Plegaria de origen devocional, de
tipo privado, y sin embargo de buena factura en su contenido, entró en la
liturgia.
El
“Yo confieso” o “Confiteor” (como comienza en latín) formaba parte de la
preparación privada del sacerdote antes de celebrar el sacrificio de la
Misa. Es bueno salir al altar a celebrar la Eucaristía con
disposiciones interiores, con recogimiento, con el alma bien templada y
consciente de la grandeza del Sacramento… mientras que es malo omitir la
preparación, unos momentos previos de silencio, una plegaria, y salir el
sacerdote al altar nervioso o apresurado.
La
preparación privada del sacerdote en la sacristía se fue ampliando poco a poco
y se fue extendiendo hasta llegar a realizarla con las preces al pie del altar
junto con el acólito (el único que le respondía representando a todos los
fieles).
Su
origen más remoto parece ser en la adoración callada que hacía el Papa en la
misa estacional, al llegar a la basílica y detenerse ante el altar. En la época
carolingia, el sacerdote lo iba recitando mientras caminaba hacia el altar…
hasta que se incorporó, de modo fijo, a las preces al pie del altar. También
servía, y estuvo muy difundido, para la confesión sacramental, a partir del
siglo IX, con amplio desarrollo en los pecados enumerados. Son varias las
redacciones que encontramos del “Confiteor” con sus variantes.
El
“Yo confieso” incluye también el gesto exterior, humilde y penitencial, que
acompaña a las palabras. “Por lo que se refiere al rito exterior, desde el
principio encontramos la profunda inclinación como actitud corporal mientras se
rezaba el Confiteor. Pero también la
de estar de rodillas debió ser muy común. En tiempos muy antiguos se menciona
la costumbre de darse golpes de pecho al pronunciar las palabras mea culpa. Esta ceremonia, como recuerdo
del ejemplo evangélico del publicano (Lc 18,13), era tan familiar a los oyentes
de san Agustín que éste tuvo que enseñarles que no era necesario darse golpes
de pecho cada vez que se decía la palabra Confiteor”[1].
Con
la reforma del Ordinario de la
Misa, en el actual Misal romano vigente desde 1970, se
introdujo no ya para el sacerdote sino para todos, un acto penitencial de
preparación y purificación, una vez comenzada la
Misa. De este modo, el “Yo confieso” pasó a
ser plegaria de todos los fieles. También en la celebración comunitaria del
sacramento de la Penitencia,
en su forma B (con confesión y absolución individual), el “Yo confieso” es
llamado “confesión general” que rezan todos de rodillas según la oportunidad
(RP 27) antes de dirigirse a los sacerdotes para manifestar sus pecados y
recibir la absolución. Igualmente aparece en el rito de la Unción de enfermos como
preparación para el Sacramento o en el rito de la comunión a los enfermos.
Finalmente, en el rezo de Completas, al finalizar el día, antes del descanso
nocturno, el “Confiteor” es una de las fórmulas que se emplean tras el examen
de conciencia en silencio.
En
la Misa, después
del saludo del sacerdote, ordinariamente viene el acto penitencial. El
sacerdote lo introduce con una breve monición tras lo cual se dejan unos
momentos de silencio y juntos, a una voz o de forma dialogada, piden perdón a
Dios con uno de los tres formularios que ofrece el Misal, el primero de los cuales
es el rezo común del “Yo confieso”.
La
introducción del sacerdote motiva y orienta el tono interior y el fin con el
que se reza. Una primera monición dice: “Para celebrar dignamente estos
sagrados misterios, reconozcamos nuestros pecados”. La humildad de reconocer lo
que somos, la fragilidad, la debilidad y los pecados concretos es un modo
adecuado de acercarnos al altar del Señor dignamente, con un corazón humilde y
purificado ante la santidad del sacramento eucarístico.
Otra
monición situará a los fieles ante la celebración eucarística –liturgia de la Palabra y rito
eucarístico- recordando que Cristo llamó y sigue llamando a la conversión: “El
Señor Jesús, que nos invita a la mesa de la Palabra y de la Eucaristía, nos llama
ahora a la conversión. Reconozcamos, pues, que somos pecadores e invoquemos con
esperanza la misericordia de Dios”.
El
ritual de la Penitencia,
por su parte, en la celebración comunitaria con confesión y absolución
individual (llamada forma B) después de la homilía y del silencio del examen de
conciencia, comienza el rito de reconciliación con una “confesión general de
los pecados” (RP 130) consistente en la oración común del “Confiteor”, preces o
letanías, el Padrenuestro y una oración final. La rúbrica lo describe: “A
invitación del diácono o de otro ministro los asistentes se arrodillan o se
inclinan, y recitan la confesión general (el “Yo pecador”, por ejemplo). Luego
de pie, si se juzga oportuno se hace alguna oración titánica o se entona un
cántico. Al final, se acaba con la oración dominical que nunca deberá omitirse”
(RP 27; 130).
El
sacerdote invita a iniciar el rito de reconciliación con una monición inspirada
en la carta de Santiago (5,16): “Hermanos: confesad vuestros pecados y orad
unos por otros, para que os salvéis” (RP 131). O también: “Recordando,
hermanos, la bondad de Dios, nuestro Padre, confesemos nuestros pecados, para
alcanzar así misericordia” (RP 132). Así, juntos, los fieles de rodillas o
inclinados, rezarán el “Yo confieso” reconociendo sus pecados, confiando en
alcanzar misericordia.
