El calendario de la vida de una parroquia está lleno de celebraciones en las cuales los asistentes son ocasionales; apenas viven la fe ni participan de la vida eclesial pero asisten acompañando a unos amigos a su boda, al bautismo de un hijo, a la primera comunión de un familiar o a un rito exequial.
Están en el templo sin saber muy bien qué ocurre y cómo transcurre. Normalmente, recibirán poco, tal vez, como mucho, puedan percibir algo del Misterio y sentir lo sagrado, allí presente y comunicándose.
La buena voluntad, a la vista de tantos asistentes que no suelen ir nunca, suele llenar la liturgia celebrada de multitud de moniciones, un activismo inmenso en torno al altar, movimiento y un gran número de intervinientes para que parezca algo movido, entretenido. Se adopta el tono secularista en las moniciones -¿realmente son necesarias?- y quien va allí difícilmente tendrá la impresión de vivir el Misterio de Dios y ser herido por su Belleza, sino de estar en un festival, en un encuentro, en una catequesis o en una actuación teatral.