martes, 28 de febrero de 2017

El culto para la vida (participar) - II

El culto es para la vida y así participar, con aquella participación interior y consciente que reclamaba la reforma litúrgica (con la Constitución Sacrosanctum Concilium) orientaba para la vida cristiana, de modo que fuese una vida santa.

Vimos que ese culto para la vida hacía algo nuevo de nuestras existencias:

a) Modelada por la liturgia

b) Unión profunda con Cristo.

Seguimos viendo entonces cómo el culto cristiano es para la vida por la impronta con que deja cuando se participa internamente en él.





             c) Somos presencia de Cristo

            La participación en la liturgia nos cristifica, nos une de tal modo con Cristo, que nos vamos transformando en Él, y así nuestra presencia es una memoria de Cristo para todos, un testimonio real que apunta al Señor y lo señala ante los hombres. Ante ellos, difundimos el buen olor de Cristo: “concédenos, Dios todopoderoso, que quienes han participado en tus sacramentos, sean en el mundo buen olor de Cristo”[1]. El bonus odor Christi es el perfume de una vida santa, bella; “somos el buen olor de Cristo” (2Co 2,15).

            Hasta tal punto es transformante la participación interior en la liturgia, que llegamos a parecernos al mismo Señor, teniendo la mente de Cristo, los sentimientos de Cristo: “te pedimos, Dios nuestro, la gracia de parecernos a Cristo en la tierra”[2], “transformados en la tierra a su imagen”[3], “los celestes alimentos que hemos recibido, Señor, nos transformen en imagen de tu Hijo”[4].

            Somos situados en el mundo a imagen de Cristo, el Hombre nuevo, y recreados en Él en santidad y justicia. Nos despojamos de nuestro hombre viejo para revestirnos de Cristo: “la participación en los sacramentos de tu Hijo nos libre de nuestros antiguos pecados y nos transforme en hombres nuevos”[5]. La liturgia nos transforma en lo más profundo de nuestro ser: “siempre caminemos como hombres nuevos en una vida nueva”[6].


viernes, 24 de febrero de 2017

La paciencia y la esperanza (y IV)

Los dinamismos de la paciencia, cuando se conocen, son una ayuda para vivir pacientemente, aguardando, sosteniendo la esperanza, la gran esperanza, que Dios nos ha concedido.

Ya vimos cómo lo específicamente nuestro es teologal, y ahora hemos de imitar la paciencia de nuestro Dios, así como la paciencia del mismo Cristo en su Encarnación, en su vida entera, en su predicación y, por supuesto, la paciencia de Cristo en su Pasión.

Los profetas, los grandes santos del Antiguo Testamento, los mártires cristianos, son ejemplos sublimes de paciencia porque aguardaban y esperaban algo mucho mayor. En vistas a la esperanza prometida, vivieron y sufrieron pacientemente.

Claro que no por nuestras fuerzas, en versión libre del pelagianismo, sino por la obra interior que construye el Espíritu Santo, nosotros podremos vivir tal paciencia, sublime, heroica, mansa y dulce.

Pero sigamos dando pasos con el artículo de Jean-Louis Bruguès, en Communio, ed. francesa, IX, 4, julio-agosto 1984.


"En cada pecado, la impaciencia

De manera curiosa, cuando santo Tomás estudia la virtud de la paciencia, no aborda los vicios que se le oponen, contrariamente a su método de exposición habitual. Quizás es porque la impaciencia no designa una actitud moral particular, sino más bien la fuente, el primer movimiento de todo pecado. Cuando en el relato del Génesis la serpiente evoca delante de Eva la perspectiva de "ser como dioses" (Gen 3,5), la mujer no manifiesta ninguna sorpresa. Lo sabía. La creación a imagen de Dios no debe intepretarse de manera estática. Hay que verla también como la inauguración de un proceso de "divinización". Creado a su imagen, el hombre sabe que se convertirá en semejante a Dios y que lo verá tal cual es (1Jn 3,12). Así la tentación de la serpiente no se dirige al término, sino a los medios. Sin duda se ha favorecido exageradamente una lectura prometeica del relato bíblico: se ha hecho del "pecado original" un pecado de orgullo y revuelta. Eva quiso todo -convertirse en Dios- y su aspiración se justifica porque está inscrita en la lógica de la creación. 

miércoles, 22 de febrero de 2017

¡La Verdad! (meditación - reflexión)

¡La Verdad!

¿Y qué es la Verdad? -pregunta el escéptico Pilato, un relativista moderno.

Pero resulta que Alguien se ha proclamado "el Camino y la Verdad y la Vida" (Jn 14,6).




