1. En el hombre hay un sentido
religioso natural, aunque parezca a veces adormecido o disimulado
(culturalmente, socialmente, hoy no está de moda). Tiene todo hombre una sed de
felicidad, de vida y de trascendencia que le hace siempre desear algo más, ser
algo más de lo que ya es, esperar algo más que responda a ese deseo, necesidad
y carencia que descubre.
Ese es el sentido religioso que lo conmueve ante
determinadas experiencias que le son profundamente significativas y que le
abren a la trascendencia y al Misterio: la experiencia de un nacimiento o del
fallecimiento de un ser querido; la experiencia del afecto sincero, noble y
limpio (del matrimonio, de la paternidad o filiación, de la amistad); el
espectáculo admirable de la creación en su belleza y orden (un amanecer, una
puesta del sol, un bosque, el mar...) o ante una obra artística que con su
perfección y líneas mueve al hombre en sus resortes afectivos, estéticos y espirituales
(por ejemplo, una ilustración mozárabe, un lienzo, una catedral gótica, un
bello edificio renacentista, un templo barroco, o las notas de una Misa
barroca, de un Concierto de órgano, de una Sinfonía romántica, etc., etc.).
La
verdadera y genuina cultura humana es demostración de ese sentido religioso que
todo lo impregna y en todo se expresa. Esas experiencias son manifestación del
espíritu religioso del hombre: busca experiencias trascendentes, necesita
respuestas a los interrogantes profundos, a las cuestiones en las que se
resuelve su sentido y su Destino, quiere alcanzar y tocar el Misterio, el Ser Supremo,
Dios mismo.
2. Todas y cada una de las religiones han tratado de dar
respuesta al espíritu humano; todas y cada una de ellas son intentos, más o
menos logrados, más o menos certeros, por llegar a Dios, que es el impulso y
deseo último del hombre. Las religiones son proyecciones del sentido religioso
del hombre en su corazón -sentido creado por Dios para que el hombre le busque,
dicho sea de paso-.
Pero la gran novedad, el Acontecimiento mayor que todo lo
determina, es que en un momento concreto de la historia de los hombres, es Dios
quien ha salido a buscar al hombre; ya los hombres no tienen que construir
caminos religiosos para alcanzar a Dios; ahora es Dios quien se ha hecho el
Camino –Jesucristo, Camino, Verdad y Vida- para encontrarse con los hombres y admitirlos
en su Compañía. Se invierten los términos. Dios entra en la historia buscando
al hombre.
Juan Pablo II lo pregonaba así, y pese a la extensión de
la cita, el contenido es tan fundamental de la novedad del cristianismo, que
conviene traerla entera a colación:
“Los libros de la Antigua Alianza son así testigos permanentes de una atenta pedagogía divina. En Cristo esta pedagogía alcanza su meta: El no se limita a hablar “en nombre de Dios” como los profetas, sino que es Dios mismo quien habla en su Verbo eterno hecho carne. Encontramos aquí el punto esencial por el que el cristianismo se diferencia de las otras religiones, en las que desde el principio se ha expresado la búsqueda de Dios por parte del hombre. El cristianismo comienza con la Encarnación del Verbo. Aquí no es sólo el hombre quien busca a Dios, sino que es Dios quien viene en Persona a hablar de sí al hombre y a mostrarle el camino por el cual es posible alcanzarlo... El Verbo Encarnado es, pues, el cumplimiento del anhelo presente en todas las religiones de la humanidad: este cumplimiento es obra de Dios y va más allá de toda expectativa humana. Es misterio de gracia.
En Cristo la religión ya no es un “buscar a Dios a tientas” (cf. Hch 17, 27), sino una respuesta de fe a Dios que se revela: respuesta en la que el hombre habla a Dios como a su Creador y Padre; respuesta hecha posible por aquel Hombre único que es al mismo tiempo el Verbo consustancial al Padre, en quien Dios habla a cada hombre y cada hombre es capacitado para responder a Dios. Más todavía, en este Hombre responde a Dios la creación entera. Jesucristo es el nuevo comienzo de todo: todo en Él converge, es acogido y restituido al Creador de quien procede. De este modo, Cristo es el cumplimiento del anhelo de todas las religiones del mundo y, por ello mismo, es su única y definitiva culminación” (JUAN PABLO II, Carta apostólica Tertio Millennio Adveniente, nº 6).
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