sábado, 28 de septiembre de 2019

Simplificando la plegaria del orante (II)

Lo disperso genera tensión, pero la unidad siempre es pacífica y serena.

En la vida de oración, muchas veces, nos dejamos llevar por rigideces y métodos, complicándonos nosotros solos, pero todo debe tender a una sencillez de espíritu que, en lenguaje evangélico, sería la pobreza de espíritu.

Era aquello que el Señor recomendaba a Marta: "una sola cosa es necesaria".


¿Cómo vivir con sencillez el proceso de la oración? ¿Cómo es este proceso hasta adquirir la sencillez de espíritu?


* Oración vocal


                Este primer momento suele coincidir con diversos géneros de oración vocal. Fórmulas aprendidas y recitadas de forma sapiencial, siendo el corazón, más que los labios, el que recita. Se descubre así el rezo del Rosario de forma distinta y nueva, las oraciones cristianas clásicas (Gloria, Avemaría, Salve, Ángelus...), pero con la preocupación de recitarlas de forma correcta, consciente, en su momento prefijado. Es una preocupación por la exactitud formal.


                * Meditación

                Se comienza a percibir la necesidad de ampliar el corazón y se descubre la meditación cristiana. El cristiano, aun cuando siga practicando determinadas formas de oración vocal (que, por otra parte, siempre deben acompañarnos), saborea –“gusto por las cosas de Dios”- los misterios cristianos. En la presencia del Señor, asistido e iluminado por el Espíritu, ora con frecuencia los grandes misterios de la salvación: cruz, pasión, sepulcro, Resurrección, Encarnación, gloria, Verdad, gracia, pecado, Dios Padre, Iglesia, vocación, testimonio, apostolado... y se medita, preguntándole al Señor, qué significa, qué importancia tiene, qué es, cómo vivirlo en plenitud. Funciona principalmente la inteligencia pero el afecto –la sensibilidad incluida- empieza a vibrar, a moverse, a sentirse impactado, movido, deseando alcanzar lo que medita. Es éste un paso más. Está el corazón más libre, la oración se va haciendo más sencilla. Uno disfruta con la meditación sapiencial -¡se aprende tanto, ¡se goza tanto!- nunca se abandona. Pero, ahora, es el mayor descubrimiento, la oración mejor. El orante va avanzando. Ha dado un paso más.

            
    * Escuela

                Llega un momento que es de especial significación en la vida de cada orante. Tal vez, la juventud de la oración, el inicio primaveral. Ya se ha recorrido un buen trecho y se da cuenta que siempre ha sido él el protagonista de la oración. Él, el que ha rezado; él, el que ha pedido; él, el que con su corazón y su inteligencia ha meditado. Pero el orante tiene sed ha descubierto el agua de la oración en ese Pozo de Jacob diario al que se acude, y quiere y aun agua viva. Algo distinto.

                Es el momento de escuchar. El protagonismo comienza a equilibrarse. Dios juega un papel más directo; la oración del cristiano comienza a ser cosa de dos: Dios y tú, a medias. ¿Cómo es esto? Porque ahora se comienza a escuchar, escuchar a Cristo cuyas palabras toman sentido, luz y eficacia por la acción del Espíritu Santo.

                El orante redescubre las páginas de las Escrituras, las lee como si fueran la primera vez que las oye. La Biblia ya no es un libro de conocimientos religiosos, ni una narración histórica, ni un libro ejemplarizante “para aprender a ser buenos”. Es un libro vivo, es la voz misma de Cristo Jesús pero esta vez hablando personalmente al corazón del cristiano. Cada página se vuelve fascinante, y, aunque se lea muchas veces, parece que es la primera vez que se oye. Cristo te habla a ti. La oración se vuelve escucha. ¿No es acaso éste el precepto del Señor, “¡Escucha, Israel!”? “Mis ovejas conocen mi voz” (cf. Jn 10, 4b. 14. 16). Se escucha a Cristo en su Palabra (ejercicio de la lectio), se oye con el corazón, y cada uno va preguntándole al Señor: “¿qué quieres de mí?, ¿Qué quieres que haga?”, y se va aplicando la Palabra a su vida, llenando de luz vida al confrontar lo que soy con lo que Cristo es y me revela. Se oye y se responde. La escucha. La voz. La Presencia.

                Cristo va siendo el centro de la oración, el orante deja que Cristo hable, pida, denuncie, exhorte, anime, con su Palabra poderosa y eficaz. Las palabras de la Escritura cobran fuerza, se guardan en el corazón. “Aquél versículo fue para mí...” “Aquel texto supuso tanto en mi vida...” “El Señor me dijo tantas cosas con aquella Palabra en aquel momento de mi vida...”


