domingo, 19 de abril de 2020

Santidad: reparación, abandono, Gracia




“No andéis preocupados por vuestra vida...” (Mt 6,25ss). “Todo sirve para el bien de aquellos a quienes Dios ama” (Rm 8,28).

“El camino que debe seguir cada fiel para llegar a ser santo es la fidelidad a la voluntad de Dios, tal como nos la expresan su Palabra, los mandamientos y las inspiraciones del Espíritu Santo. Al igual que para María y para todos los santos, también para nosotros la perfección de la caridad consiste en el abandono confiado, a ejemplo de Jesús, en las manos del Padre. Una vez más, esto es posible gracias al Espíritu Santo” (JUAN PABLO II, Audiencia general, 22-julio-1998).





                “En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo quiero ser el Amor”. Teresa de Lisieux buscaba cuál era su puesto en la Iglesia, siendo contemplativa, porque ella leía las Escrituras, veía las distintas vocaciones existentes en la Iglesia, como sacerdotes, como predicadores, catequistas, misioneros, se sentía identificada en cada uno de ellos, pero no podía serlo todos, hasta leyendo la primera carta a los Corintios encuentra el himno a la caridad: “ambicionad los carismas mayores, y aún es voy a mostrar un camino mejor”. Ahí descubre que su puesto en la Iglesia no es hacer grandes cosas, grandes actividades, o ministerios de tipo activo; que entre los miembros del cuerpo de Cristo hay uno que no se ve y es fundamental, el corazón, y que sin la vida que da el corazón a la Iglesia, ni los maestros enseñarían la fe ni los mártires derramarían su sangre. 

“En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo quiero ser el Amor”. Esa era su vocación, el amor, escondida en el Cuerpo de Cristo, escondida como monja carmelita descalza en un monasterio pequeño, con los roces propios de la convivencia entre unas y otras monjas. Allí, en ese puesto pequeñito, invisible, oculto a los ojos del mundo, descubrió que su vocación era estar en el corazón de la Iglesia, ser el amor. 

                Aquí nos muestra, nos señala, y nos sorprende, el camino de lo que se llama “católicamente” la reparación. Poner amor, ofrecer nuestro amor al Señor por todos aquellos que no le aman, por los pecadores, por los que viven su vocación cristiana de forma mediocre o tibia: poner amor para arrancar al Señor todo bien y toda gracia para la Iglesia. Reparar con nuestro amor, ofrecer nuestro amor. “En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo quiero ser el Amor”.


                ¿De qué forma lo va realizando? Ella sabe que no tiene fuerzas físicas para grandes actividades, o grandes penitencias, muriendo a los 24 años de tuberculosis en una agonía terrible, pero supo encontrar en la actividad diaria, en aquello que podía hacer en su Carmelo, una fuente de reparación y de amor, la fuente de los pequeños sacrificios: la hermana que lavando la ropa siempre la salpica con el agua sucia a la cara; la otra enferma que es impertinente; sus ratos de Sagrario y su oración... ¡ofrecerlo todo! 

Recordemos cómo el Señor ensalza a los niños, y define que hay que hacerse pequeño para entrar en el Reino. La forma cristiana -crística- es santificarse haciéndose pequeño, cumplir las obligaciones del propio estado: el obispo cumpliendo sus obligaciones como obispo, el sacerdote como sacerdote, el casado como casado, el que está trabajando en la fábrica, en la oficina o limpiando escaleras, se santifica en su trabajo y haciéndolo con perfección. 

No son grandes cosas, es lo pequeño de las circunstancias de cada día, poner amor, ofreciendo y reparando, haciendo lo mejor posible todas las cosas, con amor y por amor, para el servicio de la Iglesia. “En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo quiero ser el Amor”.

                Santa Teresa de Lisieux se sentía pequeña, se sentía débil, su espiritualidad, abierta a todos, es esa espiritualidad del amor en todas las cosas, de la reparación y del sacrificio, y al mismo tiempo, del abandono. Quien se sabe pequeño se pone confiadamente en las manos de Dios, tal como canta el salmo 130: “Acallo y modero mis deseos como un niño en brazos de su madre”

Vive su relación con Dios en una confianza absoluta, como un niño pequeño, de pecho, vive con su madre: puede pedir, puede hablar, se somete a la madre con amor, nunca con un vínculo de temor o desconfianza.

 Teresa nos enseña a vivir el Evangelio como niños, con esa sencillez, con ese abandonarnos en las manos del Padre,  y que nuestra oración sea casi como el balbuceo de los niños, donde el corazón se abre ante el Sagrario y habla con confianza con el Señor. Así todo lo recibe de las manos de Dios: todo es gracia. 

Todo es gracia: todo acontecimiento, toda cruz, toda adversidad, toda bendición, todo viene de la mano de Dios Padre y ¡todo es gracia! Todo está bien, porque lo ha permitido el Señor, el Señor sabrá el porqué y todo se convierte en gracia para nosotros. Se trata de abrir el corazón y recibir lo que Dios nos da.

El carisma de Teresa de Lisieux, nos enseña aún hoy; como doctora de la Iglesia su magisterio permanece y nos educa, aquí, en el camino de la santidad: reparación, abandono y Gracia. 

Aprendamos a vivir en el corazón de la Iglesia amando y reparando, con todo lo que hacemos, hasta las más pequeñas cosas, como pueden ser coser o planchar, o el tiempo de estudio, cualquier actividad anodina o pesada o insignificante; todas las circunstancias y cosas, vivirlas en amor reparador.

                Aprendamos de Teresa de Lisieux a vivir con esa sencillez y entrega de relacionarnos con el Señor como niños, con confianza y vivamos todas las cosas como una gracia de Dios, aunque nos cueste, aunque nos duela al principio, aunque no lo entendamos, todo es gracia para nuestra santificación.

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