mismos, se dieron a Dios por
completo y sirvieron generosamente a sus hermanos.