domingo, 6 de agosto de 2023

Velas y cirios (Elementos materiales - VI)




Cirios en el altar

            Los cirios acompañaban la solemne entrada del pontífice –según el Ordo Romanus I-. Van siete cirios llevados por los acólitos; es una distinción que se tenía antiguamente para con los emperadores y los altos dignatarios (Jungmann, p. 106). Para el evangelio, en la Misa papal, va el diácono con el Evangeliario hacia el ambón precedido por dos acólitos con ciriales y dos subdiáconos, de los que uno lleva el incensario.


  
          Sobre el siglo X, para la Misa solemne del sacerdote con un diácono y clero, también se llevan 7 candelabros en la procesión de entrada, aunque ya una rúbrica ofrece una posibilidad: (autseptem) autduo… o siete o dos… (Jungmann, p. 271).

            Cuando en la Misa se suprime la procesión de entrada (Misa privada, un solo sacerdote; o Misa parroquial con la sacristía junto al presbiterio que ya no permite una procesión), los candelabros que antes iban en procesión y se colocaban sobre el altar, ahora ya se encuentran colocados antes de empezar la Misa.

            Las normas sobre el empleo de los cirios y su colocación en el presbiterio son explicadas por los comentaristas carolingios, p.e., Amalario y Remigio de Auxerre.


            Cuando en la época carolingia se quitó el reparo, el escrúpulo, de colocar sobre la mesa santa otras cosas que no fueran absolutamente necesarias para el sacrificio era natural que se colocaran los candelabros ya antes de la Misa sobre el altar, dejándolos allí cuando no había procesión de entrada.

            “La consecuencia fue que –exceptuadas las grandes solemnidades, en las que los acólitos llevaban ciriales- desapareciera su carácter originario de rito honorífico del celebrante, que entonces era casi siempre obispo, y se convirtiera en adorno de altar y del misterio que en él se realizaba” (Jungmann, p. 355).

            Ningún documento antiguo hace alusión a velas o cirios sobre el altar. La primera mención es la del OR I, donde los cirios llevados en la procesión de entrada los llevan “hasta el altar”. Los dejan en tierra, cuatro a la derecha y tres a la izquierda. Esta práctica de los candelabros en el suelo se mantuvo invariablemente durante la Edad Media (Righetti, I, p. 494).

            Así la primera noticia de los candelabros ya sobre el altar la tenemos en el papa Inocencio III (De s. altaris misterio, II, 21). En los cuadros de la segunda mitad del siglo XI los candelabros ya aparecen sobre el altar (fresco del siglo XI en la basílica de S. Clemente de Roma y algunas miniaturas). Por otra parte, la costumbre de colocarlos al lado del altar en el suelo, aún no había desaparecido en el siglo XVI. En los siglos XIII y XIV hay miniaturas que muestran sobre el altar un solo candelabro en un extremo del altar y en el otro extremo, en simetría, la cruz.

            Las Consuetudines (costumbres) monásticas fueron estableciendo el número de velas según el grado de solemnidad.

            Amalario, que explica todo alegóricamente, expone el sentido de los cirios en la Misa:

            “Mientras los cantores cantan el Kyrieeleison, los acólitos colocan en el suelo los cirios que tienen en sus manos. Los coloca a uno y otro lado y uno en medio porque, después de hecha una buena obra, el Espíritu Santo guía a una gran humildad, cuya luz se expresa por la luz de los cirios. Esta humildad es la que se enfrenta a los soberbios y concede la gracia a los humildes, a fin de que entendamos verdaderamente que somos ceniza y polvo. Ésta es la luz que iluminó al patriarca Abrahán cuando, después de haberle hablado el Señor, dijo: “Me he atrevido a hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza”. El cirio que está en el medio representa al que dijo: “Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”.

            El número de ceroferarios no debe rebasar el número de siete, porque toda la Iglesia está iluminada por el Espíritu septiforme. Este Espíritu septiforme habita de manera particular en Cristo. Mientras el obispo sube para dirigirse a su sede, los cirios se cambian de lugar, colocándolos por orden en una sola línea hasta el altar, a excepción del primero.

