“Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación” (1Ts 4,3).
“[En los santos] la gracia del bautismo dio
plenamente fruto. Hasta tal punto bebieron en la fuente del amor de Cristo que
fueron transformados íntimamente, y se convirtieron a su vez en manantiales
desbordantes para la sed de muchos hermanos y hermanas suyos” (JUAN
PABLO II, Homilía en la beatificación de varios siervos de Dios, 7-marzo-1999).
“¡Pensad en grande! ¡Tened la valentía de ser
atrevidos! Con la ayuda de Dios “trabajad por vuestra perfección”. Dios tiene
un proyecto de santidad para cada uno de vosotros” (JUAN
PABLO II, Homilía en la catedral de Ancona, Italia, 30-mayo-1999).
¡La
santidad!
Hagamos
una visión de conjunto sobre ella, porque estamos llamados a ser santos. Para
ser santos no hay que ser gente rara, no hay que ser desequilibrados ni, en
frase muy significativa, “ser buena persona”; eso no es ser santo. Lo nuestro
es un nivel alto, vivir el Evangelio en toda su plenitud; menos que eso, es que
nos hemos desviado de la meta. ¡Estamos llamados a la santidad!
¿Dónde
radica ese hecho de la llamada a la santidad?
El fundamento de nuestra
santidad está en el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, los
sacramentos que se llaman de la iniciación cristiana. Por el Bautismo y la Confirmación se nos
ha dado la gracia del Espíritu Santo que nos ha hecho hijos de Dios, hermanos
de Cristo, miembros del Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia, y se nos ha dado
en germen, como una pequeña semilla, la santidad. Ahí radica el fundamento.
Cada Eucaristía celebrada o adorada es una nueva llamada para ser santos. No
pienses que eso no va contigo; no dejes la santidad para otros; no pienses que
para ti es suficiente salvarte; no pienses que es bueno solamente cumplir con
cuatro cosas y que los niveles de exigencia son para otros, los religiosos y
los consagrados. Todos estamos llamados a esa perfección, a esa santidad,
porque por el Bautismo, la
Confirmación y la Eucaristía el Señor nos llama.
Es una llamada universal a la
santidad, dirigida a todos los hijos de Dios, a todos los renacidos en Cristo;
todos, absolutamente todos, están llamados a la santidad. No hay cristianos de
primera y cristianos de segunda, cristianos que están llamados a una perfección
más alta y cristianos que sean la tropa, que con salvarse ya tienen bastante.
Todos estamos llamados a la santidad. Eso no es una etiqueta ni un adorno, es
una vocación, la primera y más fundamental vocación de todo bautizado, de todo
católico. Antes que la vocación matrimonial, o la vocación religiosa, o la
virginidad consagrada, está la vocación a la santidad. Y Dios nos pedirá
cuentas –aunque este lenguaje no esté de moda-, haciendo un juicio, un
discernimiento, en donde se nos preguntará qué hemos hecho con nuestro
bautismo, con la llamada que nos hizo a la santidad. Esta vocación es una vocación eterna, “antes de la creación del mundo nos eligió
para ser santos e irreprochables ante Él por el amor”. Vemos los documentales
de naturaleza en televisión, sobre el origen de la tierra, la vida, etc., y nos
sorprende y admira, pues bien, antes que todo eso, millones de años, el Señor
pensó en cada uno de nosotros, con nuestro nombre y apellido, y dijo: “quiero
que seas hijo mío, quiero que seas santo”. “Antes
de la creación del mundo nos eligió para ser santos e irreprochables ante Él
por el amor”.
El Señor, además, como fundamento de la santidad nos ha
incorporado a un pueblo de santos donde brilla la santidad de Dios, la Iglesia. Somos
miembros de la Iglesia.
