Vimos que ese culto para la vida hacía algo nuevo de nuestras existencias:
a) Modelada por la liturgia
b) Unión profunda con Cristo.
Seguimos viendo entonces cómo el culto cristiano es para la vida por la impronta con que deja cuando se participa internamente en él.
c)
Somos presencia de Cristo
La
participación en la liturgia nos cristifica, nos une de tal modo con Cristo,
que nos vamos transformando en Él, y así nuestra presencia es una memoria de
Cristo para todos, un testimonio real que apunta al Señor y lo señala ante los
hombres. Ante ellos, difundimos el buen olor de Cristo: “concédenos, Dios
todopoderoso, que quienes han participado en tus sacramentos, sean en el mundo
buen olor de Cristo”[1]. El bonus odor Christi es el perfume de una
vida santa, bella; “somos el buen olor de
Cristo” (2Co 2,15).
Hasta
tal punto es transformante la participación interior en la liturgia, que
llegamos a parecernos al mismo Señor, teniendo la mente de Cristo, los
sentimientos de Cristo: “te pedimos, Dios nuestro, la gracia de parecernos a
Cristo en la tierra”[2],
“transformados en la tierra a su imagen”[3], “los
celestes alimentos que hemos recibido, Señor, nos transformen en imagen de tu
Hijo”[4].
Somos
situados en el mundo a imagen de Cristo, el Hombre nuevo, y recreados en Él en
santidad y justicia. Nos despojamos de nuestro hombre viejo para revestirnos de
Cristo: “la participación en los sacramentos de tu Hijo nos libre de nuestros
antiguos pecados y nos transforme en hombres nuevos”[5]. La
liturgia nos transforma en lo más profundo de nuestro ser: “siempre caminemos
como hombres nuevos en una vida nueva”[6].