            Por medio de los cirios se quien expresar varios dones de las gracias del Espíritu Santo por los que la Iglesia es iluminada. Entre los dones mencionados hay dos que debemos recordar, es decir, la variedad de dones y la unidad de la Iglesia. Por medio de los cirios colocados a uno y otro lado se significa los dones distribuidos hasta ahora a través de los corazones de los elegidos. A través de la colocación en una sola línea, la unidad del Espíritu en cada uno de sus dones. Esta composición tiene exactamente sentido desde el primer cirio, que dijimos que significaba a Cristo, del que procede el Espíritu Santo, y en el que permanece eternamente.

            Por él fue enviado, en lenguas de fuego, el día de Pentecostés, como si fura hasta el altar, es decir, hasta los corazones de los escogidos como apóstoles. Y, por esto, lo que se realiza después en el oficio de la misa, expresa figuradamente aquel tiempo en el que los apóstoles y los sucesores de los apóstoles ejercen las acciones del Señor, lo cual tiene el momento final cuando se ha acabado de leer el Evangelio. Pueden también entenderse de manera sencilla la disposición de los cirios para que quede libre el paso alrededor del altar por los que deben ejercer el ministerio” (AMALARIO, LiberOfficialis, cap. III, VII, 1-4).


            Ya era costumbre hispana que se enciendan 7 cirios o lámparas en el altar para el sacrificio eucarístico; 7 lámparas en el altar con el aprecio simbólico que el número siete tiene en la liturgia hispana: 7 las oraciones de la Misa, 7 las peticiones del Padrenuestro y su “Amén”. Y así debe disponerse el altar cuando se celebra en rito hispano-mozárabe (cf. FERRER, J. M., “Cómo celebrar la Misa en el rito hispano-mozárabe” en Id., Curso de liturgia hispano-mozárabe, p. 201). El propio san Isidoro habla del simbolismo del número 7: “La razón de tal número parece que se deba, o bien a la septenaria universalidad de la santa Iglesia, o bien a la septiforme gracia del Espíritu, don del cual es la santificación de las ofrendas” (De Eccl. Off., I, c. XV); “el número septenario místico suele aparecer en las Escrituras al tratar de perfecciones” (De Eccl. Off., I, c. XXXII).

            Estos cirios en el rito hispano se empleaban, sostenidos por acólitos, en el Evangelio y en el Sacrificium, la procesión de la oblata de pan y de vino, junto al incensario:

            “Acólitos en griego, ceroferarios en latín, se les encomienda portar los cirios a la lectura del Evangelio o cuando se ofrece el sacrificio. Es entonces cuando los acólitos encienden los cirios y los sostienen, no para ahuyentar las tinieblas, porque puede al tiempo brillar el sol, sino para mostrar un signo de alegría y, bajo el símbolo de la luz corporal aparezca aquella luz sobre la que se lee en el Evangelio: “Era la luz verdadera que alumbra a todo hombre que viene a este mundo”” (S. Isidoro, De eccl. Off., lib. II, c. XIV).

            Así pues, los cirios encendidos en el altar, o cerca de él, provienen de una costumbre del siglo XI que se generalizó. Se deriva del uso de cirios en la procesión de entrada como signo de respeto al celebrante.

            En el Misal de S. Pío V, los candeleros se han de colocar por partes iguales a los lados de la Cruz (no en los ángulos del altar, ni en las paredes para la Misa rezada) o sobre las gradas o sobre la mesa, cerca de los corporales (Martínez de Antoñana, I, p. 417). Se especifica el número:
  • 7 en la Misa pontifical solemne del propio obispo diocesano
  • 6 en la Misa solemne de las festividades
  • 4 en los domingos y otros días menos solemnes
  • 2 en las Misas feriales.

            Su significado lo explica el Misal: “como expresión de veneración o de celebración festiva” (IGMR 307). Dan solemnidad y nos recuerdan la grandeza del Misterio.

