sábado, 14 de septiembre de 2019

Misterios de amor sobreabundante


Una vez más: la reparación sólo se entiende profundizando en la maldad y el desamor que conlleva todo pecado. ¡El pecado es desamor! ¡El pecado es amor de uno mismo hasta el desprecio de Dios![1] 

Al ver este misterio de iniquidad en la humanidad necesitada de redención y entre los mismos miembros de la Iglesia, el corazón se nos conmueve; conocemos, además, la propia fragilidad y nuestras infidelidades al Señor: ¡qué mal hemos respondido a tanto Amor de Dios en nuestras vidas! 



Viendo este misterio de pecado, el alma católica desea colaborar con Cristo por medio de la reparación, trabajar hoy con Cristo en la redención del mundo para que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, para que todos conozcan, esperen y amen a Dios, para que el amor sea más fuerte que el pecado, para que la vida de Cristo triunfe sobre la muerte. 

¡El Amor no es amado!, gritaba S. Francisco de Asís. Su grito resuena en el alma suscitando el deseo de amarle más y mejor, por nosotros pero también por los que no lo aman, o lo aman poco, o lo aman con tibieza y frialdad.

El pecado como desamor sólo puede ser redimido por el amor, que fue el camino por el cual nos redimió Cristo (“me amó y se entregó por mí”, Gal 2,20), y el único camino que posibilita el ser corredentores con Él.


 
La reparación no es solamente caridad, amor teologal, sino uno de los ejercicios más elevados de amor. La medida de todo amor es el sacrificio, y si el amor no está abierto al sacrificio, no es verdadero amor. “Mi amor está crucificado”[2], y el sufrimiento es modo perfecto de mostrar el amor, por eso la prueba de que Dios nos ama es la entrega de Cristo[3], la señal del Amor de Dios es Cristo crucificado por amor. 

La reparación, desde estos caminos del Espíritu, es el modo de purificarnos de los restos de desamor que nos quedan tras el pecado y, mejor aún, el mayor bien que podemos ofrecer a los hermanos porque es lo mismo que Cristo ofreció y sigue ofreciendo a los hombres: amor, redención y salvación.

¿Qué espera el Señor de nosotros? ¿Hay algo que podamos entregar para siempre y que sea eficaz y aceptable para el Señor? 

“He aquí, pues, -escribe Sta. Teresa del Niño Jesús, doctora de la Iglesia- todo lo que Jesús exige de nosotros. No tiene necesidad de nuestras obras, sino sólo de nuestro amor. Porque ese mismo Dios que declara que no tiene necesidad de decirnos si tiene hambre, no vacila en mendigar un poco de agua a la Samaritana. Tenía sed... Pero al decir: “Dame de beber”, lo que estaba pidiendo el Creador del universo era el amor de su pobre criatura. Tenía sed de amor...”[4].
 
El rostro más auténtico de la reparación, su fisonomía espiritual es amor al Señor por los que no lo aman por sus propios pecados, redoblar nuestro amor –más auténtico, diáfano, puro- y mostrarle nuestro amor con signos concretos, y mediante este amor reparador, cubrir la muchedumbre de pecados[5], padecer con Cristo por amor –un amor que lleva a configurarse y abrazarse al Crucificado- restaurando el amor allí donde el pecado ha introducido ruptura, división, frialdad, desamor. 

La oración siempre es reparadora, la adoración eucarística es amor que responde al Amor eucarístico del Señor, la intercesión a favor de los otros en oración sacerdotal unidos a Cristo Sacerdote. La oración es medio precioso de amor reparador, de modo particular, la oración ante el Sagrario o ante el Santísimo expuesto, y también cualquier rato de oración personal buscado en el rincón secreto del alma donde sólo Dios ve, porque así la oración es un estar con Cristo, en intimidad con Él, amando y reparando, poniendo amor que llegará adonde no hay amor; y esto, convencidos, sabiendo, habiendo experimentado muchas veces, que “mucho puede la oración de los que sirven al Señor”[6]


“La contemplación es siempre la realización en un individuo de un acto realizado en la Iglesia; nunca es, ni siquiera cuando se practica en el “cubículo” del Sermón de la Montaña, un acto solitario, anacoreta, sino acción que repone en el centro de la Iglesia[7].

           

Todo es participar del amor de Cristo y su obra pascual. Ésta es la invitación de la Constitución conciliar Gaudium et Spes al afirmar: “¿Cómo superar tanta miseria? Hay que purificar todas las actividades humanas por la cruz y la redención de Cristo” (nº 37). 

El amor a Jesucristo impele y mueve a reparar con Cristo, hacernos corredentores con Él, participando de su solicitud y deseo de salvación para todo hombre.


[1] S. Agustín, De civitate I, 14, 28; citado por el Catecismo de la Iglesia Católica en el nº 1850, nota 89.

[2] S. Ignacio de Antioquía, A los Romanos, VII, 2.

[3] Cf. Jn 3,16; Rm 5,8.

[4] MB, 1 vº.

[5] Cf. 1P 4,8.

[6] Sta. TERESA DE JESÚS, Vida 31,8.

[7] H.U. VON BALTHASAR, La oración contemplativa, Madrid, Encuentro, 1988, pág. 58.

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