La santidad tiene unas
notas comunes para todos los bautizados.
Primero, una profunda comunión e intimidad con Jesucristo. Todos los santos
han sido personas de oración, absolutamente todos. Unos le habrán dedicado más
tiempo por vocación o estado de vida, otros menos tiempo porque han vivido
trabajado, o entregados a tareas apostólicas, como tantas religiosos y
religiosas de vida activa, pero todos han vivido de la oración. Desde que la Iglesia profundizó el
misterio eucarístico y valoró la presencia eucarística de Cristo en el
Sagrario, todos los santos han amado el sagrario, y sus mayores experiencias de
oración han sido en el Sagrario, y no hay santidad que no pase por el sagrario.
Quien desprecie o no valore o no ame el Sagrario no está en camino de santidad
aunque se sepa los 72 libros de la
Biblia de memoria. ¡También un ordenador puede tenerlos
archivados! No hay santidad que no pase por el Sagrario.
Segundo, la santidad, para
todos, es el ejercicio y del desarrollo
de las virtudes teologales, la fe, la esperanza, la caridad, y se dice, en
lenguaje técnico, en grado heroico, sufriendo crisis, oscuridad, persecuciones,
pero en grado heroico vivieron estas tres virtudes que vienen de Dios y cuyo
objeto es Dios, acompañadas, además, de las virtudes cardinales: prudencia,
justicia, fortaleza y templanza.
Tercero, todos los santos han amado profundamente a la Iglesia. Ninguno
habló mal de Ella, ni la atacó nunca, antes bien, los santos la han amado.
Sabían las miserias de la
Iglesia, sabían los pecados de la Iglesia, de los Papas
–véase sino la historia de la
Iglesia-, los pecados de los obispos, de los sacerdotes...
sin embargo, amaron la Iglesia,
y ofrendaron su vida a la
Iglesia. No hicieron guetos, no se refugiaron cálidamente
“con los suyos”, cerrándose. ¡Amaron la Iglesia y se entregaron a Ella! Los santos,
cuando han tenido que reformar la
Iglesia, lo han hecho desde dentro de la Iglesia aguantando calumnias,
críticas, etc. Por ejemplo, San Juan de Ávila, que no pertenecía a nada,
reformó el clero, creó colegios sacerdotales, universidad de Baeza, predicando
misiones populares, predicando en los monasterios de clausura... S. Ignacio de
Loyola, Sta. Teresa de Jesús, S. Juan de la Cruz, que no es solamente poeta y místico, sino
también un buen gobernante de su provincia carmelita, y hábil político.
Reformaron a la Iglesia
con amor y desde dentro, aguantando persecuciones. San Juan de la Cruz a la hora de morir sufre
incluso la persecución del prior de Úbeda, porque éste no le perdonaba que,
siendo Vicario de Andalucía, le corrigió por sus abusos y escándalos años
atrás. Este prior le prohibió a San Juan de la Cruz, cuando estaba muriendo, las visitas de los
hermanos, le daba la peor comida, etc... Murió en santidad, pero incomprendido
de los suyos, por poner el listón de la santidad bien alto y reformar la Iglesia. ¡Misterio de
Cruz!