El
contenido del “Confiteor” es una acusación clara y pública (aunque genérica,
como es natural) de los propios pecados y una petición sencilla para que, por
la comunión de los santos, todos pidan a Dios por quien se reconoce pecador. La
oración está en singular y no en plural: es uno mismo quien debe reconocerse
pecador, sin escudarse o justificarse en los demás, ni en los pecados de los
demás, ni disminuir la gravedad de los propios pecados como simples defectos o
errores. El texto es claro. Cada uno reza en singular, y se dirige humildemente
a los demás miembros de la
Iglesia, aunque todos la recen en común, a una sola voz.
“Yo
confieso ante Dios todopoderoso y ante vosotros hermanos”. Confesar los pecados
es descubrir la verdad de uno mismo, iniciar la conversión y pedir perdón a
Dios; sin reconocimiento de los pecados y arrepentimiento, no hay posibilidad
de redención: ¡el corazón está endurecido! La verdad es que somos pecadores… “Si
decimos que no hemos pecado, lo hacemos mentiroso y su palabra no está en
nosotros” (1Jn 1,10). Nuestra confianza radica en su misericordia ya que “si
confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados
y nos limpiará de toda injusticia” (1Jn 1,9).
“Yo
confieso ante Dios…” Es un lenguaje similar al de tantos salmos penitenciales,
inspirado en estos mismos salmos. El pecado va matando por dentro, mientras la
conciencia clama interiormente: “mientras callé se consumían mis huesos,
rugiendo todo el día, porque día y noche tu mano pesaba sobre mí” (Sal 31). La
única solución es reconocer el pecado arrepentido: “había pecado, lo reconocí,
no te encubrí mi delito; propuse: ‘Confesaré al Señor mi culpa’, y tú
perdonaste mi culpa y m pecado” (Sal 31). Es llegar al momento de decir con el
corazón: “contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces” (Sal
50).
Este
reconocimiento se hace “ante Dios todopoderoso y ante vosotros hermanos” porque
el pecado repercute en la santidad de la Iglesia, la deja herida, hace daño a los
hermanos, debilita o destruye por completo la caridad. El pecado tiene así una
dimensión social en la comunión de los santos. Por tanto, no sólo ante Dios,
sino también ante la Iglesia,
“ante vosotros hermanos”, reconoce uno su maldad.
La
confesión es clara y directa: “he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y
omisión”. Todo aquello que es humano: el pensamiento y la acción con las
palabras o las obras, ha pecado; también omitiendo el bien que se podría haber
realizado y voluntariamente no se ha querido hacer. Definitivamente, hemos
pecado en todo aquello que podíamos pecar, ya sea activamente, ya sea
pasivamente por omisión. El pensamiento por cuanto juzga condenando o se recrea
en lo sensitivo (“el que mira a una mujer deseándola y ya ha cometido adulterio
con ella en su corazón”, Mt 5,28); la palabra porque es crítica (St 3,1-12) y
juicio, o insulto incluso: “malas palabras no salgan de vuestra boca” (Ef 5,29);
de obra, de mil maneras distintas, haciendo el mal: “comilonas y borracheras,
lujuria y desenfreno, riñas y envidias” (cf. Rm 13,13), “fornicación, impureza,
indecencia o afán de dinero” (cf. Ef 5,3). También de omisión, dejando de hacer
el bien, las obras de misericordia (cf. Mt 25,35-45): no dando de comer ni de
beber, no acogiendo, no visitando al enfermo, etc…
“Por
mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa”. Acusación clara y directa; es
la propia culpa, que se sabe grande, expresada ante Dios con arrepentimiento.
“Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado” (Sal 50). Estas
palabras en el Misal anterior, de Juan XXIII en 1962 se acompañaban golpeándose
el pecho tres veces mientras se pronunciaban. Ahora, en el Misal actual, la
rúbrica sólo señala lo siguiente: “golpeándose el pecho, dicen…”, sin más
especificación.
“Por
eso ruego a
santa María, siempre Virgen, a los ángeles…” Concluye la confesión renovando el
sentido de la comunión de los santos. Si ante los hermanos presentes (“ante
vosotros hermanos”) se reconocía uno pecador y culpable, ahora a esos mismos
hermanos presentes y también a la Virgen
María, a los ángeles y a los santos, que forman la Iglesia celestial, se
recurre suplicando la intercesión fraterna. Todos orando por todos, todos
suplicando por todos. La comunión de los santos es real y eficaz.
El
valor tanto teológico y espiritual del “Confiteor”, en resumidas cuentas, lo
expuso hace años el cardenal Ratzinger en un párrafo que puede muy bien servir
de conclusión:
“La Iglesia siempre ha
encontrado en estas parábolas su realidad, defendiéndose también de la
pretensión de una Iglesia sólo santa. La Iglesia del Señor que ha venido a buscar a los
pecadores y ha comido voluntariamente en la mesa junto a ellos no puede ser una
Iglesia ajena a la realidad del pecado, sino una Iglesia en la que están
presentes la cizaña y el grano y los peces de todo tipo. Para resumir esta
primera figura, diría que son importantes tres cosas: el sujeto de la confesión
es el yo –yo no confieso los pecados
de los demás, sino los míos-. Pero, en segundo lugar, yo confieso mis pecados en comunión con los demás, ante ellos y
ante Dios. Y finalmente pido a Dios
el perdón, pues sólo Él puede otorgármelo. Pero ruego a los hermanos y a las hermanas que recen por mí, es decir, busco en
el perdón de Dios también la reconciliación con los hermanos y las hermanas”[2].
Preciosos, don Javier. Tengo una pregunta: cuando el sacerdote dice: "
ResponderEliminarEl Señor todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna.
¿se perdonan las faltas y los pecados veniales?
siempre he vivido esta palabra del sacerdote como un perdón implícito de las faltas y pecados veniales, pero no estoy segura de que sea así. ( También dado el hecho que la santa comunión (tengo entendido) que así lo hace.
Tengo claro que una confesión frecuente de los propios pecados es necesaria.
Gracias