lunes, 22 de octubre de 2018

Consecuencias o dimensiones de una Iglesia santa (Palabras sobre la santidad - LXI)

Al afirmar que la Iglesia es santa, como lo hacemos en el Credo, como lo hemos visto y experimentado muchas veces en nuestra vida, estamos afirmando dimensiones convergentes, consecuencias diferentes, líneas que se unen en un punto común: la santidad de Jesucristo con la que embellece a su Iglesia.


¡La Iglesia es santa! Quien, con miopía interior e intelectual, no viera más allá, se quedara con la fachada externa de la Iglesia y con los aspectos que a primera vista saltan rápidos y llamativos: sus defectos aparentes, sus miserias humanas, los pecados y fallos de sus hijos... Incluso si quiere pasar ese primer umbral, su mirada se puede detener en los otros aspectos, los institucionales, los visibles, su Derecho, su organización, sus acciones y obras, consecuencia evidente de un Cuerpo que vive en la historia, en la sociedad, y formada también por hombres.

Pero la mirada debe subir de nivel, ampliarse, alcanzar una visión de conjunto, y entonces descubre que sus factores externos, invisibles, y sobrenaturales, son mayores y más importantes y más determinantes y hasta más fundamentales que aquellos que a simple vista se ven, se valoran, se juzgan.

No faltan ejemplos de esa mirada exterior y superficial a lo que meramente se ve en un somero y fugaz análisis. Los fallos y las limitaciones de la Iglesia son patentes, como toda institución donde hay hombres que son, por naturaleza, pecadores aunque redimidos. Pero siempre habrá que ir más allá:

"Hemos pasado revista, en algunas audiencias anteriores, a los nombres gloriosos que califican a la Iglesia: reino de Dios y ciudad de Dios, casa de Dios, rey y redil de Cristo, Esposa de Cristo, etc...; también hemos tocado algunos de los aspectos con que se presenta la actividad de la Iglesia: Iglesia orante, Iglesia misionera e Iglesia militante, Iglesia pobre y doliente... 

Ahora os diremos que existe otro aspecto de la Iglesia en este mundo, el de la Iglesia humilde; el de la Iglesia, que conoce sus limitaciones humanas, sus fallos, su necesidad de la misericordia de Dios y del perdón de los hombres. Sí, existe también una Iglesia penitente, que predica y practica la penitencia; que no oculta sus faltas, sino que las llora; que se confunde gustosamente con la Humanidad pecadora para sacar del sentido de la miseria común un dolor más vivo por el pecado, una invocación más ardiente de la piedad divina, y una confianza más humilde en la esperada salvación. Iglesia humilde no solamente en las filas del pueblo fiel, sino también, y sobre todo, en los grados más elevados de la jerarquía, que en la conciencia y en el ejercicio de su poder, engendrador y moderador del pueblo de Dios, sabe que los tiene que emplear para la edificación y el servicio de las almas, y esto hasta el primer grado, hasta el de Pedro, que se define a sí mismo “Siervo de los siervos de Dios”, y que siente, más que ninguno, la desproporción entre la misión recibida de Dios y su propia debilidad e indignidad, recordando siempre la exclamación del pescador: “Apártate de mí, Señor, porque soy un hombre pecador” (Lc 5,8). Aquí se nos presenta un hecho singular y magnífico, el de la representación de Cristo en ella, incluso cuando los hombres de la Iglesia son personalmente deficientes. 

La Iglesia de Pedro goza de una asistencia de Cristo y de una presencia del Espíritu Santo, que no permiten la prevalencia de las fuerzas del mal (cf. Mt 16,18), y toda la Iglesia no deja de ser el objeto del amor de Cristo incluso en los momentos más graves de su fragilidad humana, y de poseer en el ejercicio de sus funciones pastorales una santidad instrumental, siempre capaz de engendrar santidad y salvación “para la edificación del Cuerpo de Cristo” (Ef 4,12)" (Pablo VI, Audiencia general, 10-agosto-1966).

¿Qué hacer, cómo vivir, de modo encajar estas paradojas chocantes que nos descuadran?

