jueves, 15 de diciembre de 2022

La virtud de la humildad (II)

3. La palabra humildad proviene de “humus”, tierra. Es, por tanto, un reconocer que somos de tierra, que somos criaturas, y, como tales, débiles, frágiles, pequeñas, heridas además por el pecado. 



El soberbio olvida lo que es, es arrogante, prepotente, jamás reconoce ni sus fallos ni sus pecados ni las tendencias del corazón, pero la humildad nos conduce al conocimiento propio, a vernos y conocernos como Dios nos ve y nos conoce, y postrados ante Él, reconocer y confesar lo que somos, saber de nuestros pecados, y abandonarnos confiadamente en los brazos de Dios para que Él nos perdone, Él nos santifique, y hasta de nuestros pecados pueda sacar bienes.

La soberbia nunca hace silencio para entrar en lo interior, tal vez porque teme descubrir muchas cosas que le desagradarían; o se contenta con un examen de conciencia muy superficial y rápido sin descubrir nunca ningún pecado ni mortal ni venial ni ninguna falta o debilidad. 

La humildad, por el conocimiento propio, por el examen de conciencia, es extremadamente delicada, entra en el santuario interior de la conciencia, ve y asume y acepta su propia realidad y pecado, descubre sus faltas de delicadeza en el amor al Señor, su pequeña fe y desconfianza, su falta de esperanza teologal y sus esperanzas humanas, muchas veces, demasiado terrenas. 

 
La humildad es muy necesaria porque permite conocernos como Dios nos conoce, e incluso sabiendo que nunca acabaremos de conocer las profundidades de nuestra alma. “La humildad y el propio conocimiento... es lo que más nos importa...” (IM 1,13), escribe Teresa de Jesús. S. Juan de Ávila señala igualmente: “el conocimiento propio da humildad y hay que pedirla a Dios” (Audi Filia, c. 64).

 4. Ser humilde es reconocer los dones, gracias, talentos, carismas, que el Señor ha concedido y ponerlos en juego para su Gloria y el bien de la Iglesia. Lejos del apocamiento o la timidez, o la falsa humildad, que esconde y entierra el talento recibido, la humildad verdadera se entrega, es activa y diligente, pero sin arrogancia, si presumir ni alardear, sin atribuirse a uno mismo las cualidades sino a Dios que las reparte. 

Es una confianza sencilla y dócil, y, poniéndose en las manos del Padre y en profunda comunión con Cristo, se entrega y fructifica lo recibido. Aquello que obtiene, el fruto, los resultados, el bien que ha hecho le lleva a sentir legítima satisfacción y alegría, pero lo atribuye a Dios, y le da gracias; el soberbio se lo atribuye sólo a sí mismo, despreciando la gratuidad de Dios. 

Le dijo el Señor a Santa Teresa: “Esta es la verdadera humildad, conocerse cada uno y lo que Yo puedo” (R 28). Y es bueno, casi como un espejo para el alma, mirar “cómo cada cosa buena que hagamos no viene su principio de nosotros, sino de Dios” (IM 2,5).

 Sin la humildad es muy fácil caer en la arrogancia y en la prepotencia, no tanto de palabras, cuanto de modo de comportarse y tratar a los demás, porque la humildad lleva a reconocer que lo que uno tiene es un don recibido, y mira a los demás con amor y respeto reconociendo lo bueno de los demás, de su carisma, o espiritualidad, etc., pero la arrogancia hace que uno sólo vea como bueno o válido lo propio y mire y trate a los demás muy por encima del hombro. 

Los verdaderos santos han sido siempre humildes, ofreciendo lo que tenían, pero valorando, respetando e incluso fomentando lo bueno que veían en otras personas, en otras espiritualidades o vocaciones. Es la humildad sincera que sí permite edificar la Iglesia; la arrogancia y la prepotencia, aunque vestida con capa de humildad, humilla a los otros, los ignora, los trata como de segunda categoría y eso hace daño a la Iglesia, es un antitestimonio del Reino.

La arrogancia se previene fácilmente cuando uno de verdad, no sólo de palabra, conoce su insuficiencia, su pobreza y debilidad y hasta los propios pecados; entonces no tiene valor de levantar su corazón con arrogancia, sino de humillarse ante el Señor y vivir en humildad. 

Es el aviso de S. Bernardo: 


“Quien se conceptúa modestamente nunca será sobornado por ese doble filo de juicios falsos sobre sí mismo, teniéndose en más de lo que es o atribuyéndose algo a sí mismo. Asume pacientemente sus propias carencias y disfruta con humildad, no en sí mismo, sino en el Señor, los valores que reconoce tener” (Sobre el ministerio episcopal, 19).

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