            Conviene que sean hermosos, no simples velitas, no demasiado altos para no dificultar la visión de lo que se hace en el altar, y en número proporcional a la liturgia del día, distinguiendo una feria, una fiesta y una solemnidad. Siete candelabros se colocan exclusivamente en la Misa del obispo diocesano en su diócesis. Se colocan sobre el altar o cerca de él:

            “Sobre el altar, o cerca de él, colóquense en todas las celebraciones por lo menos dos candeleros, o también cuatro o seis, especialmente si se trata de una Misa dominical o festiva de precepto, y, si celebra el Obispo diocesano, siete con sus velas encendidas… Los candeleros y la cruz adornada con la efigie de Cristo crucificado pueden llevarse en la procesión de entrada” (IGMR 117).

            “Colóquense en forma apropiada los candeleros que se requieren para cada acción litúrgica, como manifestación de veneración o de celebración festiva, o sobre el altar o cerca de él, teniendo en cuenta tanto la estructura del altar, como la del presbiterio, de tal manera que todo el conjunto se ordene elegantemente y no se impida a los fieles mirar atentamente y con facilidad lo que se hace o se coloca sobre el altar” (IGMR 307).


Velas en la Presentación del Señor

            La primera mención a esta fiesta la hallamos, una vez más, en Jerusalén, en el siglo IV, por el diario de la peregrina Egeria. De Jerusalén se extendió a todo Oriente, fijándose el 2 de febrero, a los 40 días del 25 de diciembre.

            Quizás fijándose en Constantinopla, Roma acogió esta fiesta, con la alusión a los cirios, ya por los siglos VI-VII. En el resto de Occidente tardó más en entrar; Alcuino de York (+ 804) dice que en su tiempo muchos la ignoraban y en España no aparece en los calendarios hasta el siglo XI.

            En Roma, los fieles con velas encendidas se reunían en la iglesia de san Adrián para hacer la statio en Santa María la Mayor. Hacia el siglo IX-X se encuentran las primeras fórmulas de bendición de las candelas.

            Se quiere conmemorar a Cristo como Luz de las naciones, tal como cantó el anciano Simeón este día al recibir a Cristo en el Templo.

            Los fieles tienen las velas en sus manos. Cuando llega el sacerdote, se encienden las velas con un canto apropiado (no se especifica ni de dónde ni cómo se encienden, por tanto, no es una reproducción el fuego de la Vigilia pascual; cf. CE 242-243) y el sacerdote lee una monición que explica el sentido de la fiesta:

            “Hace hoy cuarenta días hemos celebrado, llenos de gozo la fiesta del Nacimiento del Señor.
            Hoy es el día en que Jesús fue presentado en el templo para cumplir la ley, pero sobre todo para encontrarse con el pueblo creyente.
            Impulsados por el Espíritu Santo, llegaron al templo los santos ancianos Simeón y Ana, que, iluminados por el Espíritu Santo, conocieron al Señor y lo proclamaron con alegría. De la misma manera nosotros, congregados en una sola familia por el Espíritu Santo, vayamos a la casa de Dios, al encuentro de Cristo. Lo encontraremos y lo conoceremos en la fracción del pan hasta que vuelva revestido de gloria”.

            Entonces reza la oración de bendición de los cirios:


Oh Dios, fuente y origen de toda luz,
que has mostrado hoy a Cristo, luz de las naciones,
al justo Simeón:
dígnate santificar con tu + bendición estos cirios;
acepta los deseos de tu pueblo que,
llevándolos encendidos en las manos,
se ha reunido para cantar tus alabanzas,
y concédenos caminar por la senda del bien,
para que podamos llegar a la luz eterna.

            U otra oración ad libitum:

Oh Dios, luz verdadera, autor y dador de la luz eterna,
infunde en el corazón de las fieles la luz que no se extingue,
para que, cuantos son iluminados en tu templo
por la luz de estos cirios,
puedan llegar felizmente al esplendor de tu gloria.

            Se asperjan con agua bendita, y tras la invitación del sacerdote (“Marchemos en paz al encuentro del Señor”), comienza la procesión al altar mientras se canta el Nunc dimittis: “Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”.


Velas en la Vigilia pascual

            La primera parte de la santa Vigilia pascual es el lucernario. Estando todo a oscuras, se bendice el fuego nuevo, se realiza la signación del cirio y se enciende, y comienza una procesión hasta el altar con tres aclamaciones: “Luz de Cristo – Demos gracias a Dios”. Los fieles tienen las velas apagadas en sus manos (CE 343).

