Pronto,
muy pronto, la Iglesia incorporó los santos a la liturgia conmemorándolos y
celebrándolos. Se comenzó por el culto a los mártires, celebrando la Eucaristía
en su sepulcro en el día de su martirio y luego se extendió a los confesores de
la fe. Así la Iglesia celebraba a sus hijos, a los que veía unidos al misterio
pascual e su Señor y sus imágenes más acabadas y perfectas. Al celebrarlos, los
tomaban como intercesores, esperando su ayuda fraterna desde el cielo,
encomendándose a su intercesión eficaz: ¡pensemos en las letanías de los
santos! Y por último, eran propuestos a los fieles como modelos del seguimiento
cristiano, como “canon”, norma, válida para todos, referentes auténticos y
válidos de lo que es la vida cristiana y la entrega absoluta al Señor.
El
culto a los santos en la liturgia muestra la importancia que la Iglesia le da a
la santidad. Es un recordatorio perenne, una exhortación nunca interrumpida.
Los santos, y más visiblemente todos los mártires, representan la ofrenda del cristianismo
y son los testigos, entregados de generación en generación, que representan el
tesoro más grande de un pueblo: la fe cristiana. La Iglesia presenta con legítimo
orgullo y gozo sus santos a sus hijos fieles. El santo es un signo del cielo,
es lucero de la mañana, es invitación a acoger el don de Dios que se manifiesta
en Cristo.
Es
Cristo y su triunfo pascual lo que se manifiesta en sus santos. La Iglesia,
unida en la celebración a los santos, unida a María, participa en la gracia que
brota del Misterio Pascual de Cristo y que resplandece en el signo existencial
de los santos, signos vivos de Jesucristo. Además de su día, los santos son
recordados siempre en la plegaria eucarística de cada Misa, ya que celebramos
en comunión con ellos. Incluso en el rito hispano-mozárabe se da el caso, en la
fiesta de los santos, de una presencia muy grande del santo que se conmemora en
la misma plegaria eucarística (compuesta por piezas variables y algunas fijas):
se canta su vida, se exalta su martirio ampliamente, casi poéticamente, frente
a la brevedad y concisión del rito romano. “La liturgia eucarística de esta
fiesta, como suele ocurrir en la celebración de los santos en nuestro Rito, nos
puede sorprender. La vida del santo invade la Plegaria Eucarística, que parece
perder su identidad cristocéntrica. No es así más que superficialmente. María
es gloria de su Hijo, obra de los méritos de Cristo; es Cristo y su triunfo pascual
lo que se manifiesta en sus santos hasta el punto de aparecer como anámnesis la
vida del santo y como epíclesis su santidad” (Ferrer Grenesche, J. M., Los santos del nuevo Misal Hispano-Mozárabe,
Toledo 1995, 139).