Lo disperso genera tensión, pero la unidad siempre es pacífica y serena.
En la vida de oración, muchas veces, nos dejamos llevar por rigideces y métodos, complicándonos nosotros solos, pero todo debe tender a una sencillez de espíritu que, en lenguaje evangélico, sería la pobreza de espíritu.
Era aquello que el Señor recomendaba a Marta: "una sola cosa es necesaria".
¿Cómo vivir con sencillez el proceso de la oración? ¿Cómo es este proceso hasta adquirir la sencillez de espíritu?
* Oración vocal
Este primer momento suele coincidir con diversos
géneros de oración vocal. Fórmulas aprendidas y recitadas de forma sapiencial,
siendo el corazón, más que los labios, el que recita. Se descubre así el rezo
del Rosario de forma distinta y nueva, las oraciones cristianas clásicas
(Gloria, Avemaría, Salve, Ángelus...), pero con la preocupación de recitarlas
de forma correcta, consciente, en su momento prefijado. Es una preocupación por
la exactitud formal.
* Meditación
Se comienza a percibir la necesidad de ampliar el
corazón y se descubre la meditación cristiana. El cristiano, aun cuando siga
practicando determinadas formas de oración vocal (que, por otra parte, siempre
deben acompañarnos), saborea –“gusto por las cosas de Dios”- los misterios
cristianos. En la presencia del Señor, asistido e iluminado por el Espíritu,
ora con frecuencia los grandes misterios de la salvación: cruz, pasión,
sepulcro, Resurrección, Encarnación, gloria, Verdad, gracia, pecado, Dios
Padre, Iglesia, vocación, testimonio, apostolado... y se medita, preguntándole
al Señor, qué significa, qué importancia tiene, qué es, cómo vivirlo en
plenitud. Funciona principalmente la inteligencia pero el afecto –la
sensibilidad incluida- empieza a vibrar, a moverse, a sentirse impactado, movido,
deseando alcanzar lo que medita. Es éste un paso más. Está el corazón más
libre, la oración se va haciendo más sencilla. Uno disfruta con la meditación
sapiencial -¡se aprende tanto, ¡se goza tanto!- nunca se abandona. Pero, ahora,
es el mayor descubrimiento, la oración mejor. El orante va avanzando. Ha dado
un paso más.
Llega un momento que es de especial significación en
la vida de cada orante. Tal vez, la juventud de la oración, el inicio
primaveral. Ya se ha recorrido un buen trecho y se da cuenta que siempre ha
sido él el protagonista de la oración. Él, el que ha rezado; él, el que ha
pedido; él, el que con su corazón y su inteligencia ha meditado. Pero el orante
tiene sed ha descubierto el agua de la oración en ese Pozo de Jacob diario al
que se acude, y quiere y aun agua viva. Algo distinto.
Es el momento de escuchar. El protagonismo comienza a
equilibrarse. Dios juega un papel más directo; la oración del cristiano
comienza a ser cosa de dos: Dios y tú, a medias. ¿Cómo es esto? Porque ahora se
comienza a escuchar, escuchar a Cristo cuyas palabras toman sentido, luz y
eficacia por la acción del Espíritu Santo.
El orante redescubre las páginas de las Escrituras,
las lee como si fueran la primera vez que las oye. La Biblia ya no es un libro de
conocimientos religiosos, ni una narración histórica, ni un libro
ejemplarizante “para aprender a ser buenos”. Es un libro vivo, es la voz misma
de Cristo Jesús pero esta vez hablando personalmente al corazón del cristiano.
Cada página se vuelve fascinante, y, aunque se lea muchas veces, parece que es
la primera vez que se oye. Cristo te habla a ti. La oración se vuelve escucha.
¿No es acaso éste el precepto del Señor, “¡Escucha,
Israel!”? “Mis ovejas conocen mi voz”
(cf. Jn 10, 4b. 14. 16). Se escucha a Cristo en su Palabra (ejercicio de la
lectio), se oye con el corazón, y cada uno va preguntándole al Señor: “¿qué
quieres de mí?, ¿Qué quieres que haga?”, y se va aplicando la Palabra a su vida,
llenando de luz vida al confrontar lo que soy con lo que Cristo es y me revela.
Se oye y se responde. La escucha. La voz. La Presencia.
Cristo va siendo el centro de la oración, el orante
deja que Cristo hable, pida, denuncie, exhorte, anime, con su Palabra poderosa
y eficaz. Las palabras de la
Escritura cobran fuerza, se guardan en el corazón. “Aquél
versículo fue para mí...” “Aquel texto supuso tanto en mi vida...” “El Señor me
dijo tantas cosas con aquella Palabra en aquel momento de mi vida...”
