La vida cristiana tiene una gran parte que es "invisible", incluso mayor que la parte "visible". Lo que vemos es poco comparado con todo lo que nos rodea y es invisible. El Misterio de Dios sostiene y rodea nuestra vida.
Ya en la liturgia, por ejemplo, cuando cantamos el "Sanctus", lo hacemos no únicamente los participantes que vemos allí presentes, sino que intervienen y nos rodean "los ángeles y los arcángeles, y con todos los santos", "los ángeles y todos los coros celestiales".
El Oficio divino, incluso recitado en privado, es siempre y en todo momento oración eclesial y la Iglesia entera prolonga un canto de alabanza y glorificación cuando alguien tiene entre sus manos el libro de la Liturgia de las Horas.
"La oración, que se dirige a Dios, ha de establecer conexión con Cristo, Señor de todos los hombres y único Mediador, por quien tenemos el único acceso a Dios. Pues de tal manera él une así a toda la comunidad humana, que se establece una íntima unión entre la oración de Cristo y la de todo el género humano. Pues en Cristo y solo en Cristo la religión del hombre alcanza su valor salvífico y su fin.
Una especial y estrechísima unión se da entre Cristo y aquellos hombres a los que él ha hecho miembros de su Cuerpo, la Iglesia, mediante el sacramento del Bautismo. Todas las riquezas del Hijo se difunden así de la cabeza a todo el cuerpo: la comunicación del Espíritu, la verdad, la vida y la participación de su filiación divina que se hacía patente en toda su oración mientras estaba en el mundo" (IGLH 6-7).
"Con la alabanza que a Dios se ofrece en las Horas, la Iglesia canta asociándose al himno de alabanza que perpetuamente resuena en las moradas celestiales; y sienta ya el sabor de aquella alabanza celestial que resuena de continuo ante el trono de Dios y el Cordero" (IGLH 16).
Así, el Oficio divino, aun rezado en privado -un seglar en su casa o un sacerdote- siempre es alabanza de Cristo al Padre, oración de toda la Iglesia:
"Esta oración recibe su unidad del corazón de Cristo. Quiso, en efecto, nuestro Redentor «que la vida iniciada en el cuerpo mortal, con sus oraciones y su sacrificio, continuase durante los siglos en su cuerpo místico, que es la Iglesia»; de donde se sigue que la oración de la Iglesia es «oración que Cristo, unido a su cuerpo, eleva al Padre». Es necesario, pues, que, mientras celebramos el Oficio, reconozcamos en Cristo nuestras propias voces y reconozcamos también su voz en nosotros" (Pablo VI, Const. Laudis canticum).
La vida cristiana entera se desarrolla y se despliega con unos maravillosos vínculos: la comunión de los santos, unidos entre sí, unidos unos con otros en el Cuerpo vivo y espiritual de Jesucristo. Una misma caridad recorre todo este Cuerpo, un mismo Espíritu Santo mueve a la oración y cuando un miembro ora, todos se felicitan, se alegran con él, reciben el bien de esa oración.
"Deberíamos darnos cuenta que ningún ser humano es una mónada cerrada en sí misma. Nuestras existencias están en profunda comunión entre sí, entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones. Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo. En mi vida entra continuamente la de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y viceversa, mi vida entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el mal. Así, mi intercesión en modo alguno es algo ajeno para el otro, algo externo, ni siquiera después de la muerte" (Benedicto XVI, Spe Salvi, 48).
La vida de oración, la oración misma, alcanza nuevas dimensiones y profundidades insospechadas cuando la valoramos y percibimos como un desarrollo o un ejercicio concreto de la comunión de los santos. La soledad de la oración personal se vuelve una soledad fecunda y acompañada en el Misterio, y evita todo aislamiento, todo intimismo, todo considerar algo privado-mío, en contraposición a los demás.
Nadie reza solo. Con cada uno de nosotros reza Cristo y la Iglesia entera. A cada uno de nosotros, incluso con la puerta cerrada de la habitación, en lo secreto del Padre, le acompaña Jesucristo, le rodea los ángeles y arcángeles, están presentes todos los santos y llega y alcanza a cuantos están bautizados, los conozcamos o no. Así, el fruto de nuestra oración puede llegar a cualquier persona en cualquier parte; con nuestra oración, se dilata la caridad sobrenatural y hasta la eficacia apostólica a cualquier rincón, a cualquiera que Dios le haga llegar nuestra oración, pequeña.
