Que
la santidad es cristocéntrica, es algo irrebatible, indudable. ¡Si basta
conocer a los santos para darse cuenta! Ellos tuvieron un gran amor, el amor de
Cristo, con el que todo lo vencían fácilmente y del que nada los pudo separar
(cf. Rm 8,31-39). Su vivir fue Cristo, la vida para ellos era Cristo. Se
unieron a Él por gracia hasta el punto de poder afirmar: “es Cristo quien vive
en mí” (Gal 2,20).
Nada
antepusieron al amor de Cristo. Es más, le siguieron, caminaron tras Él y en
ese seguimiento amoroso fueron haciéndose imitadores de Cristo, de sus
actitudes y sentimiento, de su sed de redención y abandono filial en el Padre.
Su
vida era Cristo y ellos no se entendían a sí mismos sin esta referencia a
Jesucristo. Todo lo realizaban por amor de Cristo. Obraban mirando a Cristo.
Servían a sus hermanos para imitar más profundamente a Cristo, servidor de
todos. Y abrazaban la cruz, cuando se presentaba, para unirse más a Jesús
crucificado.
El
Espíritu Santo grabó a fuego en ellos la imagen de Jesús, haciendo del santo
otro Cristo, una imagen viva de Cristo, conformándolos con el Misterio de
nuestro Salvador. Cada santo es una nueva presencia de Cristo. Cada santo
reproduce y ofrece un misterio de Cristo, un aspecto particular del Señor.
Es
cierto que todos los santos han amado ardientemente a Jesucristo. Es cierto que
todos, movidos por ese amor han intentado seguir sus huellas; atraídos por su
“figura luminosa” han suspirado por plasmar su imagen santa hasta en lo más
recóndito de su vida.
Iluminados
por el Espíritu Santo, la “imitación de Jesucristo” se convierte en una
vocación imperiosa, en la meta principal de todo cristiano y en la única razón
de su existencia. Si ella falla se puede decir que todo ha fallado; aunque se
hayan podido gozar de todos los placeres y riquezas y reconocimientos, aunque
se consiguiera alargar la vida más allá de los cien años, si no se ha
conseguido la imagen de Cristo se puede decir que el cristiano es un fracasado.
Cuando
un cristiano toma en serio su seguimiento de Jesucristo, y movido por su amor
se propone reproducir en su vida la imagen del Hijo de Dios, este hombre se
transforma, se “diviniza”. Entonces, ni los trabajos, ni las persecuciones, ni
el dolor ni la muerte lo quebrantan. Vive en él la fortaleza de Cristo.
En
el seguimiento de Jesús inciden tres factores que determinan el carácter de
cada santo. En primer lugar, aparece la figura de Jesucristo. En él se
encierran todos los tesoros de la gracia. El conocimiento de su persona es
imprescindible, ya que si no es así, no surgiría un amor apasionado hacia Él.
Esto representa la necesidad de conocer cada día más a Cristo. Este
conocimiento no sólo se adquiere a través de la lectura del Evangelio, sino
ante todo, a través de la oración, de colocarse a los pies de Cristo y escuchar
su Palabra y los consejos del Espíritu, sus mociones interiores.
En
segundo lugar, debemos tener presente la propia personalidad, carácter o
temperamento de cada cristiano. Las personas no somos todas iguales. Dios actúa
respectando nuestra propia naturaleza. Y así cada cristiano se siente atraído
por una u otra cualidad de Cristo, una u otra faceta. Unos se fijan en el
silencio de Cristo, otros se conmueven por sus padecimientos, a otros les
arrastra su misericordia entrañable… Surgen, pues, las distintas
“espiritualidades cristianas”.
El
tercer factor es el que contribuye a configurar el perfil humano, espiritual e
histórico de aquel hombre entregado a la imitación del Hijo de Dios. A lo largo
de veinte siglos, la historia de la humanidad ha ido cambiando, y los cristianos
que han vivido en cada época se han sentido impelidos a remarcar uno u otro
aspecto de la persona de Jesucristo conforme a las necesidades de cada tiempo.
La imagen de Cristo se encarnaba en ellos como el grito de Dios a las conciencias
y a la sociedad en que les tocó vivir. Algunos se hicieron anacoretas, otros
monjes, otros fueron obispos, otros mártires. Y algunos incluso fundadores.
La
vida para ellos era Cristo; su deseo, ser como Cristo, vivir en Cristo y como
Cristo. ¡Cristo lo era todo! Sin esta clave, no entenderíamos la santidad y la
confundiríamos con cualquier cosa, con filantropía, con compromiso ético, etc.
Pero la referencia absoluta del santo es Cristo. Así se entiende su ser y su
vida.
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