viernes, 24 de abril de 2020

Pinceladas (Palabras sobre la santidad - LXXXIV)



            Un santo es un fenómeno fascinante. Convergen en él tantas dimensiones que un análisis superficial no bastaría, o una mirada unidireccional… No se terminaría de comprender. El santo resume en sí muchas dimensiones, muchos aspectos distintos.



            Un santo es diáfano, es transparente, es luz. Su ser y su obrar no ocultan nada, ni hay segundas intenciones o torcidas maquinaciones. Se le ve puro, sencillo, transparente, es luz. Su presencia, su gesto, su palabra, ya iluminan. Despierta confianza y serenidad, no provoca prevención ni inseguridad ni alarma (eso sólo lo despiertan los hijos de las tinieblas, taimados, agazapados, nunca claros sino rebuscados).  Un santo así es como un astro en el cielo, brilla, ilumina… hay algo irresistible que dimana de su interior.

            El santo comprende al hombre. Hombre también, experimenta tentaciones y luchas muy duras, sabe de silencios y oscuridades, de sequedades, y asimismo de fragilidades y pecado porque él mismo ha caído. Esto le da una gran capacidad de comprensión del hombre, de la naturaleza humana: “ha participado de nuestras mismas tribulaciones y se halla por tanto en grado de comprender la grandeza y la miseria de nuestra condición humana” (Pablo VI, Hom. en la beatificación de 2 siervos de Dios, 30-octubre-1977). Incluso Dios ha permitido que el santo pase por muchas dificultades y tropiezas para que luego sea capaz de comprender, acoger, sanar y orientar a otros. No es rígido, no es inflexible, no es inmisericorde, no es duro: quien obra así está lejos de la santidad y no ha comprendido el frágil misterio de lo humano. El santo sí, por eso su mirada a lo humano es distinta, y pone su capacidad entera para comprender, consolar y confortar. La empatía es cualidad muy propia del santo.


            Como el santo deja obrar a la gracia en él sin ponerle obstáculos ni impedimentos, la gracia desarrolla y perfecciona lo auténticamente humano que hay en él: sus potencialidades, sus cualidades, sus virtudes. Dios no les quita nada, ni los deshumaniza, por el contrario, es Dios con su gracia quien hace que el santo madure, se desarrolle por completo. Así encontramos tipos humanos excepcionales, personalidades bien definidas y desarrolladas. La riqueza humana del santo es muy grande. “La santidad no puede suprimir las cualidades humanas, la formación permanente y todas las técnicas apostólicas, pero las trascienden; la santidad sigue siendo la mediación más corta y más asombrosa para llevar al encuentro con Dios” (Pablo VI, Disc. a los obispos franceses de la región del Este en visita ad limina, 5-diciembre-1977).

            Ocupan un lugar de honor en la Iglesia porque son imágenes muy acabadas, muy logradas, de Jesucristo. Son demostraciones palpables, auténticas epifanías, de cómo la gracia de Dios crea hombres nuevos. Su presencia deja huellas. Su obrar es recordado. Su atracción es permanente. Son referencias claras del poder transformador de Cristo y su Evangelio en el hombre concreto. Ellos concretan en su vida cómo la Iglesia es realmente santa y santificadora de sus hijos: “Como confirmación visible de la nota esencial constitutiva de la Iglesia que es la santidad, las figuras de hombres y mujeres… como dechados generosos y heroicos de una humanidad benéfica y arrebatadora, formada en la escuela del Evangelio de Cristo… Son figuras humildes y grandes, que han saltado al primer plano de la atención universal, con el relieve extraordinario de su vida, consagrada por entero a la gloria de Dios y a la elevación de las almas, y que han dejado una huella viva aún e imborrable” (Pablo VI, Disc. a la Curia romana, 27-diciembre-1977).

            Llaman la atención y destacan los santos por ser hombres verdaderos, hombres plenos, hombres completos. La antropología teológica encuentra en ellos los mejores tratados no escritos, sino vivos. “Toda la doctrina sobre la perfección de la vida religiosa, el llamamiento a la santidad que nace de la misma vocación cristiana, la afirmación de los valores, no sólo de la esfera sobrenatural de la gracia, sino también del orden y de la actividad temporal, que el Concilio ha repetido en sus documentos, nos ayudan a creer que el seguidor de Cristo puede y debe tener también hoy su propia grandeza moral, heredada, ciertamente, pero viva y que debe ser recordada, de la cual, si él no tiene siempre la más alta prerrogativa, por desgracia, en su vida práctica, tiene, sin embargo, su secreto, la fórmula justa en el campo doctrinal. El cristiano que lo es de verdad es el hombre verdadero, es el hombre que se realiza plena y libremente a sí mismo; y todo ello inspirándose en un modelo de infinita perfección y de insuperable humanidad: Cristo, nuestro Señor, imitable en algunas formas necesarias, las exigidas por la fe y por la gracia, y muchas otras, sugeridas por su propio carácter de cristiano y por su consciente elección (cf. Sto. Tomás, I-II, 109, 1)” (Pablo VI, Audiencia general, 17-julio-1968).

            Merecen, así pues, ser estudiados y valorados como sinceros compendios de antropología teológica, como el resultado de la capacidad transformadora de la gracia en el hombre y ejemplos de lo humano elevado y transfigurado por Cristo. ¡Hasta estas alturas puede llegar el hombre creado y redimido!


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