¿Cómo se desarrolla la
santidad?
¿De qué manera la santidad se despliega en nuestra humanidad?
¿Qué va haciendo la santidad en nosotros?
La
santidad eleva lo humano y lo presupone.
A veces queremos “fabricar santos en serie” y que todos sean iguales, la misma
de forma de hablar, de rezar, etc., cuando Dios es lo más original que hay. A
cada uno lo ha hecho absolutamente distinto al otro. ¿Qué hacer? No negar lo
humano que hay en nosotros, no negar lo bueno que Dios ha puesto en cada alma,
porque Él es un artista genial, y cada uno es una obra de arte de Dios.
Hay que
desarrollar lo humano que hay en cada uno de nosotros. ¿Qué valores hay en ti?
¿Eres servicial, trabajador, simpático, alegre? ¿Sabes cantar, tocar, pintar?
No hay que negar y mortificar eso que es bueno, sino desarrollar lo humano.
Dios desarrolla lo humano. No hay nadie más maduro y desarrollado que un santo.
Ese
elevar lo humano hace que se desarrolle todo lo bueno y se ponga al servicio de la Iglesia. Nuestro amor es la Iglesia, y lo que somos y valemos hemos de
ponerlo al servicio de la
Iglesia, no por vanidad o por ostentación, sino para
edificación de la
Iglesia. Nada hay que reservarse, porque lo que uno se
reserva se pudre, está perdiendo su vida; pero que el que pierde su vida entregándola,
ése la encuentra. Quien tenía un talento, según la parábola, y lo enterró, lo
perdió; el que tenía cinco y el que tenía diez lo multiplicó, cada uno según su
capacidad, siendo talentos entregados al Señor para bien de la Iglesia.
Finalmente,
los modos de santidad.
Lo
más hermoso es que la santidad es realmente variada, y no hay dos santos
iguales, ni siquiera en la misma Orden religiosa, sea en el Císter, en el Orden
de Predicadores, en la Orden
agustiniana, sea en el Carmelo. Recordemos las grandes santas del Carmelo:
Francisca de Amboise, Teresa de Jesús, Teresa de Lisieux, Teresa de los Andes,
Sor Isabel de la Trinidad,
Edith Stein, y siendo monjas carmelitas todas ellas, no se parecen entre sí, ni
en el camino de santidad ni en los modos de oración. ¿Tenían que ser todas
iguales por ser monjas carmelitas? Dios hace que la santidad sea muy variada,
enriquece a la Iglesia
con la belleza de la santidad. No se puede pensar que hay un solo modo de
santidad, como no hay un solo modo de hacer oración.
¡Qué
variedad de santidad! ¡La
Iglesia es riquísima en santidad! Por ejemplo, San
Francisco de Borja, Duque de Gandía, de los grandes de España, servidor de
Carlos V, y cuando ve a la emperatriz muerta, exclama: “no quiero servir más a
un señor que pueda perecer”. Se hace jesuita, llega a ser prepósito general. Otro santo, absolutamente distinto, Francisco de Asís: De vivir la vida,
en diversiones con sus amigos, se encuentra con Cristo y pasa a despojarse de todo,
se desnuda delante del obispo y de su padre, se viste de un áspero sayal y se
va a las montañas, para luego ir anunciando a Cristo, predicando de pueblo en
pueblo con una sencillez absoluta. O San Bruno, canónigo magistral de
Reims, donde el arzobispo le hace la vida imposible mientras él madura su
vocación a la soledad y al silencio; se va a la Gran Cartuja,
Chartreuse, desierto y soledad. Cada uno tiene un camino de santidad realmente
distinto, que da armonía y variedad al Cuerpo místico de Cristo.
Además,
los modos de santidad dependen también del estado de vida cristiano. El que
está casado, junto con todas las notas de la santidad, se santificará amando a
su cónyuge, siendo fiel, educando a sus hijos y transmitiéndoles la fe. Es el
estado de vida matrimonial. El religioso se santificará viviendo, casi con
escrupulosidad, los votos de pobreza, obediencia y castidad, además de lo
propio del carisma; si cuida enfermos, haciéndolo con mimo y ternura; en la
enseñanza, preparándose las clases, comportándose delante de los alumnos como
consagrado, rezando por los alumnos; la vida contemplativa, se santificará por
muchas horas de coro, de canto de la Liturgia de las Horas, de oración personal, y con
la obediencia al Abad o Abadesa; el sacerdote se santificará celebrando la Eucaristía, confesando
y predicando...
Sobre esto, San Francisco de Sales escribe genialmente en la Introducción a la vida devota (Parte 1, cap. 3):
"En la misma creación, Dios creador mandó a las plantas que diera cada una fruto según su propia especie: así también mandó a los cristianos, que son como las plantas de su Iglesia viva, que cada uno diera un fruto de devoción conforme a su calidad, estado y vocación.
La devoción, insisto, se ha de ejercitar de diversas maneras, según que se trate de una persona noble o de un obrero, de un criado o de un príncipe, de una viuda o de una joven soltera, o bien de una mujer casada. Más aún: la devoción se ha de practicar de un modo acomodado a las fuerzas, negocios y ocupaciones particulares de cada uno.
Dime, te ruego, mi Filotea, si sería lógico que los obispos quisieran vivir entregados a la soledad, al modo de los cartujos; que los casados no se preocuparan de aumentar su peculio más que los religiosos capuchinos; que un obrero se pasara el día en la iglesia, como un religioso; o que un religioso, por el contrario, estuviera continuamente absorbido, a la manera de un obispo, por todas las circunstancias que atañen a las necesidades del prójimo. Una tal devoción ¿por ventura no sería algo ridículo, desordenado o inadmisible?..."
Además a cada uno el Señor lo llevará por distintos caminos
espirituales, sensibilidad, trato diferente con Cristo, porque son caminos del
Espíritu.
Aspiremos
a la santidad y revisemos con el Señor: ¿Qué he hecho por la santidad? ¿Qué
hago hoy por mi santidad? ¿Qué voy a hacer por mi santidad? Aquí no estamos
para perder el tiempo, estamos para ser santos. ¿Tenemos pecados?
No hay que
desanimarse, Cristo conoce nuestras miserias y las perdona en el Sacramento de la Reconciliación. Es
mejor decirle: “contigo, Señor, puedo”, porque sabemos que “la fuerza se realiza en la debilidad”.
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