Pentecostés es una de las solemnidades del año
litúrgico que en rito romano cuenta con una Misa vespertina propia, con sus
lecturas y eucología, y otra Misa propia y exclusiva del día, como la Natividad del Señor, la Pascua, las solemnidades de
san Juan Bautista y de san Pedro y san Pablo y la Asunción de Nuestra
Señora. No son intercambiables estos formularios, y en casos tan claros como
éste de Pentecostés, es completamente distinta la Misa vespertina de la Misa del día, donde se lee la
lectura de Hch 2 en el “hoy” (hodie) de la Iglesia, y no anticipada a la tarde anterior,
para respetar miméticamente la
cronología.
Esta
Misa, a tenor de las rúbricas del Misal, se puede enriquecer, por una parte,
con el canto de las Vísperas y/o la liturgia de la Palabra de manera más
desarrollada, con cuatro lecturas del Antiguo Testamento con sus salmos y
oración, el canto el Gloria y la colecta, epístola, Aleluya y Evangelio.
Las
lecturas para la Misa
vespertina en forma vigiliar ofrecen la perspectiva de la historia de la
salvación donde el Espíritu Santo actúa y salva hasta ser derramado a toca
carne por la glorificación de Jesús. Así la historia de la salvación continúa y
se prolonga en este tiempo último y definitivo por la acción santificadora del
Espíritu con sus ministerios y carismas, con sus dones y frutos.
La
primera lectura es la construcción de la torre de Babel (Gen 11,1-9), donde el
Señor confundió la lengua de toda la tierra. La soberbia del hombre buscó ser
igual a Dios edificando algo que mostrara su grandeza, y la propia soberbia
terminó por arruinarse ya que, buscando cada uno su propio interés, es
imposible que se entiendan. El pecado engendra confusión, crea enfrentamiento,
rompe la armonía, fomenta la división. La oración que corresponde a esta
lectura recordará esta elección de Dios sobre la Iglesia y su destino: “haz
que tu Iglesia sea siempre una familia santa, congregada en la unión del Padre,
del Hijo y del Espíritu, que manifieste al mundo el misterio de tu unidad”.
La
segunda lectura es Ex 19,3-8a. 16-20b, “El Señor bajará al monte, más a la
vista del pueblo”. Dios sella una alianza con su pueblo, una alianza que marca
la vida de Israel. Pero la verdadera alianza, eterna y definitiva, ha sido
sellada con la sangre del Cordero y grabada en los corazones por el Espíritu
Santo. La ley tenía un carácter propedéutico y preparatorio, pero la ley plena
será espiritual, grabada e interiorizada por el Espíritu Santo como fuente del
bien en el corazón del hombre que, dirigido por el Espíritu Santo, obra el bien
internamente, por connaturalidad, y no por un precepto exterior. La
interpretación tipológica de esta lectura teofánica nos la ofrece, de nuevo, la
oración con que se concluye la lectura y su salmo: “Oh Dios, que en el monte
Sinaí, en medio del resplandor del fuego, diste a Moisés la ley antigua, y que
en el día de hoy, con el fuego del Espíritu Santo, manifestaste la nueva
Alianza”.
La
tercera lectura anuncia la resurrección universal en virtud del Espíritu que
todo lo vivifica. Es la profecía de Ezequiel (37,1-14) sobre los huesos secos.
Su primer sentido, literal, es la recomposición de Israel tras el destierro,
“estos huesos son la entera casa de Israel”; pero a la luz de la Pascua hallamos su
verdadero y pleno sentido que es la resurrección de la carne, la resurrección
universal, en el último día. Será obra del “soplo”, tal como lo manda el Señor,
porque este “soplo” infunde el Espíritu que da vida a todas las cosas, a todos
los hombres, como aquel “soplo” divino del inicio de la creación sobre las
figuras elaboradas con barro (Gn 2) y será el “soplo” del mismo Cristo en el
Cenáculo a sus Apóstoles, entregando el Espíritu Santo (cf. Jn 20,1s). Ahora se
nos la vida por los sacramentos de la regeneración, la Iglesia misma exulta al
verse renovada y rejuvenecida por el Espíritu, y todos poseemos el Espíritu
Santo como prenda de inmortalidad: nos resucitará y vivificará como resucitó el
cuerpo de Jesús. “Derrama –dice una de las tres posibles oraciones para esta
lectura- sobre nosotros tu Espíritu Santo, para que, viviendo unidos en una
misma fe, lleguemos, por la resurrección, a la gloria de una vida
incorruptible”.
La
cuarta y última lectura del Antiguo Testamento está tomada del profeta Joel
(3,1-5), “sobre mis siervos y siervas derramaré mi Espíritu”. Si antes el
Espíritu Santo, en la antigua alianza, se derramaba sobre algunas personas
concretas para desempeñar una misión o una tarea específica, como los jueces, o
el rey ungido o los profetas, ahora el Espíritu se dará sin medida sobre todos
y todos profetizarán anunciando y comunicando las palabras del Señor. De hecho,
en Pentecostés se cumple la profecía, tal como el mismo Pedro lo proclama en
aquel primer discurso kerygmático (Hch 2): lo que en la vigilia escuchamos, al
día siguiente, Pentecostés, se cumple. La oración a esta lectura remarca la
urgencia de que la profecía se realice: “Cumple, Señor, en nosotros tu promesa:
derrama tu Espíritu Santo para que nos haga ante el mundo testigos valientes
del Evangelio de Jesucristo”. Así, el profetismo de los bautizados se
interpreta aquí como un testimonio valiente del Evangelio, la transformación en
testigos valientes.
Completada
la serie de lecturas del Antiguo Testamento, se entona el Gloria y se canta la
oración colecta. La epístola paulina se toma de Rm 8,22-27, “El Espíritu
intercede por nosotros con gemidos inefables” tras la cual se canta gozosamente
el Aleluya con el versículo epiclético: “Ven, Espíritu Santo, llena los
corazones de tus fieles y enciende en ellos la llama de tu amor”. La secuencia
se reserva como un canto o rito propio de la Misa del día y no se anticipa a la Misa vespertina.
El
evangelio es propio de esta Misa vespertina, diferente, no intercambiable, de la Misa del día. En la Misa vespertina la tonalidad
de las lecturas y textos marcan la promesa ante lo que se va a dar; la Misa del día, se centra en el
cumplimiento del “hoy” de Pentecostés. En clave de promesa, el evangelio de la Vigilia es Jn 7,37-39, con
el grito de Jesús: “El que tenga sed que
venga a mí”, anunciando, en futuro, que “de
sus entrañas manarán torrentes de agua viva”. Será al día siguiente donde
estos torrentes vivifiquen todo lo que es árido, rieguen la tierra en sequía y
dé vida allí donde llegue la corriente.
El
carácter pascual y solemnísimo queda resaltado con el doble Aleluya de la
despedida diaconal, como se hizo durante la Octava de Pascua.
Habiendo
orado así, con tal fervor y fuerza, la Iglesia está dispuesta para acoger el Don que culmina
el Triduo pascual, en la solemnidad de Pentecostés, el día mismo de
Pentecostés, “hoy”.
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