Pablo VI ofrecía dos recomendaciones, ambas sensatas:

"Esta observación, que nos llevaría al delicado estudio de la acción del Señor en su Iglesia, nos autoriza a haceros, queridos hijos, una doble  recomendación. Procurad conocer bien a la Iglesia, conocerla mejor; he ahí la primera recomendación. No os contentéis con impresiones superficiales, no juzguéis a la Iglesia solamente por el rostro humano y por su aspecto exterior; conoced su variedad, su riqueza, la profundidad de sus múltiples aspectos, el misterio humano-divino de su ser interior, la santidad y la necesidad de su misión salvadora.

 Y, en segundo lugar, que los defectos, que los males de la Iglesia, si por desgracia los encontráis, que no apaguen, sino que enciendan más vuestro amor por ella. Repetiremos las palabras de Cristo: “Bienaventurado el que no se escandalice de mí” (Mt 11,6), y brinde a la Iglesia fidelidad, testimonio, servicios tanto mayores cuanto más grandes sean las necesidades que ella manifieste" (Pablo VI, Audiencia general, 10-agosto-1966).

Sin embargo, gracias a Dios, la Iglesia no depende de los factores humanos únicamente, de lo visible, encarnado, llamativo y aparente; lo invisible y lo sobrenatural, el Misterio de Dios y su Gracia, son siempre mayores que lo visible.

Ahí entra en juego la santidad como nota esencial y constitutiva de la Iglesia. Sí, es santa. Y lo primero que hemos de admirar, entender, vivir y saborear, es que la Iglesia es la Comunión de los santos, los lazos auténticos y reales entre todos los miembros del mismo Cuerpo, que unen entre sí a los que viven y peregrinan ahora, así como aquellos que son santos ya en la Gloria y nos han precedido, pero siguen realmente unidos a nosotros:

"[La Iglesia] es obra de Dios, porque está animada por la acción del Espíritu Santo y porque no es una sociedad compuesta solamente de hombres de esta tierra, sino también por las almas de los fieles difuntos y de los santos del cielo; la Iglesia es un misterio... La Iglesia es una comunión (cf. Hamer). ¿Qué quiere decir en este caso comunión? Os remitimos al párrafo del catecismo que habla de la “comunión de los santos”. Iglesia quiere decir comunión de los santos.  Y comunión de los santos quiere decir una doble participación vital, la incorporación de los cristianos en la vida de Cristo y la circulación de la misma caridad en todos los fieles, en este mundo y en el otro. Unión a Cristo y en Cristo; y unión entre los cristianos en la Iglesia" (Pablo VI, Audiencia general, 8-junio-1966).

La comunión de los santos es una comunicación de gracia entre todos sus miembros, vertical y horizontalmente, con una Fuente única, Fuente que mana y corre -siguiendo la expresión de san Juan de la Cruz- que es Cristo por su Espíritu Santo.

Esa naturaleza divina de la Iglesia, caracterizada por el elemento divino operante y presente en ella, nos permite alzar los ojos, y mirar la gloria y la luz de la Comunión de los santos. Ellos, los mejores hijos de la Iglesia, son nuestros hermanos, nos aguardan en su plenitud del cielo, nos alientan ahora en nuestras luchas, animan en nuestros fracasos, y nos señalan siempre la meta última, feliz y definitiva:

"¡Hermanos e hijos!, no tanto la suntuosidad de esta basílica iluminada festivamente, ni el esplendor de esta ceremonia una de las más solemnes, de las más ricas, y con una amplia representación del pueblo de Dios del mundo entero, es lo que llena de espiritual alegría nuestras almas en este feliz momento, sino la segura convicción y la íntima experiencia del misterio de “la Comunión de los Santos”, es lo que ahora conmueve nuestro espíritu. La comunión de los santos es un mundo maravilloso

El concepto, que procuramos formarnos de ella, es como un sueño; pero la realidad supera las imágenes de la fantasía; es más grande, más bella, y, sobre todo, más verdadera. El reino de la santidad en el paraíso, en su reflejo aquí abajo, en su plenitud allá arriba; es el esplendor vivificante de Dios que penetra en las criaturas elegidas para su inefable intimidad. Si ya en las escenas estupendas de la naturaleza nuestra admiración se da cuenta de no poder abarcar con conceptos y con palabras el arte, la dignidad, la magnificencia, la majestad, la grandeza, la perfección de la obra divina, que en un silencio elocuente se manifiestan en aquéllas, ¡qué debemos decir y qué diremos un día, si a Dios le place, cuando la Epifanía de Dios, más aún cuando su “gloria será revelada en nosotros”! (cf. Rm 8,18)" (Pablo VI, Hom. en la beatificación de 24 mártires de Corea, 6-octubre-1968).