En Cristo ha brillado la gracia y la verdad, por Él nos han venido (cf. Jn 1,1-18). El mismo hombre creado, que participa del Logos por medio de su razón-inteligencia tiene tal estructura que está hecho para la Verdad y sin la Verdad se halla frustrado. El hombre ha sido creado capaz de Dios, por tanto, su razón es capaz de abrazar la Verdad y reconocerla.

La Verdad es nuestro anhelo, perenne necesidad, eterna felicidad.

"Movido por un amor sin medida, Dios ha querido acercarse al hombre que busca su propia identidad y caminar con él (cf. Lc 24,15). Lo ha liberado de las insidias del "padre de la mentira" (cf. Jn 8, 44) y lo ha introducido en su intimidad para que encuentre allí, sobreabundantemente, su verdad plena y su verdadera libertad. Este designio de amor concebido por el "Padre de la luz" (St 1,17; cf. 1P 2,9; 1Jn 1,5), realizado por el Hijo vencedor de la muerte (cf. Jn 8,36), se actualiza incensantemente por el Espíritu que conduce "hacia la verdad plena" (Jn 16,13).

La verdad posee en sí misma una fuerza unificadora: libera a los hombres del aislamiento y de las oposiciones en las que se encuentran encerrados por la ignorancia de la verdad y, al abrirles el camino hacia Dios, une a unos con otros. Cristo destruyó el muro de separación que los había hecho ajenos a la promesa de Dios y a la comunión de la Alianza (Cf. Ef 2,12-14). Envía al corazón de los creyentes su Espíritu, por medio del cual todos nosotros somos en Él "uno solo" (cf. Rm 5,5; Gal 3,28). Así llegamos a ser, gracias al nuevo nacimiento y a la unción del Espíritu Santo (cf. Jn 3,5; 1Jn 2, 20. 27), el nuevo y único Pueblo de Dios que, con las diversas vocaciones y carismas, tiene la misión de conservar y transmitir el don de la verdad. En efecto, la Iglesia entera, como "sal de la tierra" y "luz del mundo" (cf. Mt 5, 13-14), debe dar testimonio de la verdad de Cristo, que hace libres.

sábado, 18 de febrero de 2017

La belleza auténtica (Palabras sobre la santidad - XXXV)

Cuando vienen modas o ideologías, que subrayan con fuerza un esteticismo que busca sólo la belleza formal, exterior, identificada además con una estética concreta y única, la barroca, hablar de belleza podría parecer que carece de sentido. Pero es que la belleza nunca se identifica con el esteticismo.


El esteticismo se detiene únicamente en las formas, y no accede a la Verdad de las cosas, de los elementos y de la realidad. Aunque lo sublime y quiera trascender, el esteticismo se agota en sí mismo, atándose a unas formas, un contenido formal de alguna época histórica, y fuera de él, de ese estilo único y concreto, todo lo halla vulgar, vacío, irreligioso. Pero el esteticismo no es la belleza.

La belleza es cualidad de Dios; aquello que fascina, atrae la vista, causa impacto reflejando la Verdad, mostrándola de manera sugerente. Dios es la Belleza misma y de su Belleza participan todas las demás cosas, todos los demás seres... y participan de modo especialísimo los santos. En efecto, éstos han sido iluminados y transfigurados que su propia existencia se convierte en bella con una belleza participada.
 

domingo, 12 de febrero de 2017

Nadie reza solo (IV)

La vida cristiana tiene una gran parte que es "invisible", incluso mayor que la parte "visible". Lo que vemos es poco comparado con todo lo que nos rodea y es invisible. El Misterio de Dios sostiene y rodea nuestra vida.


Ya en la liturgia, por ejemplo, cuando cantamos el "Sanctus", lo hacemos no únicamente los participantes que vemos allí presentes, sino que intervienen y nos rodean "los ángeles y los arcángeles, y con todos los santos", "los ángeles y todos los coros celestiales".

El Oficio divino, incluso recitado en privado, es siempre y en todo momento oración eclesial y la Iglesia entera prolonga un canto de alabanza y glorificación cuando alguien tiene entre sus manos el libro de la Liturgia de las Horas.

"La oración, que se dirige a Dios, ha de establecer conexión con Cristo, Señor de todos los hombres y único Mediador, por quien tenemos el único acceso a Dios. Pues de tal manera él une así a toda la comunidad humana, que se establece una íntima unión entre la oración de Cristo y la de todo el género humano. Pues en Cristo y solo en Cristo la religión del hombre alcanza su valor salvífico y su fin.

viernes, 10 de febrero de 2017

El apostolado seglar en el mundo (y II)

Continúa el discurso de Pablo VI sobre el apostolado seglar en el mundo, la acción del laicado en la Iglesia y en la sociedad, entre los hombres.


