3. La liturgia de la tierra se
une a la liturgia del cielo e intenta reproducirla. Así, quien participe en la
liturgia terrena debe sentirse ya en el cielo, adorando a Dios. Es un modo de
celebrar, un clima, un espíritu, para que nuestras liturgias terrenas copien y
plasmen la divina liturgia del cielo. ¡Sí, una liturgia divina, celestial,
adorante! Como hemos visto al describir el Apocalipsis, “en esta Liturgia
eterna el Espíritu y la
Iglesia nos hacen participar cuando celebramos el Misterio de
la salvación en los sacramentos” (CAT 1139).
La
liturgia constantemente tiene presente esta dimensión celestial y la recuerda
en sus ritos y textos litúrgicos. Al celebrar la
Santa Misa, siempre, “con fe viva
proclamamos su resurrección y con esperanza firme anhelamos su venida gloriosa”
(Pf común V). La liturgia y la santa Eucaristía sostienen nuestra esperanza en
la espera de la Parusía.
Cada
día, la liturgia –en el Oficio divino y en la Misa- por tres veces pide: “venga a nosotros tu
Reino”, sabiendo que orando y celebrando “el poder transformador del Espíritu
Santo en la Liturgia
apresura la venida del Reino” (CAT 1107). Pensemos que “al orar, todo bautizado
trabaja en la Venida
del Reino” (CAT 2633).
La
celebración eucarística acrecienta la esperanza del Reino futuro “mientras
esperamos su venida gloriosa” (PE III), elevando la mirada la patria celestial:
“merezcamos, por tu Hijo Jesucristo, compartir la vida eterna y cantar tus
alabanzas” (PE II) suplicando “que todos tus hijos nos reunamos en la heredad
de tu Reino” (PE IV). Peregrinos hacia el cielo, rogamos que Dios nos libre de
todos los males “mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Señor
Jesucristo” (Embolismo Padrenuestro) “y nos lleve a la vida eterna” (Acto
penitencial). En la celebración eucarística incluso hay una identificación
entre el altar de la tierra y el altar del cielo del que habla el Apocalipsis:
“te pedimos humildemente que esta ofrenda sea llevada a tu presencia hasta el
altar del cielo por manos de tu ángel” (Canon romano).
Un
somero repaso a algunas de las oraciones de postcomunión de la Misa nos revela hasta qué
punto lo escatológico y celestial está presente como fruto del sacramento eucarístico
al comulgar:
“Te pedimos,
Padre de misericordia, que por este sacramento, con que ahora nos fortaleces,
nos hagas un día ser partícipes de la vida eterna”[1].
“Imploramos de
tu misericordia que, transformados en la tierra a su imagen, merezcamos participar
de su gloria en el cielo”[2].
“Lleva a su
término en nosotros, Señor, lo que significan estos sacramentos, para que un
día poseamos plenamente cuanto celebramos ahora en estos ritos sagrados”[3].
“Haz que
nuestra participación en la
Eucaristía nos lleve también a la posesión de tu reino”[4].
“Imploramos de
tu misericordia que, realizando nuestra santidad por la participación en la
plenitud de tu amor, pasemos de esta mesa de la Iglesia peregrina al
banquete del reino de los cielos”[5].
4.
Hay dos elementos además que unen la liturgia del cielo y de la tierra, un
momento de unión plena y absoluta, de identificación perfecta, momento
sinfónico.
El
primer momento es el canto del Sanctus en la
Misa. Es el mismo canto –con letra bíblica,
claro, y por tanto invariable, no sujeta a ninguna paráfrasis- que se entona en
el cielo y al que nos unimos en la celebración eucarística. A una voz y a un
mismo tiempo cantan los ángeles, los santos y nosotros en la tierra. El
protocolo final del prefacio lo anuncia feliz: “con los ángeles y arcángeles, y
con todos los coros celestiales, cantamos sin cesar el himno de tu gloria”[6], “por
él, los ángeles te cantan con júbilo eterno, y nosotros nos unimos a sus voces
cantando humildemente tu alabanza”[7], “por
eso, Señor, te damos gracias y proclamamos tu grandeza cantando con los
ángeles”[8], “los
ángeles y los arcángeles y todos los coros celestiales celebran tu gloria,
unidos en común alegría. Permítenos asociarnos a sus voces cantando
humildemente tu alabanza”[9],
“unidos a los ángeles y a los santos, cantamos a una voz el himno de tu gloria”[10].
El
segundo elemento es la gran oración eclesial: la Liturgia de las Horas u
Oficio divino. En la tierra resuenan las mismas alabanzas del cielo
glorificando a Dios día y noche en el transcurso de nuestra jornada,
santificando el tiempo. Bellamente lo expresa la constitución Sacrosanctum
Concilium:
“El Sumo Sacerdote de la nueva y eterna Alianza, Cristo Jesús, al tomar
la naturaleza humana, introdujo en este exilio terrestre aquel himno que se
canta perpetuamente en las moradas celestiales. El mismo une a Sí la comunidad
entera de los hombres y la asocia al canto de este divino himno de alabanza”
(SC 83).
La misma
Introducción general de la
Liturgia de las Horas, tan bien elaborada, lo afirma y
amplía:
“Con la alabanza que a Dios se ofrece en las Horas, la Iglesia canta asociándose
al himno de alabanza que perpetuamente resuena en las moradas celestiales; y
sienta ya el sabor de aquella alabanza celestial que resuena de continuo ante
el trono de Dios y el Cordero, como Juan la describe en el Apocalipsis. Porque
la estrecha unión que se da entre nosotros y la iglesia, se lleva a cabo cuando
"celebramos juntos, con fraterna alegría, la alabanza de la Divina Majestad y
todos los redimidos por la sangre de Cristo de toda tribu, lengua, pueblo y
nación (cf. Ap 5, 9), congregados en una misma Iglesia, ensalzamos con un mismo
cántico de alabanza al Dios Uno y Trino".
Esta liturgia del ciclo casi aparece intuida por los profetas en la
victoria del día sin ocaso, de la luz sin tinieblas. "Ya no será el sol tu
luz en el día ni te alumbrará la claridad de la luna; será el Señor tu luz
perpetua" (Is 60, 19, Ap 21, 23, 25). "Será un día único, conocido
del Señor, sin día ni noche, pues por la noche habrá luz" (Zac 14, 7).
Pero "hasta nosotros ha llegado ya la plenitud de los tiempos (cf. 1Co 10,
11) y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y empieza a
realizarse en cierto modo en el siglo presente." De este modo la fe nos
enseña también el sentido de nuestra vida temporal, a fin de que unidos con
todas las criaturas anhelemos la manifestación de los hijos de Dios". En la Liturgia de las Horas
proclamamos esta fe, expresamos y nutrimos esta esperanza, participamos en
cierto modo del gozo de la perpetua alabanza y del día que no conoce ocaso”
(IGLH 16).
5.
Estas perspectivas son las que se encuentran en la constitución Sacrosanctum
Concilium superando una concepción de la liturgia encerrada en el “nosotros” y
sin apertura a la escatología:
“En la Liturgia
terrena preguntamos y tomamos parte en aquella Liturgia celestial, que se
celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como
peregrinos, y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del
santuario y del tabernáculo verdadero, cantamos al Señor el himno de gloria con
todo el ejército celestial; venerando la memoria de los santos esperamos tener
parte con ellos y gozar de su compañía; aguardamos al Salvador, Nuestro Señor
Jesucristo, hasta que se manifieste El, nuestra vida, y nosotros nos
manifestamos también gloriosos con El” (SC 8).
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