Jesucristo lo es todo. ¡Y él lo
hace todo nuevo! Él es Gracia y Paz, Médico y Medicina, Presencia y Compañía,
Afecto y Amistad, Verdad y Libertad.
Jesucristo es el abrazo paterno de Dios a esta humanidad
que se aleja de Dios por el pecado, con la soberbia de sus logros, de su poder
económico, de su técnica y consiguiente relativismo (o nihilismo, si vamos más
al fondo); a esta humanidad concreta y necesitada de redención y vida, le
brinda la paz, la gracia y la misericordia, ofreciéndole el don de la reconciliación.
“Nosotros podemos encontrar a Dios, porque él ha venido a nuestro encuentro. Lo ha hecho... porque es rico en misericordia, dives in misericordia, y quiere salir a nuestro encuentro sin importarle de qué parte venimos o a dónde lleva nuestro camino. Dios viene a nuestro encuentro, tanto si lo hemos buscado como si lo hemos ignorado, e incluso si lo hemos evitado. Él sale el primero a nuestro encuentro, con los brazos abiertos, como un padre amoroso y misericordioso” (JUAN PABLO II, Homilía, 29-noviembre-1998, nº 3).
En Jesucristo, Dios nos mira con misericordia. Muchas
veces nos sentimos inquietadoramente observados. Ojos que curiosean lo que
hacemos, ojos que investigan nuestras reacciones, miradas de desprecio, de
orgullo o prepotencia; nos pueden mirar juzgándonos lo que somos o hacemos pues
son miradas despectivas, acusadoras, que nos sientan mal y nos dejan un sabor
amargo. Miradas indiferentes que nos miran sin vernos porque no les importamos,
carecemos de valor o de significado. Incluso recibimos miradas de odio o de envidia,
que si pudieran nos eliminaban. Pocas, muy pocas miradas, percibimos que sean
de afecto sencillo, de comprensión.
¡Qué diferente la mirada de Cristo! En sus ojos hay una
transparencia, una pureza, una sencillez, que cautivan. Es arrebatador, único.
¡Con esos ojos Dios miraba a cada hombre! La mirada de Jesús era irresistible,
leía el corazón del hombre y no necesitaba el testimonio de nadie (Jn 2,35). A
Andrés y Juan les impactó esa mirada como más tarde a Pedro y Santiago (Jn
1,26-39). La mirada de Cristo desarmó a Felipe y quebraron la desconfianza y
recelo de Natanael (Jn 1,43ss). La pureza de esa mirada rompió la impureza y
purificó el deseo de la samaritana (Jn 4). La mirada de Cristo fue una mirada
llena de cariño hacia el joven rico (Mc 10,21). La mirada de Cristo alegró a Zaqueo
subido a una higuera y determinó su conversión, bajando muy contento y hospedando
a Jesús (Lc 19,1-10). Y la mirada de Jesús en su pasión provocó lágrimas de arrepentimiento
en Pedro tras la negación (Lc 22,60-62).
La mirada de Jesús es única. Jamás nadie ha mirado al
hombre en su verdad como Cristo mira. Jamás ningún hombre se sintió mirado de
la forma verdadera y llena de compasión como cuando fue mirado por Cristo.
En
esa mirada lúcida y pura, el hombre es acogido, comprendido, abrazado. Jamás
nadie nos ha mirado así: con comprensión, afecto, ternura, misericordia. Su
mirada lo dice todo. Volvamos los ojos a Él. “Mire que le mira”, aconsejaba
santa Teresa (V 13,22).
Nos sabremos amados como nunca lo hemos sido ni humanamente
seríamos amados jamás.
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