Está necesitado siempre de una base sólida, es decir, una espiritualidad viva, ardiente, fervorosa, que lo sostiene y le pone en contacto vivo con Cristo de modo que el apostolado nunca sea adoctrinamiento ni ideología, ni por la fuerza del pelagianismo se convierta en un super-héroe de causas sociales. El apóstol siempre será un testigo del Señor y sólo puede ser testigo del Señor.

Además, viviendo así, se sentirá enviado y acompañado por la Iglesia, sin presentarse a título propio ni exponer sus personalísimas ideas o teorías, siempre "modernas y adaptadas al mundo", sino sabiéndose miembro de la Gran Iglesia, que va plantando con pequeños ladrillos, sencillos, la Iglesia entre quienes aún no están en ella. 

Esa conciencia católica, finalmente, evitará un gravísimo peligro, siempre latente, y es interpretar el apostolado como un proselitismo que dirija a los demás hacia lo mío, mi grupo o movimiento o comunidad, reduciendo la evangelización a la agregación al propio grupo apostólico. El apostolado conduce a la Iglesia y acompaña a los hombres a la Iglesia y en ella cada cual descubrirá dónde está su lugar o qué sitio le asigna el Señor o su personalísimo camino espiritual. Mucho de lo que se hace apostólica está viciado y es infecundo porque sólo busca la parcialización, la adhesión a lo propio como si fuera lo único bueno que hay en toda la Iglesia. Ejemplos de lo anterior no faltan.

La palabra del papa Pablo VI da claves seguras.


miércoles, 8 de febrero de 2017

El culto para la vida (participar) - I


            Cuando participamos en la liturgia, todos, los fieles, recibimos la impronta del Espíritu Santo que, haciéndonos tomar la forma de Cristo, nos sitúa en el mundo para vivir una liturgia santa, encarnada en lo concreto de nuestra vida. ¿Cómo? Las oraciones, especialmente la oración de postcomunión, apuntan en esa dirección y entonces se ve el fruto real de la participación de los fieles en la liturgia, así como muchas preces en Laudes. O dicho de otra forma, la participación interior de los fieles nos conduce a un modo de vivir santo en el mundo.



            a) Modelada según la liturgia

            Aquello que hemos visto y oído, lo que nuestras manos han tocado, la Palabra de la Vida en la misma liturgia, dan forma a nuestra vida. Lo celebrado no es un paréntesis ritual, sino una transformación: “te suplicamos, Señor, que se haga realidad en nuestra vida lo que hemos recibido en este sacramento”[1], prolongando eucarísticamente en lo cotidiano lo vivido en los sacramentos: “concede a cuantos celebramos los misterios de la pasión del Señor manifestar fielmente en nuestras vidas lo que celebramos en la eucaristía”[2].

            Esta acción de la liturgia no es espontánea, ni para un momento, sino que su acción se despliega de un modo permanente por gracia, hasta ir alcanzando todas las fibras de nuestro ser y nuestro obrar: “concédenos, Dios todopoderoso, que la fuerza del sacramento pascual, que hemos recibido, persevere siempre en nosotros”[3], y otra oración muy semejante suplicará: “el fruto de este santo sacrificio persevere en nosotros y se manifieste siempre en nuestras obras”[4]. La gracia de la vida litúrgica posee una nota de continuidad: “su fruto se haga realidad permanente en nuestra vida”[5].

            La vida litúrgica es fuente de santidad: “te rogamos, Señor, que esta eucaristía nos ayude a vivir más santamente”[6], “la participación en los santos misterios aumente, Señor, nuestra santidad”[7].

lunes, 6 de febrero de 2017

La paciencia y la esperanza (III)

La catequesis sobre la paciencia ilumina la virtud teologal de la esperanza.

La paciencia es su apoyo, su sostén, ante las luchas interiores y el dominio de uno mismo, así como la resistencia ante circunstancias exteriores difíciles, adversas, inesperadas.

Va auxiliada por la longanimidad y la constancia. Así, como en un racimo de virtudes auxiliares, la esperanza se mantiene firme en lo cotidiano, en la vida sencilla y gris, tal vez, de cada día, sin caer ni en el desánimo ni en la tristeza. Entonces se sigue caminando.


"¿Es cristiana la paciencia?