En virtud de esa Comunión de los santos, en la Iglesia podemos vivir unas relaciones verdaderas, espirituales y afectuosas, con todos, y especialmente, con los santos. Ellos no son superhéroes, sino hermanos; no son ídolos, sino amigos; no son dioses griegos en su Olimpo, sino miembros de nuestra propia familia eclesial.


Con los santos podemos y debemos hablar, tratarlos, invocarlos, aprender de ellos, tomarlos como consejeros y recurrir, amistosamente, a su intercesión ante Dios.

"Son pensamientos sobre los Santos, que nos reclaman la visión de la inmortalidad de la vida humana, su perfección y su plenitud, la comunión, la sociedad de los Santos, de aquellos que han vivido para la eternidad y entraron en la unión dichosa con Cristo. Son los pensamientos del destino verdadero de nuestra vida, al cual estamos invitados todos y al cual nos estamos preparando en esta experiencia en el tiempo, si nos aprovechamos del don de la fe; y, si como cristianos, respondemos a los deberes específicos de nuestra vocación personal. Los Santos: son nuestros precursores, los hermanos, amigos, ejemplos y abogados nuestros. Honrémoslos, invoquémoslos y tratemos de imitarles un poco" (Pablo VI, Ángelus, 1-noviembre-1968).

Al considerar así a la Iglesia santa, como Comunión de los santos, somos llamados todos, de manera renovada, a vivir la santidad que nos corresponde como miembros vivos de esa Comunión. Los santos canonizados son canon, es decir, norma, luz, guía, para la vida cristiana.

Ellos testifican que la Iglesia es realmente santa, y que podría embellecerse aún más si aumentase la santidad personal, subjetiva, de cada uno de sus hijos:

"Motivo de gozo y esperanza esta canonización, porque, como dijo el Señor, debemos, sobre todo, estar deseosos y contentos de que nuestros nombres de pobres y efímeros ciudadanos de la tierra sean inscritos en el cielo, en el libro de la vida eterna, entre los ciudadanos del paraíso (cf. Lc 10,20). Esta comunión de los Santos, pensándolo bien, es una cosa estupenda:  revela el designio misterioso e inmenso de Dios sobre la humanidad redimida a la que cada uno de nosotros pertenece, abre el espíritu a la esperanza suprema y nos hace gustar la compañía definitiva y feliz a la que Cristo nos abre el camino.

Además, una canonización –es decir, el reconocimiento de santidad- conferida  a una humilde y pobre religiosa, nos dice que, entre tantos males que experimentamos, existe, asimismo, el bien, y siempre termina por imponerse. Nos dice que las almas fieles al Evangelio las tenemos en medio de nosotros y que las grandes virtudes morales, que tanto necesita el mundo, florecen todavía sobre la tierra.
 
Esta exaltación de un alma, consagrada totalmente a la fe y a la caridad de Cristo, nos demuestra también que la religión, como se ha dicho y repetido muchas veces, lejos de enajenar del mundo y de la sociedad a quien verdaderamente la profesa, y lejos de distraerla y separarla del conjunto de sus hermanos y de sus necesidades o de su progreso, nos hace capaces de comprender profundamente los sufrimientos humanos y, sobre todo, nos habilita para curarlos con sacrificio de nosotros mismos y con eficacia que no tiene comparación en la precedencia, en el ejemplo, en la perseverancia, en el desinterés, en el resultado moral" (Pablo VI, Ángelus, 25-enero-1970).

Todos estos son motivos renovados para descubrir, gozosamente, la santidad de la Iglesia, visible en la Comunión invisible de los santos.

Entonces, con júbilo indecible, se puede decir, a boca llena: ¡Creo en la Iglesia que es santa!

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