miércoles, 17 de octubre de 2018

Tratado de la paciencia (San Agustín, VIII)

Acostumbrados ya de sobra al lenguaje agustiniano, a nadie le extrañará que el tratado sobre la paciencia haga una disgresión para acudir a un tema teológico clave en su pensamiento: la gracia.

Sin la gracia nada somos ni nada podemos.


Por eso, la paciencia es un don de la gracia que orienta, dirige, sostiene la voluntad humana, siempre inclinada al pecado cuando se deja guiar por sus meras fuerzas y su concupiscencia.

Dios corona su obra al coronar nuestros méritos. Son suyos, de la gracia obrando en nosotros. Y, por gracia, recibimos una paciencia santa, orientada al bien y la perseverancia, a alcanzar los dones supremos, los bienes temporales y eternos.

Son párrafos realmente deliciosos, dignos de una lectura que sea capaz de asimilar estos conceptos y vivir de una forma nueva.
 


"CAPÍTULO XX. La gracia ES PREVIA A LOS MÉRITOS.

17. El apóstol nos presenta esa elección como una gracia, no por los méritos previos de unas buenas obras, cuando dice: “en ese tiempo el resto han sido salvado por elección de gracia. Y, si por la gracia, ya no es por las obras, de otro modo la gracia ya no es gracia” (Rm 9,5-6). Esta es la elección de gracia, es decir, la elección por la que los hombres son elegidos por gracia de Dios. Esta es, repito, la elección de la gracia por la que todos los buenos méritos del hombre se anticipan. 

Si se otorga por algún mérito bueno, ya no se da gratuitamente, sino según justicia, y entonces no está bien dado el nombre de gracia, porque, como dice también el mismo apóstol: “la paga no se da por gracia, sino que es lo que se debe” (Rm 4,4). Para que sea verdadera gracia, esto es, gratuita, nada ha de encontrar en el hombre que se le deba por mérito, lo que se entiende muy bien en aquello que se dijo: “Por nada fueron salvados” (Sal 55,8). De hecho, es la gracia la que da los méritos, no se concede a los méritos. Pues previene incluso a la fe, de la que se originan las obras buenas, como está escrito: “el justo vive de la fe” (Heb 2,4). 

Además, esta gracia no solo socorre al justo, sino que también justifica al impío. Pero incluso cuando ayuda al justo y parece que es debida a sus méritos, tampoco deja de ser gracia, porque no hace sino coronar lo que ella misma donó. Pues por esta gracia, que precede todos los buenos méritos del hombre, no solo fue crucificado Cristo por los impíos, sino que “murió por los impíos” (Rm 5,6). Y, antes de morir eligió a los Apóstoles, no porque fueran justos, sino para justificarlos, a los que dijo: “yo os elegí del mundo” (Jn 15,19). Al decirles: “No sois del mundo”, para que no pensaran que nunca les habían pertenecido al mundo, en seguida les añadió: “pero yo os elegí del mundo”. Precisamente, el que no fuesen del mundo se les concedió en su elección. Puesto que si hubieran sido elegidos por su propia justicia y no por gracia, no hubieran sido elegidos del mundo, pues si ya hubieran sido justos, ya no serían del mundo. 

En fin, si por ser justos hubieran sido elegidos, entonces ya habrían elegido ellos primero al Señor. ¿Pues quién puede ser justo sino porque elige la justicia? “Mas, el fin de la ley es Cristo para todo el que cree en orden a la justicia” (Rm 10,4). “El cual se hizo para nosotros, por obra de Dios, sabiduría, justicia, santificación y redención; para que como está escrito, el que se gloríe, que se gloríe en el Señor” (1Co 1,30-31). Él es, pues, nuestra justicia.


CAPÍTULO XXI. TAMBIÉN LOS ANTIGUOS SE SALVARON POR LA GRACIA Y LA FE ANTES DE LA ENCARNACIÓN.

18. Por eso, los antiguos justos, antes de la Encarnación del Verbo, fueron justificados en esta fe de Cristo, en esta verdadera justicia que es para nosotros Cristo. Ellos creían futuro lo que nosotros creemos pasado; se salvaban por la gracia mediante la fe, no de su propia cosecha, sino por el don de Dios; y no por su obra para que no se engrieran. Pero todas su buenas obras no previnieron la misericordia de Dios, sino que la acompañaron. Ellos, mucho antes de que Cristo viniese en carne, oyeron y escribieron: “perdonaré a quien perdone y haré misericordia a quien haga misericordia” (Ex 33,19). Ante esas palabras de Dios diría, mucho después, el apóstol Pablo: “por tanto no es obra del que quiere ni del que corre, sino de Dios misericordioso” (Rm 9,15-16). 

Mucho antes de que Cristo viniese en carne, dijeron ellos también: “Dios mío, su misericordia me prevendrá” (Sal 58,11). ¿Cómo podrían ser extraños a la fe de Cristo aquellos por cuya caridad se nos anunció a nosotros Cristo, sin cuya fe ningún mortal hubo, ni hay, ni habrá que pueda ser justo? Si Cristo hubiera elegido a los Apóstoles cuando ya eran justos, antes le habrían elegido ellos a Él para poder ser elegidos justos, pues sin Él no lo habrían sido. Pero la cosa no fue así, por eso Él les dice: “no me elegisteis vosotros, sino que yo os elegí”. De ahí que dice el apóstol Juan: “no es que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó primero” (1Jn 4,10).


CAPÍTULO XXII. SIN LA GRACIA, TODOS SOMOS INJUSTOS

19. Siendo esto así, ¿qué es el hombre cuando usa, en esta vida, de su propia voluntad, antes de elegir y amar a Dios, sino un injusto y un impío? ¿Qué es, repito, esa criatura humana errante de su Creador, si el Creador no se acuerda de él y le elige y ama gratuitamente? Porque el hombre no puede elegir y amar si no es elegido y amado primero, para curarle, pues por su ceguera no ve lo que ha de elegir y por su debilidad le da náuseas lo que ha de amar. Pero quizá diga alguien: ¿Cómo elige y ama Dios primero a los inicuos para justificarlos, cuando está escrito: “Odiaste, Señor, a todos los que obran iniquidad?” (Sal 5,7). ¿De qué manera creemos que sea sino de un modo admirable e inefable? De hecho, también podemos pensar que el buen médico odia y ama al enfermo, lo odia porque está enfermo y lo ama para quitarle la enfermedad".

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