Se podrá juzgar, quizás, todo este análisis como muy humano. ¿En qué se distingue la paciencia cristiana de la paciencia estoica, por ejemplo, en la que se inspiran los Padres? La cuestión, muy antigua, se ha vuelto a plantear en los años 70 con ocasión del largo debate que animó la teología moral: ¿existe una ética específicamente cristiana? El propósito de estas líneas no podría ser retomar para discutirlos todos los datos del problema. En un plano humano, absolutamente nada puede distinguir la paciencia cristiana de la paciencia no-cristiana. Si los Padres como Tertuliano, Lactancio, san Ambrosio o san Agustín y, más tarde santo Tomás o incluso san Francisco de Sales conservaron el enfoque estoico de la paciencia para insertarlo en una perspectiva cristiana, es porque valoraban este enfoque como correcto y satisfactorio. Decir, por ejemplo, que el análisis de un Tertuliano es más estoico que cristiano, como lo hace el presentador de una edición reciente de este Padre, sólo es pertinente si se limita al campo exclusivo de la reflexión moral. Pero no es en su dimensión moral o psicológica como la paciencia cristiana ofrece alguna originalidad. Porque ella traduce una constante del comportamiento humano, el análisis estoico perdura, a nuestro parecer, perfectamente admisible aún hoy.

El presente ejemplo de la paciencia nos permite subrayar una respuesta de más largo alcance: lo específico de la ética cristiana no debe ser buscado en los componentes "morales", además todos prestados, todos importados en tierra cristiana, sino en su dimensión "teologal".

sábado, 4 de febrero de 2017

Enfermedad y salud (sin conviene)

Como sabemos, cuando se celebra el sacramento de la Unción de enfermos, pedimos la salud tanto del alma como del cuerpo al enfermo. Pero siempre la doctrina de la Iglesia nos ha enseñado que uno de los efectos de dicho sacramento es conferir la salud "si conviene" a la salvación del enfermo.


Ya de entrada nos está diciendo que todo es aparente y que la enfermedad, que aparentemente puede ser un gran mal, a lo mejor sí nos conviene; muchos enfermos han experimentado la enfermedad como prueba y como una bendición para otras muchas cosas, se han "humanizado" quienes tal vez eran muy duros y fríos para todo, o ha servido para descubrir al Señor cuando antes ni lo veían. Y la salud, que aparentemente es un bien, puede privarnos de bienes mayores porque se puede hacer un mal uso de esa salud.

San Agustín lo explicaba a sus fieles. Hemos de pedir la salud "si nos conviene", es decir, si conviene al bien de nuestra alma. Dios sabe hablarnos y conducirnos mediante el lenguaje de la enfermedad y el lenguaje de la salud.

miércoles, 1 de febrero de 2017

Nadie reza solo (III)

Cada uno, por el Bautismo, lleva en cierto modo a toda la Iglesia en su alma, y se convertirá en "católico" cuando su corazón sea así, integrador, portando en sí a la Iglesia entera.

Ya Orígenes, en un texto clásico, maravilloso, recogido por De Lubac, señal su deseo de ser un "vir ecclesiasticus", es decir, un hombre de Iglesia, con sentido de Iglesia: "En cuanto a mí, mi deseo es el de ser verdaderamente eclesiástico" (In Lc., hom. 2).

Ahondemos más, porque así entenderemos mejor la oración cristiana en la comunión de los santos, cuanto mejor comprendamos la naturaleza eclesial.

De Lubac escribía:

"En nuestro lenguaje actual, este bello nombre["eclesiástico"] está desgastado por no decir que está degradado. Se ha convertido en el título con que se designa una profesión determinada en los registros de la administración civil, en una etiqueta que se pone en el anaquel de determinadas prendas. Y en la misma Iglesia apenas lo usamos sino en un sentido puramente exterior. ¿Quién le devolverá su amplitud y nobleza? ¿Quién nos enseñará a conocer los valores que evocaba antiguamente? En su primera acepción, sin distinción obligada entre clérigo y laico, el "eclesiástico", vir ecclesiasticus, significa hombre de Iglesia. Él es el hombre en la Iglesia. Mejor aún, es el hombre de la Iglesia, el hombre de la comunidad cristiana. Si la palabra en este sentido no puede ser arrancada del todo al pasado, que al menos perdura su realidad. ¡Que ella reviva en muchos de nosotros!

***

"En cuanto a mí, proclamaba Orígenes, mi deseo es el de ser verdaderamente eclesiástico". No hay otro medio, pensaba él con sobrada razón, para ser plenamente cristiano. El que formula semejante voto no se contenta con ser leal y sumiso en todo, exacto cumplidor de cuanto reclama su profesión de católico. Él ama la belleza de la Casa de Dios. La Iglesia ha arrebatado su corazón. Ella es su patria espiritual. Ella es "su madre y sus hermanos". Nada de cuanto la afecta le deja indiferente o desinteresado. Echa sus raíces en su suelo, se forma a su imagen, se solidariza con su experiencia. Se siente rico con sus riquezas. Tiene conciencia de que por medio de ella, y sólo por medio de ella, participa de la estabilidad de Dios. Aprende de ella a vivir y a morir. No la juzga, sino que se deja juzgar por ella. Acepta con alegría todos los sacrificios que exige su unidad" (De Lubac, Meditación sobre la Iglesia, cap. VII, pp. 192-193).