Hay un mandato urgente y grave:
“Sed santos” (Lv 19,8), “Sed perfectos como vuestro Padre…” (Mt 5,48), “ésta es
la volunta de Dios, vuestra santificación” (1Ts 4,3), que se recibe consciente
del largo trecho que aún nos aguarda. Es un imperativo del Señor para sus
hijos, ¡sed santos!, y al mismo tiempo, reconocemos que es una necesidad para
el bien de la Iglesia,
de los hombres, del mundo.
Lo
que se edifique sobre la base de la santidad será sólido y bueno; lo que se
construye sin santidad, sólo por esfuerzo o buenismo moral o activismo, se
destruye pronto, se derrumba… sin contar que el pecado personal vuelve estéril
o infecundo cuanto hagamos.
Imperativo
y necesidad de santidad, sí, que incluye a todos y abarca a todo bautizado. Ninguno
se puede contentar con una vida cristiana bajo mínimos, con un seguimiento
acomodado al propio capricho, con una vida insulsa o inconsistente. El signo de
la santidad debe brillar en todos los hijos de Dios, en todas las acciones,
apostolados y misiones; debe darse en cada momento, cada paso y cada instante
de un hijo de la Iglesia;
debe marcar hasta las cosas más sencillas y cotidianas –“ya comáis, ya bebáis…”
(1Co 10,31)-, en toda pequeña obra de misericordia.
La
santidad es la verdad del cristianismo; la santidad es la consecuencia última y
desarrollo pleno de nuestro bautismo.
La
vida de la Iglesia,
su liturgia, su predicación, su oración, etc., acompaña a los fieles para que
descubran su llamada a la santidad, la cultiven, crezcan en ella. Bajo el signo
de la santidad hay que situar la vida entera de la Iglesia, despertando en
cada generación a los fieles cristianos el anhelo de una santidad real,
concreta y cotidiana.
“El Concilio ha querido recordar que la vida cristiana debe ser santa.Comúnmente, la santidad parece un término extremo y superlativo, una manifestación excepcional de perfección moral y religiosa, inaccesible a la mayoría, no un estado normal ofrecido a todos y a todos exigible, porque de ordinario damos esta calificación de santidad a las figuras humanas que han realizado con medida colmada y sublime el ideal del seguidor de Cristo, héroe, al mártir, al asceta, al campeón que se destaca en la multitud y presenta una talla superior y singular de la personalidad humana, agigantada, no sólo por un esfuerzo bien logrado en la imitación del Maestro divino, sino también por la preferencial abundancia de dones carismáticos y de una mística comunión con la vida misma de Cristo, en virtud de la cual, él, el santo, puede decir con todo derecho: “Para mí la vida es Cristo” (Flp 1,21). Es decir, hemos hecho de la hagiografía el paradigma de la santidad” (Pablo VI, Audiencia general, 14-julio-1971).
Lo
mejor y más “productivo” para la
Iglesia y el mundo es, sin duda, la vida en santidad, las
vidas santas de los fieles bautizados, es decir, aquellos que se han dejado
amar por Cristo, viven según Cristo, se han entregado a Cristo, nada estima ni
valoran sino a Cristo, no anteponen nada a Cristo.
En
el Bautismo se nos infundió gratuitamente la vida divina y toda gracia. Fue un
don, y como tal, inmerecido, no ajustado a nuestros méritos ni capacidades;
tampoco exigible a Dios, en forma de un derecho que es posible reclamar.
El
don de Dios es gratis, superior a todo, viene dado sólo porque Él es Bueno y
nos ama. Nos toca simplemente suplicarlo, acogerlo disponiblemente, cuidarlo,
conservarlo, acrecentarlo, desarrollarlo… ¡con profunda humildad!
Entre
los dones del Bautismo está la santidad:
“La santidad es un don; la santidad es común y accesible a todos los cristianos; la santidad es el estado, podemos decir, normal de la vida humana, elevado a una misteriosa y estupenda dignidad sobrenatural; es la novedad traída por Cristo como regalo a la humanidad redimida por Él en la fe y en la gracia (cf. Rm 6,4)” (Pablo VI, Audiencia general, 14-julio-1971).
A
todo don corresponde una respuesta, una colaboración, una seriedad de quien
sabe valorar la grandeza de lo que ha recibido y fructificarlo. Así se
comprende que sea un imperativo y una necesidad. El don de santidad
germinalmente lo entrega el Espíritu en el Bautismo, pero su imperativo es
desarrollarlo: Dios da lo que manda, porque lo que pueda luego mandar lo que
quiera, parafraseando al gran Agustín (cf. Conf
X,29,40).
No
se permiten los extremos dañinos: unos que quieren labrar su propia santidad
por sí mismos y según sus fuerzas naturales, sus capacidades humanas y su
compromiso solidario: eso es pelagianismo con sus distintos disfraces (buenismo
moral, activismo, etc.); el otro extremo igualmente dañino es que como la
santidad es don y gracia, uno se queda quieto, inactivo, sin hacer nada, como
quien enterró el talento (eso sería quietismo, o pereza espiritual…).
En
lugar de los extremos, en medio está la virtud: al don recibido corresponde la
tarea, la responsabilidad. La santidad iniciada en el Bautismo debe ser
desarrollada por gracia poniendo los medios adecuados y proporcionados.
“Es, no sólo don, es también deber” continuaba diciendo Pablo VI; “la santidad, suponiendo el don divino de la gracia, que nos consagra santos, se convierte en obligación, en el ejercicio más exigente de nuestra libertad. Los cristianos, dice el Concilio, “deben con la ayuda divina, mantener y perfeccionar, viviéndola, la santidad que han recibido” (LG 40). La santidad no es pasiva; no exonera al hombre de un esfuerzo moral continuo, sino que brota como una imperiosa vocación del hecho de la educación del hombre al rango de hijo de Dios. “Sed perfectos, enseña Jesús, como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5,48); “como conviene a santos”, añade Pablo (Ef 5,3)” (Pablo VI, Audiencia general, 14-julio-1971).
Por
ahí, así pues, debe ir la predicación de la Iglesia, su catequesis, su formación, sus
acciones pastorales, su acompañamiento espiritual: anunciar la santidad y
ayudar a forjarla.
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