Somos parte de la Iglesia. Somos pequeños miembros de la Iglesia. Nos ha
incorporado a un pueblo de santos, también de pecadores, pero destaca la santidad
de este pueblo, donde en XXI siglos de historia brillan numerosas figuras
ejemplares, los santos, que son los frutos más hermosos y maduros de la Iglesia. El Señor nos
ha llamado para que cada uno de nosotros forme parte de ese pueblo de santos,
que seamos santos como ellos.
Junto a este fundamento de la
santidad, se nos da la llamada universal a la santidad mediante un título
nuevo, nuestro estado de vida cristiano. A todos nos llama a ser santos, y
además nos llama a ser santos, en el oficio, en la tarea, en el desarrollo de
aquello mismo que somos. ¿Estás casado? Dios llama a la santidad en el estado
matrimonial, viviendo el matrimonio santamente, no en mediocridad. El Señor,
¿adónde te ha llamado? ¿A la viudez? Te santificarás viviendo esa viudez en
santidad. ¿Cómo se santifican las viudas en la Tradición de la Iglesia? Primero la
oración, mucho tiempo de oración, en Laudes y Vísperas, ofrecidas
constantemente por la Iglesia;
segundo, la limosna, la caridad, el ejercicio de la maternidad en la viudez
dedicándose a los demás. ¡Son una parte preciosa de la Iglesia las viudas que
viven santamente! ¿Te ha llamado a la vida consagrada? No quiere de ti una
santidad al estilo del seglar que debe ser santo en su matrimonio, en su
familia, o en su viudez o soltería, sino en la vida consagrada, viviendo en
plenitud la pobreza, la castidad y la obediencia, no al modo seglar o al modo
matrimonial. Al sacerdote lo llama el Señor mediante un título nuevo, dice el
Papa en la Pastores
dabo vobis, un título nuevo y específico, una santidad “sacerdotal”. Como sacerdote, no se puedo uno santificar como se pueda santificar cualquier seglar.
Dice San Pablo: “todo es lícito, pero no
todo me conviene”, y eso ajusta la vida en santidad del sacerdote, su
relación con el mundo y las realidades seculares, donde no todo le conviene a
su santidad sacerdotal, aun cuando todo sea lícito. Eso implica un modo de ser,
de estar, de relacionarse, de tratar a todos, de renuncias y de entregas.
Ahí está el fundamento: el
Bautismo, la Iglesia,
el Espíritu del Señor en nosotros, y además, el estado de vida cristiano que
nos llama a la santidad. No vamos a ser santos al margen de nuestro estado de
vida: el sacerdote no se santifica viviendo como seglar, ni el seglar casado si
vive como viudo, o si estando viuda vive como casado, ni siendo consagrado vive
como seglar.
Son falsos fundamentos de la santidad, pensar que
somos santos o que Dios nos llama a la santidad, no por el Bautismo y nuestra
pertenencia a la Iglesia,
sino por estar incorporado a tal grupo, tal Asociación, tal espiritualidad, eso
ya, automáticamente, nos hace santos, perfectos, comprometidos. No por una
pertenencia asociativa somos ya santos. Nuestros enfermos, los agonizantes, que
han vivido santamente sin estar vinculados a nada, ¿no son santos por no estar
inscritos en algo? ¡Cuántas almas son santas alimentándose de la piedad común,
de la Eucaristía
dominical y la plegaria diaria!
No es fundamento de la santidad la pertenencia
asociativa ni es una condición sine qua non el pertenecer a algo o estar
buscando siempre algo a lo que pertenecer. Si el Señor llama, como vocación y
carisma, a vivir en una Asociación o camino espiritual particular, vale en
tanto en cuanto ayuda a la santidad, pero no es su fundamento. Tampoco es
fundamento de la santidad pensar en nuestras cualidades personales; no somos
santos por tener más cualidades, no somos santos por estar más capacitados,
porque la santidad no es obra nuestra, sino de Dios, y Él no se fija en lo
bueno que somos, simplemente nos ama. Por tanto, el que tenga más capacidad,
que lo agradezca a Dios, sin despreciar al que tenga menos, que también hubo
santos con graves desequilibrios psicológicos y debilidades.
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