El ciclo litúrgico de
la Navidad es alegría, especialmente festivo, tras la discreta
austeridad y moderación del Adviento. Motivos tenemos, sin duda, para
cantar el Misterio de la Navidad, el Acontecimiento que cambió la
historia para siempre: Dios sin dejar de ser lo que era, ha asumido lo
que no era; Dios se ha hecho hombre para redimir al hombre.
El canto, que es
connatural a la liturgia y no un adorno añadido, algo periférico que
estorbe, debe responder siempre a la naturaleza de la liturgia: acción
de Cristo y de la Iglesia, presencia y actuación del Misterio, y su
letra ser confesante de la fe cristiana, inspirada en textos bíblicos,
salmos o textos de la misma liturgia, así como su música y melodía que
necesita una "bondad" de las formas, solemne, adecuada a la liturgia.
La buena
intención no basta; es insuficiente conformarse con que "se cante", con
que lo importante es cantar, sin atender ni a la música ni a la letra de
lo que se canta, y el ciclo navideño parece ser la expresión cumbre:
aquí se introduce lo "popular-folclórico" con total impunidad, atentando
contra la belleza del Misterio. "No todo conviene" que diría san Pablo,
aun cuando los villancicos populares "sean lícitos", anclados en el
sentimiento popular. Éstos tienen su lugar propio, festivo, hogareño,
pero no están pensados, ni mucho menos, para el ámbito sagrado de la
liturgia.
Si
la catequesis se titula "cantamos la liturgia de Navidad" es para
resaltar que lo que se canta es LA liturgia de Navidad, no DURANTE la
liturgia de Navidad cualquier canto popular o villancico o como si la
liturgia pudiese ser el pretexto para cantar -fuera de contexto- los
pocos villancicos simpáticos que nos sabemos.
Repasemos someramente los cantos de Navidad, aquello que hemos de cultivar con esmero.