            En la segunda aclamación, cuando el diácono llega con el cirio a mitad de la iglesia, tras la aclamación, “todos encienden su vela, comunicándose el fuego entre sí” (CE 343), “la llama del cirio pascual pasará poco a poco a las velas que los fieles tienen en sus manos, permaneciendo aún apagadas las lámparas eléctricas” (Cong., Carta preparación fiestas pascuales, n. 83). La iglesia brilla iluminada con el resplandor de las velas de todos. Son, pues, velas reales y no artificiales (o eléctricas) que se comunican el fuego unas a otras para iluminar la basílica entera.

            Con las velas encendidas en la mano todos escuchan el canto del pregón pascual, y tras él, “todos apagan sus velas y se sientan” (CE 346).

            Tras la homilía, cuando llegue el rito bautismal, los fieles volverán a encender sus velas y las tendrán encendidas para la renovación de las promesas bautismales y la aspersión con el agua bendecida (cf. CE 368), “de esta manera, los gestos y las palabras que los acompañan recuerdan a los fieles el bautismo que un día recibieron” (Cong., Carta preparación fiestas pascuales, 89).


Cirios en el Bautismo

            Participando de la vida nueva de Cristo, el cirio encendido es un signo de participación en Cristo-Luz para vivir, como dijera el Apóstol, como hijos de la luz.

            Tras el bautismo y la imposición de la vestidura blanca, al neófito se le entrega un cirio encendido en el cirio pascual, para que sea luz que participe de la Luz y alumbre a los hombres con sus buenas obras. Cristo, luz verdadera que ilumina a todo hombre, ha iluminado a este neófito, haciéndolo pasar del dominio de las tinieblas al reino de su luz verdadera. “El cirio encendido ilumina su vocación de caminar como conviene a los hijos de la luz” (RICA 33).

            Tomando el cirio pascual el obispo –o el sacerdote- o al menos tocándolo, dice: “Acercaos, padrinos y madrinas para que entreguéis la luz a los neófitos” (RICA 226). Encendiendo entonces los cirios, se los entregan a los neófitos, y dice el obispo:

“Habéis sido transformados en luz de Cristo.
Caminad siempre como hijos de le la luz,
a fin de que, perseverando en la fe,
podáis salir con todos los santos al encuentro del Señor” (RICA 226).

            De igual forma se hace en el bautismo de párvulos, teniendo los cirios los padres o padrinos. El sacerdote dirá: “Recibid la luz de Cristo”, y tras encenderlos en el cirio pascual, se les dirá:

            “A vosotros, padres y padrinos, se os confía acrecentar esta luz. Que vuestros hijos, iluminados por Cristo, caminen siempre como hijos de la luz. Y perseverando en la fe, puedan salir con todos los santos al encuentro del Señor” (RBN 131).


Cirios en la dedicación de iglesias

            Lo último que se hace en el rito de dedicación, es la iluminación festiva del altar y de la iglesia. Tras la unción y la plegaria de dedicación, la incensación y el revestimiento del altar, se ilumina todo, siguiendo el esquema básico del sacramento del Bautismo (Agua, unción, vestición, cirio encendido).

            “Cubren el altar con el mantel y lo adornan, según sea oportuno, con flores; colocan adecuadamente los candelabros con los cirios requeridos para la celebración de la misa y también, si es del caso, la cruz”. Además, si antes se ungió en cuatro o doce lugares los muros de la iglesia, en cada unción hay una vela apagada todavía.

            El diácono se acerca al obispo, y éste le entrega un pequeño cirio encendido, diciendo:

Brille en la Iglesia la luz de Cristo
para que todos los hombres lleguen a la plenitud de la verdad.

            Entonces el diácono va al altar y enciende los cirios para la celebración de la Eucaristía. Entonces se hace una iluminación festiva: se encienden todos los cirios, las candelas colocadas donde se han hecho las unciones y todas las lámparas de la iglesia, en señal de alegría.

            Así, cada unción en los muros recibe el honor de la luz, con un cirio encendido.


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