"Desde el punto de vista de la experiencia, el creyente aporta primera a su oración sus necesidades personales, su desamparo, su propia preocupación. En cambio, la oración comunitaria es necesariamente más objetivo y más "generalizante". Se podría concluir entonces de esto que la plegaria eclesial está más vinculada al ésjaton, y la oración personal más fuertemente marcada por las necesidades inmediatas de lo cotidiano y de la historia. Este hipótesis pide ser matizada, incluso si es necesario tener el cuidado de atenuar la diferencia legítima de la oración personal y de la oración comunitaria.
Toda oración "dirigida a Dios por Cristo", per Christum ad Deum, se realiza en la comunión de la Iglesia. La oración de petición del creyente debe así concordar con la obra de la salvación de Cristo en su Iglesia, y ser así una petición que la Iglesia misma pueda hacer suya. Esta vale recíprocamente en la oración cultual: la Iglesia-comunidad reza por las necesidades de cada uno en particular, en las diversas intercesiones de la liturgia eucarística y de la liturgia de las horas.
Existe un vínculo íntimo entre la oración de cada creyente y la oración de todos como Iglesia. Orar individualmente es hacer la experiencia de una pertenencia a la Iglesia: aquel que ora no está solo delante de Dios. Por esta razón, la oración litúrgica reúne las necesidades concretas de los creyentes -dimensión que aparece muy particularmente, en las normas litúrgicas, en los momentos de la liturgia en que la libertad de elección y creatividad son posibles [o sea: las peticiones para la oración de los fieles, y esto dentro de un cierto orden]. Esto implica que el celebrante de una liturgia está invitado, en la elección de los textos y formularios, a responder pastoralmente a las necesidades de los fieles, y no a su propio gusto.
La oración cristiana excede los límites de la "oración de petición". No se puede orar al margen del presente concreto, y poniéndolo entre paréntesis. Al inscribirse en la relación de Cristo con su Padre, la oración de los cristianos debe realizar en el espacio que es objetivamente el de la Iglesia. Esta es la tarea de la liturgia de las horas: haciendo presente la oración del Hijo al Padre, santifica todo el tiempo, toda hora, refiriéndola al misterio de Dios. Esto conlleva que la liturgia de las horas, como plegaria común de la Iglesia, no sea considerada como el privilegio (o la carga...) únicamente de sacerdotes y religiosos. La renovación litúrgica ha animado, con razón, la participación de todos los bautizados en la oración de las horas.
Ya en el Nuevo Testamento, la oración cristiana tiene el doble carácter de una plegaria comunitaria y de una plegaria privada, constituyendo una y otra las modalidades legítimas de la vida espiritual. Cada forma de oración debe protegerse de los peligros simétricos como pueden ser la privatización de la vida de oración o, por el contrario, su rigidez pública. Es esencial que el cristiano se separa, cuando ora, miembro del cuerpo de Cristo que es la Iglesia.
Pero es igualmente esencial que la comunidad eclesial tenga en cuenta y lleve en su oración las necesidades reales de los creyentes. Sólo así la oración cristiana brotará de Cristo mismo y le será devuelta en la comunión de la Iglesia y de los Santos".
(AMBAUM, J., Dimension communautaire et personelle, en: Communio, ed. francesa, X,4, juillet-août 1985, pp. 43-44).
Los cristianos no podemos orar más que en cuanto que somos miembros del cuerpo místico de Cristo, en cuanto que estamos unidos a Cristo y a la Iglesia.
ResponderEliminarEs un bello Misterio que Cristo y todos los santos oren con nosotros.
Con san Cirilo y san Metodio, oramos: Señor Jesucristo, tú que por medio de los santos pastores eres el médico de los cuerpos y de las almas, haz que nunca falten en tu Iglesia los ministros que nos guíen por las sendas de una vida santa (de las Preces de Laudes.