Nada más querido que Jesucristo.
Nada más deseado que Jesucristo.
Nada mejor que Jesucristo.
Él en el centro del corazón.
Él en el centro de la inteligencia que lee, piensa, reflexiona.
Él en el centro de nuestras palabras, anunciándolo siempre.
¡Jesucristo! Él da coherencia y unidad interna a lo que somos, a lo que trabajamos, a lo que estudiamos y meditamos, al apostolado y testimonio.
¡Jesucristo siempre!
***
Testamento espiritual del P. Longhaye al P. Grandmaison, al fin del
juniorado
En
cuanto al método y materia de sus estudios, deje Vd. obrar a la Compañía y trabaje de
acuerdo con ella, teniendo siempre fijos los ojos en el fin supremo que es
JESUCRISTO. Él es todo. Vd. lo sabía antes de oírlo tantas veces de mis labios;
mi lección favorita ha caído sobre un terreno ya sembrado y fecundo. Vd. la
repetirá a otros, pero ante todo la practicará a la letra.
Si
este testamento tuviera fuerza obligatoria, añadiría una cosa, solo una. Fíjese
en la relación que tiene Jesucristo con cada una de las materias de sus
estudios y así tendrá Vd. un medio más o menos directo de hacer de cada materia
un argumento en pro de Jesucristo. Todo lo demás es curiosidad más o menos
vana, ya que es más o menos incompleta o vacía. Y si el Señor le concediera a
Vd. otros cuarenta o cincuenta años de vigor intelectual, aún sería poco para
estudiar a Jesucristo y la relación que tienen con él todas las cosas divinas y
humanas.
Cultive
Vd. además en su edad madura el talento especial, que la Providencia le ha
concedido. Sea Vd. predicador, escritor, apologista o cualquier otra
celebridad, su potencia de especialista será diez veces mayor, y su alma tendrá
la gloria y el gozo de esta síntesis verdaderamente divina para la cual está
hecha el alma de Vd.
Mi
deseo supremo: Ame Vd. a JESUCRISTO hasta el último instante de su vida. Vaya
Vd. apasionándose cada día más por su persona adorable. Estudie Vd.,
investigue, hojee, espigue incesantemente por sí mismo y por medio de otros sus
insondables riquezas. Contémplele Vd. obstinadamente hasta saberlo de memoria;
mejor aún, hasta parecerse a Él, hasta ser absorbido en Él. Sí, que Él sea
siempre el centro del pensamiento y de los conocimientos de Vd., el término
práctico de sus estudios, sean los que sean. Haga Vd. de Él el objeto
moralmente único, el argumento soberano, el alma triunfante de su apostolado.
Sea
Vd., si a Dios place y solo por su gloria, muy afamado como profesor,
predicador, escritor, misionero o lo que sea. Pero desconocido o célebre,
ocupado en los más altos o en los más humildes ministerios, a lo menos que
cuantos le rodean vean en Vd. al hombre lleno y poseído de Jesucristo, al
hombre que a propósito y fuera de propósito –si fuera posible- hable siempre de
Jesucristo; y hable de la abundancia del corazón. Cualquiera que sea la
inevitable parte de imperfección y de incoherencia humana que pueda Vd. tener,
a lo menos no será Vd. de esos que abren un abismo entre su inteligencia y su
corazón, entre su doctrina y su vida. Vd. no será de esos que conciben por el
maestro una especie de pasión más bien intelectual, un entusiasmo más bien
estético, ni de esos que le aman con la cabeza y con la sensibilidad, sin tener
valor para abrirle el fondo de su alma. Y Vd. rogará -¿verdad que sí?- para que
yo no sea tampoco de ésos.
JESUCRISTO
meditado, Jesucristo conocido, Jesucristo amado con una pasión siempre
creciente y coherente consigo misma, ha de ser todo para Vd., Hermano mío… ya
que Él se digna llamarle a Vd. de una manera manifiesta. Él es la dignidad de
la vida religiosa de Vd.; Él es su fuerza, su consuelo, su alegría y su
potencia útil.
Y
sea ésta la última palabra de mi testamento, grave, ardiente y dulce, como la
recomendación suprema de un moribundo.
9 de septiembre de 1890.
No hay comentarios:
Publicar un comentario