* Alabanza
“¡Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha
visitado y redimido a su pueblo!” Con la Palabra se ora también para dar gracias. El
orante queda, humilde, pequeño, ante la grandeza del Misterio, y toma las
palabras de Dios para hablar a Dios. Y brota espontánea del corazón la
expresión de alabanza. La vida se mira con ojos nuevos: todo es ocasión para
bendecir, dar gracias y alabar al Señor por que lo Él es, alabarle por su
gracia, alabarle por su misericordia, alabarle por su Presencia.
Aquí el orante mira solamente al Señor, y su corazón
sólo mira al que es Eterno viviente. No se mira a sí mismo no se centra en él:
el orante se ha convertido en un corazón gozoso y agradecido. Todo se mueve en
una misma clave: “Te ofreceré un
sacrificio de alabanza, invocando tu nombre, Señor” (Sal 115). La vida
entera se va transformando en oración, liturgia viva, culto en Espíritu y
Verdad, y cualquier cosa que hagamos “ya
comáis, ya bebáis” (1Co 10,31), se transforma en un sacrificio espiritual
de alabanza; las sencillas y pequeñas alegrías cotidianas que el Creador pone
en la vida, el encuentro con un amigo, un trabajo bien realizado, un buen rato
en familia, un día esplendoroso al ir a trabajar o a la Facultad... todas esas
pequeñas alegrías, detalles del Creador, se vuelven alanza que el orante eleva
al Señor. Y su oración no necesita muchas muletas para caminar. Recoge los
sentidos, se centra en Aquél que está presente -¡¡cuánto más si es en el
Sagrario!!-, y del corazón comienza a surgir un canto agradecido al Señor. No
se olvide: la primera alabanza será siempre “porque ha visitado y redimido a su
pueblo”, la primera alabanza surge al mirar el Misterio Pascual de Jesucristo,
encarnado, muerto y resucitado por nuestra salvación, para perdonar los
pecados, destruirlos, y destruirlos junto con la muerte. La salvación, ¡el don
de la salvación! ¡Cuántos bienes nos ha dado el Señor! La alabanza y la
adoración a Dios empiezan a ser la respiración normal y constante del corazón
orante. La Eucaristía,
la Reconciliación,
los sacramentos... son alabanzas al Señor que nos sigue salvando, y esta
alabanza, persona y eclesial, se concreta en la Liturgia de las Horas, en
el Oficio de las Horas, Laudes y Vísperas principalmente, la gran alabanza de la Iglesia a Cristo, su
Señor. Los salmos se vuelven “herramienta espiritual” de la alabanza; orar las
Laudes y las Vísperas se vuelven, más que obligación, auténtica necesidad de
alabar constante e ininterrumpidamente a Dios.
* Contemplación
El último momento del proceso: la contemplación. Se
ha realizado un largo peregrinaje, se han hecho diversos altos en el camino y
hemos sido guiados en este desierto de la existencia por la nube de la gloria
del Señor, columna de humo durante el día, columna de fuego durante la noche.
El Señor por medio del Espíritu ha ido conduciendo a su pueblo, te ha ido
conduciendo. ¿Y ahora qué? Ver al Señor cara a cara, tratándole como amigo (Ex
33,11), entrar en su tienda (Ex 33,10; cf. Sal 26), contemplarlo y quedar
radiante (Sal 33), anhelar el contemplar y ver constantemente el rostro del
Señor.
La contemplación ya es algo espontáneo y gratuito; el
corazón se queda sobrecogido ante tanto amor; apenas pueden pronunciarse
palabras. Sólo se entrecruzan las miradas, el corazón se siente lleno del amor
de Cristo, de ese amor del que nada ni nadie puede separarnos. Y a esta
contemplación gratuita está llamado todo cristiano. No es un privilegio ni está
reservada a nadie, sí abierta a todos.
El protagonista absoluto es el Tú, el Otro, el
Misterio, Cristo Crucificado. El orante sólo se postra ante el Misterio, se
inclina hasta el suelo (Gn 18) y se deja llevar por el Espíritu santo. El
tiempo vuela. El orante se une a su Señor. Si la contemplación es así, ¿qué no
será la vida eterna, la visión beatífica, el ver a Dios cara a cara y no como
ahora que contemplamos a Dios como en un espejo (1Co 13,12)?
Éste es el proceso: de la complicación a la
simplicidad, buscando lo único necesario: SÓLO DIOS. Se ha caminado, se ha
llegado a la unidad, a lo necesario, se ha crecido y evolucionado. Y esto es
imprescindible y bueno. “No se suban sin que los suban” insistía Sta. Teresa.
Es el Espíritu Santo el que nos hace avanzar, nos enseña, guía e ilumina. Él
nos hace ir simplificando. Si somos dóciles a sus mociones.
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