martes, 6 de diciembre de 2022

Consuelo y salud del Médico celestial

Como buen Médico, Jesucristo sabe tratar al enfermo, con dulzura, con comprensión, identificándose con Él. En verdad, Él hace suyos los dolores y aflicciones de quienes sufren de un modo u otro, por una causa o por otra. Su Presencia es cercanía, sus palabras bálsamo.


Pensemos realmente que para consolar hay que situarse no por encima de quien sufre, minusvalorando su sufrimiento, quitándola importancia, sino poniéndose al lado e intentando com-padecer, sufrir con él, de una manera plena, con empatía absoluta. Entonces ese consuelo se percibe real, cercano, y no obligado cumplimiento distante.

Humanamente, cualquier consuelo debe ser así:

"Cuando queremos librar a un afligido de su desgracia, debemos procurar primero compartir con él su pesar. Quien no comparte el dolor no puede consolar a quien sufre, pues si no está en sintonía con la aflicción del abatido difícilmente será acogido por aquel cuyo estado de ánimo es motivo de distanciamiento" (S. Gregorio Magno, Moralia in Iob, III, 12,20).

Quien mejor consuela, porque sondea el corazón, es el mismo Señor, capaz de acoger en plena sintonía.

Dios Médico conoce las almas y las consuela, ya que "él modeló cada corazón y comprende todas sus acciones" (Sal 32), nada hay oculto ante sus ojos.

"No hay nada que Dios acepte ni ame tanto como un alma mansa, humillada y agradecida. Atento, pues, tú, hermano, cuando te veas asaltado por algo inesperado y molesto; no te refugies en los hombres, ni mires a quien te da socorro mortal; más bien pasa adelante y elévate con tu mente hasta el médico de las almas. Sólo puede curar el corazón aquel que ha plasmado separadamente nuestros corazones y conoce todas nuestras acciones. Él puede penetrar en nuestra conciencia, tocar nuestra mente y consolar el alma. Si Él no consuela nuestros corazones, lo que hagan los hombres será inútil y vano. Igualmente, si es Dios el que consuela y aconseja, aunque innumerables hombres nos hostiguen, no podrán causarnos ningún daño: pues cuando Él fortalece nuestro corazón nadie lo puede turbar" (S. Juan Crisóstomo, Hom. IV sobre la conversión, 4).

Este Médico divino y celestial, que ha venido a llamar y sanar a los enfermos y pecadores, no a los santos, ha constituido la Iglesia como un gran "hospital", para que allí habiten quienes necesitan de su salud, de su salvación, de su consuelo, de su misericordia y de la medicina de la Cruz.

"No te desesperes si pecas otra vez, conviértete de nuevo, no sea que por negligencia pierdas completamente la esperanza de los bienes prometidos. Aunque te encontrases en la última vejez, si pecases, entra y conviértete. Pues la Iglesia es un hospital, no un juzgado; no se te exige rendir cuentas por los pecados, sino que se te procura la remisión de los pecados" (S. Juan Crisóstomo, Hom. III sobre la conversión).

Sería triste pensar que uno está en la Iglesia porque ya es bueno, sería triste siempre ver las enfermedades, dolores y pecados de los demás, y no reconocer los propios. En la Iglesia, el Médico del cielo cura y salva.

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