Una vez más: la reparación sólo se entiende profundizando en la maldad
y el desamor que conlleva todo pecado. ¡El pecado es desamor! ¡El pecado es
amor de uno mismo hasta el desprecio de Dios![1]
Al ver este misterio de
iniquidad en la humanidad necesitada de redención y entre los mismos miembros
de la Iglesia,
el corazón se nos conmueve; conocemos, además, la propia fragilidad y nuestras
infidelidades al Señor: ¡qué mal hemos respondido a tanto Amor de Dios en
nuestras vidas!
Viendo este misterio de pecado, el alma católica desea
colaborar con Cristo por medio de la reparación, trabajar hoy con Cristo en la
redención del mundo para que todos los hombres se salven y lleguen al
conocimiento de la verdad, para que todos conozcan, esperen y amen a Dios, para
que el amor sea más fuerte que el pecado, para que la vida de Cristo triunfe
sobre la muerte.
¡El Amor no es amado!, gritaba S. Francisco de Asís. Su grito
resuena en el alma suscitando el deseo de amarle más y mejor, por nosotros pero
también por los que no lo aman, o lo aman poco, o lo aman con tibieza y
frialdad.
El pecado como desamor sólo puede ser redimido por el amor, que fue el
camino por el cual nos redimió Cristo (“me
amó y se entregó por mí”, Gal 2,20), y el único camino que posibilita el
ser corredentores con Él.
La reparación no es solamente caridad, amor teologal, sino uno de los ejercicios
más elevados de amor. La medida de todo amor es el sacrificio, y si el amor no
está abierto al sacrificio, no es verdadero amor. “Mi amor está crucificado”[2], y el sufrimiento es modo
perfecto de mostrar el amor, por eso la prueba de que Dios nos ama es la
entrega de Cristo[3],
la señal del Amor de Dios es Cristo crucificado por amor.
La reparación, desde
estos caminos del Espíritu, es el modo de purificarnos de los restos de desamor
que nos quedan tras el pecado y, mejor aún, el mayor bien que podemos ofrecer a
los hermanos porque es lo mismo que Cristo ofreció y sigue ofreciendo a los
hombres: amor, redención y salvación.
“He aquí, pues, -escribe Sta. Teresa del Niño Jesús, doctora de la Iglesia- todo lo que Jesús exige de nosotros. No tiene necesidad de nuestras obras, sino sólo de nuestro amor. Porque ese mismo Dios que declara que no tiene necesidad de decirnos si tiene hambre, no vacila en mendigar un poco de agua a la Samaritana. Tenía sed... Pero al decir: “Dame de beber”, lo que estaba pidiendo el Creador del universo era el amor de su pobre criatura. Tenía sed de amor...”[4].
El rostro más auténtico de la reparación, su fisonomía espiritual es
amor al Señor por los que no lo aman por sus propios pecados, redoblar nuestro
amor –más auténtico, diáfano, puro- y mostrarle nuestro amor con signos
concretos, y mediante este amor reparador, cubrir la muchedumbre de pecados[5], padecer con Cristo por
amor –un amor que lleva a configurarse y abrazarse al Crucificado- restaurando
el amor allí donde el pecado ha introducido ruptura, división, frialdad,
desamor.
La oración siempre es reparadora, la adoración eucarística es amor que
responde al Amor eucarístico del Señor, la intercesión a favor de los otros en
oración sacerdotal unidos a Cristo Sacerdote. La oración es medio precioso de
amor reparador, de modo particular, la oración ante el Sagrario o ante el
Santísimo expuesto, y también cualquier rato de oración personal buscado en el
rincón secreto del alma donde sólo Dios ve, porque así la oración es un estar
con Cristo, en intimidad con Él, amando y reparando, poniendo amor que llegará
adonde no hay amor; y esto, convencidos, sabiendo, habiendo experimentado
muchas veces, que “mucho puede la oración de los que sirven al Señor”[6].
“La contemplación es siempre la realización en un individuo de un acto realizado en la Iglesia; nunca es, ni siquiera cuando se practica en el “cubículo” del Sermón de la Montaña, un acto solitario, anacoreta, sino acción que repone en el centro de la Iglesia”[7].
Todo es participar del amor de Cristo y su obra pascual. Ésta es la
invitación de la
Constitución conciliar Gaudium et Spes al afirmar: “¿Cómo
superar tanta miseria? Hay que purificar todas las actividades humanas por la
cruz y la redención de Cristo” (nº 37).
El amor a Jesucristo impele y mueve a
reparar con Cristo, hacernos corredentores con Él, participando de su solicitud
y deseo de salvación para todo hombre.
[1] S. Agustín, De civitate I,
14, 28; citado por el Catecismo de la Iglesia Católica
en el nº 1850, nota 89.
[2] S. Ignacio de Antioquía, A los Romanos, VII,
2.
[3] Cf. Jn 3,16; Rm 5,8.
[4] MB, 1 vº.
[5] Cf. 1P 4,8.
[6] Sta. TERESA DE JESÚS, Vida
31,8.
[7] H.U. VON BALTHASAR, La
oración contemplativa, Madrid, Encuentro, 1988, pág. 58.
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