Las grandes palabras no sirven, ni los discursos grandilocuentes, que brotan de un alma exaltada en un momento dado, pero que luego, como globos pinchados, se deshinchan en un instante. Eso, poco valor tiene, y menor duración aún.
La realidad de lo cotidiano, de lo anodino, de lo gris, de las mismas obligaciones cada día desde que suena la alarma del despertador, las mismas rutinas domésticas, el cotidiano ejercicio profesional, las mismas caras, las mismas personas, parecidas situaciones, etc., ahí es donde los grandes discursos se quedan vacíos y se impone la verdad; la rutina de lo cotidiano, es decir, de lo normal y no de lo extraordinario, es el ámbito consecuente de la fe y, por tanto, de la vida de santidad.
Para lo extraordinario, ocasional y hasta deslumbrante, todos estamos dispuestos llegado el momento. ¿Quién no es generoso una vez en una emergencia? Lo difícil es lo cotidiano, siendo -siguiendo el ejemplo- generoso cada momento de cada día aunque nadie lo vea.
Es simple la afirmación aunque cargada de consecuencias: la santidad se vive en lo normal; y, en ese sentido, los santos son normales, no tipos excéntricos, raros, intratables.
Las vidas de santos, las hagiografías, escritas en otros momentos y con otros criterios, incluían muchas leyendas y anécdotas piadosas para exaltar al santo y demostrar su capacidad y virtud sobrenatural, pero han prestado, por contra, un flaco servicio al hacer pensar que la santidad se identifica con esos elementos extraordinarios, y no con tanta vida oculta y anodina, pero fiel, de cada santo.
"Nuestra mentalidad hagiográfica, [está] habituada no poco a poner la
santidad en las manifestaciones carismáticas del hombre maravilloso y
milagrero, las cuales, a veces, acompañan a la santidad...
El santo no es tal,
por ser extraordinario, y, por tanto, inalcanzable, sino por ser perfecto y
típico en la observancia de la norma que debería ser común a todos sus fieles
seguidores. Esta concepción teórica, que podemos llamar moderna, de la
hagiografía, presenta, desde luego, un peligro: el simplificar demasiado el
camino que lleva a la perfección; camino que, por ser evangélico, debe ser como
Cristo lo define: “¡Qué estrecha es la puerta y áspero el camino que conduce a
la vida!”
El deseo de privar a la vida religiosa de todo ascetismo artificioso
y arbitraria exterioridad para hacerla, como hoy se dice, más humana y conforme
con los tiempos, se infiltra acá y allá en la mentalidad moderna de algunos cristianos
y hasta religiosos, y puede conducir, insensiblemente, a ese naturalismo que ya
no comprende la locura y el escándalo de la cruz (cf. 1Co 1,23), y cree
razonable adaptarse con la comodidad del mundo" (Pablo VI, Hom. en la
beatificación de Beato Ignacio de Santhia, capuchino, 17-abril-1966).