La
predicación, en general, la liturgia de la Palabra por tanto, será eficaz, fructuosa, si el
sonido llega al corazón y allí escuchamos al Maestro interior:
“Volveos a vuestro interior, y si
sois fieles, allí encontraréis a Cristo. Es él quien os habla allí. Yo grito,
pero él enseña con su silencio más que yo hablando. Yo hablo mediante el sonido
de mi palabra; él habla interiormente infundiendo pensamientos de temor. Grabe
él, pues, en vuestro interior las palabras que me atreví a deciros… Puesto que
hay fe en vuestro corazón y, en consecuencia, habita Cristo en él, él os
enseñará lo que yo deseo proclamar” (Serm. 102,2).
Es
ésta una enseñanza muy querida y repetida por San Agustín, la del sonido de su
predicación y el Maestro interior que revela:
“Y yo no digo a vuestros oídos tanto
cuanto esa fuente misma mana, sino cuanto puedo comprender para trasvasar a
vuestros sentidos, mientras ella misma obra en vuestros corazones más
abundantemente que yo en vuestros oídos” (In Ioh. ev., tr. 22,1).
“Todos los hombres de aquel reino serán aprendices de Dios, no oirán a los
hombres. Y, si algo oyen a los hombres, sin embargo, lo que entienden se da
dentro; dentro resplandece, dentro se revela. ¿Qué hacen los hombres que
informan por fuera? ¿Qué hago yo ahora, cuando hablo? Introduzco en vuestros
oídos el ruido de las palabras. Si, pues, no revela quien está dentro, ¿por qué
explico, por qué hablo? El cultivador de árboles está fuera; el Creador está
dentro” (In Ioh. ev., tr. 26,7).
“Que, pues, crezcáis y la captéis
[la luz inteligible] y, cuanto más crecéis, tanto más y más la captéis, debéis
pedirlo y esperarlo no de este profesor que emite sonidos a vuestros oídos,
esto es, planta y riega trabajando
por fuera, sino de ese que da el
crecimiento” (In Ioh. ev., tr. 97,1).