viernes, 3 de junio de 2022

La vigilia de Pentecostés



Pentecostés es una de las solemnidades del año litúrgico que en rito romano cuenta con una Misa vespertina propia, con sus lecturas y eucología, y otra Misa propia y exclusiva del día, como la Natividad del Señor, la Pascua, las solemnidades de san Juan Bautista y de san Pedro y san Pablo y la Asunción de Nuestra Señora. No son intercambiables estos formularios, y en casos tan claros como éste de Pentecostés, es completamente distinta la Misa vespertina de la Misa del día, donde se lee la lectura de Hch 2 en el “hoy” (hodie) de la Iglesia, y no anticipada a la tarde anterior, para respetar  miméticamente la cronología.



Esta Misa, a tenor de las rúbricas del Misal, se puede enriquecer, por una parte, con el canto de las Vísperas y/o la liturgia de la Palabra de manera más desarrollada, con cuatro lecturas del Antiguo Testamento con sus salmos y oración, el canto el Gloria y la colecta, epístola, Aleluya y Evangelio.

Las lecturas para la Misa vespertina en forma vigiliar ofrecen la perspectiva de la historia de la salvación donde el Espíritu Santo actúa y salva hasta ser derramado a toca carne por la glorificación de Jesús. Así la historia de la salvación continúa y se prolonga en este tiempo último y definitivo por la acción santificadora del Espíritu con sus ministerios y carismas, con sus dones y frutos.

La primera lectura es la construcción de la torre de Babel (Gen 11,1-9), donde el Señor confundió la lengua de toda la tierra. La soberbia del hombre buscó ser igual a Dios edificando algo que mostrara su grandeza, y la propia soberbia terminó por arruinarse ya que, buscando cada uno su propio interés, es imposible que se entiendan. El pecado engendra confusión, crea enfrentamiento, rompe la armonía, fomenta la división. La oración que corresponde a esta lectura recordará esta elección de Dios sobre la Iglesia y su destino: “haz que tu Iglesia sea siempre una familia santa, congregada en la unión del Padre, del Hijo y del Espíritu, que manifieste al mundo el misterio de tu unidad”.


La segunda lectura es Ex 19,3-8a. 16-20b, “El Señor bajará al monte, más a la vista del pueblo”. Dios sella una alianza con su pueblo, una alianza que marca la vida de Israel. Pero la verdadera alianza, eterna y definitiva, ha sido sellada con la sangre del Cordero y grabada en los corazones por el Espíritu Santo. La ley tenía un carácter propedéutico y preparatorio, pero la ley plena será espiritual, grabada e interiorizada por el Espíritu Santo como fuente del bien en el corazón del hombre que, dirigido por el Espíritu Santo, obra el bien internamente, por connaturalidad, y no por un precepto exterior. La interpretación tipológica de esta lectura teofánica nos la ofrece, de nuevo, la oración con que se concluye la lectura y su salmo: “Oh Dios, que en el monte Sinaí, en medio del resplandor del fuego, diste a Moisés la ley antigua, y que en el día de hoy, con el fuego del Espíritu Santo, manifestaste la nueva Alianza”.

La tercera lectura anuncia la resurrección universal en virtud del Espíritu que todo lo vivifica. Es la profecía de Ezequiel (37,1-14) sobre los huesos secos. Su primer sentido, literal, es la recomposición de Israel tras el destierro, “estos huesos son la entera casa de Israel”; pero a la luz de la Pascua hallamos su verdadero y pleno sentido que es la resurrección de la carne, la resurrección universal, en el último día. Será obra del “soplo”, tal como lo manda el Señor, porque este “soplo” infunde el Espíritu que da vida a todas las cosas, a todos los hombres, como aquel “soplo” divino del inicio de la creación sobre las figuras elaboradas con barro (Gn 2) y será el “soplo” del mismo Cristo en el Cenáculo a sus Apóstoles, entregando el Espíritu Santo (cf. Jn 20,1s). Ahora se nos la vida por los sacramentos de la regeneración, la Iglesia misma exulta al verse renovada y rejuvenecida por el Espíritu, y todos poseemos el Espíritu Santo como prenda de inmortalidad: nos resucitará y vivificará como resucitó el cuerpo de Jesús. “Derrama –dice una de las tres posibles oraciones para esta lectura- sobre nosotros tu Espíritu Santo, para que, viviendo unidos en una misma fe, lleguemos, por la resurrección, a la gloria de una vida incorruptible”.

La cuarta y última lectura del Antiguo Testamento está tomada del profeta Joel (3,1-5), “sobre mis siervos y siervas derramaré mi Espíritu”. Si antes el Espíritu Santo, en la antigua alianza, se derramaba sobre algunas personas concretas para desempeñar una misión o una tarea específica, como los jueces, o el rey ungido o los profetas, ahora el Espíritu se dará sin medida sobre todos y todos profetizarán anunciando y comunicando las palabras del Señor. De hecho, en Pentecostés se cumple la profecía, tal como el mismo Pedro lo proclama en aquel primer discurso kerygmático (Hch 2): lo que en la vigilia escuchamos, al día siguiente, Pentecostés, se cumple. La oración a esta lectura remarca la urgencia de que la profecía se realice: “Cumple, Señor, en nosotros tu promesa: derrama tu Espíritu Santo para que nos haga ante el mundo testigos valientes del Evangelio de Jesucristo”. Así, el profetismo de los bautizados se interpreta aquí como un testimonio valiente del Evangelio, la transformación en testigos valientes.

Completada la serie de lecturas del Antiguo Testamento, se entona el Gloria y se canta la oración colecta. La epístola paulina se toma de Rm 8,22-27, “El Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables” tras la cual se canta gozosamente el Aleluya con el versículo epiclético: “Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos la llama de tu amor”. La secuencia se reserva como un canto o rito propio de la Misa del día y no se anticipa a la Misa vespertina.

El evangelio es propio de esta Misa vespertina, diferente, no intercambiable, de la Misa del día. En la Misa vespertina la tonalidad de las lecturas y textos marcan la promesa ante lo que se va a dar; la Misa del día, se centra en el cumplimiento del “hoy” de Pentecostés. En clave de promesa, el evangelio de la Vigilia es Jn 7,37-39, con el grito de Jesús: “El que tenga sed que venga a mí”, anunciando, en futuro, que “de sus entrañas manarán torrentes de agua viva”. Será al día siguiente donde estos torrentes vivifiquen todo lo que es árido, rieguen la tierra en sequía y dé vida allí donde llegue la corriente.

El carácter pascual y solemnísimo queda resaltado con el doble Aleluya de la despedida diaconal, como se hizo durante la Octava de Pascua.

Habiendo orado así, con tal fervor y fuerza, la Iglesia está dispuesta para acoger el Don que culmina el Triduo pascual, en la solemnidad de Pentecostés, el día mismo de Pentecostés, “hoy”.

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