                * Alabanza

                “¡Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo!” Con la Palabra se ora también para dar gracias. El orante queda, humilde, pequeño, ante la grandeza del Misterio, y toma las palabras de Dios para hablar a Dios. Y brota espontánea del corazón la expresión de alabanza. La vida se mira con ojos nuevos: todo es ocasión para bendecir, dar gracias y alabar al Señor por que lo Él es, alabarle por su gracia, alabarle por su misericordia, alabarle por su Presencia.

                Aquí el orante mira solamente al Señor, y su corazón sólo mira al que es Eterno viviente. No se mira a sí mismo no se centra en él: el orante se ha convertido en un corazón gozoso y agradecido. Todo se mueve en una misma clave: “Te ofreceré un sacrificio de alabanza, invocando tu nombre, Señor” (Sal 115). La vida entera se va transformando en oración, liturgia viva, culto en Espíritu y Verdad, y cualquier cosa que hagamos “ya comáis, ya bebáis” (1Co 10,31), se transforma en un sacrificio espiritual de alabanza; las sencillas y pequeñas alegrías cotidianas que el Creador pone en la vida, el encuentro con un amigo, un trabajo bien realizado, un buen rato en familia, un día esplendoroso al ir a trabajar o a la Facultad... todas esas pequeñas alegrías, detalles del Creador, se vuelven alanza que el orante eleva al Señor. Y su oración no necesita muchas muletas para caminar. Recoge los sentidos, se centra en Aquél que está presente -¡¡cuánto más si es en el Sagrario!!-, y del corazón comienza a surgir un canto agradecido al Señor. No se olvide: la primera alabanza será siempre “porque ha visitado y redimido a su pueblo”, la primera alabanza surge al mirar el Misterio Pascual de Jesucristo, encarnado, muerto y resucitado por nuestra salvación, para perdonar los pecados, destruirlos, y destruirlos junto con la muerte. La salvación, ¡el don de la salvación! ¡Cuántos bienes nos ha dado el Señor! La alabanza y la adoración a Dios empiezan a ser la respiración normal y constante del corazón orante. La Eucaristía, la Reconciliación, los sacramentos... son alabanzas al Señor que nos sigue salvando, y esta alabanza, persona y eclesial, se concreta en la Liturgia de las Horas, en el Oficio de las Horas, Laudes y Vísperas principalmente, la gran alabanza de la Iglesia a Cristo, su Señor. Los salmos se vuelven “herramienta espiritual” de la alabanza; orar las Laudes y las Vísperas se vuelven, más que obligación, auténtica necesidad de alabar constante e ininterrumpidamente a Dios.

                * Contemplación

                El último momento del proceso: la contemplación. Se ha realizado un largo peregrinaje, se han hecho diversos altos en el camino y hemos sido guiados en este desierto de la existencia por la nube de la gloria del Señor, columna de humo durante el día, columna de fuego durante la noche. El Señor por medio del Espíritu ha ido conduciendo a su pueblo, te ha ido conduciendo. ¿Y ahora qué? Ver al Señor cara a cara, tratándole como amigo (Ex 33,11), entrar en su tienda (Ex 33,10; cf. Sal 26), contemplarlo y quedar radiante (Sal 33), anhelar el contemplar y ver constantemente el rostro del Señor.

                La contemplación ya es algo espontáneo y gratuito; el corazón se queda sobrecogido ante tanto amor; apenas pueden pronunciarse palabras. Sólo se entrecruzan las miradas, el corazón se siente lleno del amor de Cristo, de ese amor del que nada ni nadie puede separarnos. Y a esta contemplación gratuita está llamado todo cristiano. No es un privilegio ni está reservada a nadie, sí abierta a todos.

                El protagonista absoluto es el Tú, el Otro, el Misterio, Cristo Crucificado. El orante sólo se postra ante el Misterio, se inclina hasta el suelo (Gn 18) y se deja llevar por el Espíritu santo. El tiempo vuela. El orante se une a su Señor. Si la contemplación es así, ¿qué no será la vida eterna, la visión beatífica, el ver a Dios cara a cara y no como ahora que contemplamos a Dios como en un espejo (1Co 13,12)?


                Éste es el proceso: de la complicación a la simplicidad, buscando lo único necesario: SÓLO DIOS. Se ha caminado, se ha llegado a la unidad, a lo necesario, se ha crecido y evolucionado. Y esto es imprescindible y bueno. “No se suban sin que los suban” insistía Sta. Teresa. Es el Espíritu Santo el que nos hace avanzar, nos enseña, guía e ilumina. Él nos hace ir simplificando. Si somos dóciles a sus mociones.

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