domingo, 3 de noviembre de 2019

Liturgia, belleza, arte (y IV)



4. Liturgia, belleza, arte sacro


            La Iglesia siempre, por amor al Señor, se esmeró en el culto divino, buscando que estuviese lleno de belleza y, por tanto, cuidó el arte sacro al servicio de la liturgia. Hoy el hombre, en cierto sentido, se salvará por la belleza –en frase de Dostoievski citada por el Magisterio-.

            Ya las mismas iglesias permiten el tránsito de la ciudad secular, del mundo y sus actividades, hasta el ámbito del encuentro con Dios. La arquitectura del templo dirige la mirada al ábside, al santuario, al lugar santo del altar, ya sea por arcos, naves, una gran cruz o el inmenso retablo. Los cuadros, las imágenes, etc., nos adentran en el mundo de lo invisible, en la Comunión de los santos y en la presencia de Dios. Disponen el espíritu para la acción divina en la liturgia. Es una belleza que fascina. Y esto se extiende, como antes afirmábamos, a todos los elementos del culto litúrgico: los vasos sagrados, las vestiduras litúrgicas, la disposición del presbiterio, la música litúrgica, etc.

            Pero, ¿el cuidado de la belleza, potenciar el arte sacro, no está pasado de moda? ¿Es algo hoy innecesario? 

            El mismo Concilio Vaticano II lo inculcaba con insistencia para nuestros días: “la santa madre Iglesia fue siempre amiga de las bellas artes, buscó constantemente su noble servicio, principalmente para que las cosas destinadas al culto sagrado fueran en verdad dignas, decorosas y bellas, signos y símbolos de las realidades celestiales” (SC 122) y es que “la Iglesia procuró con especial interés que los objetos sagrados sirvieran al esplendor del culto con dignidad y belleza, aceptando los cambios de materia, forma y ornato que el progreso de la técnica introdujo con el correr del tiempo” (SC 122). Por tanto, “también el arte de nuestro tiempo, y el de todos los pueblos y regiones, ha de ejercerse libremente en la Iglesia, con tal que sirva a los edificios y ritos sagrados con el debido honor y reverencia” (SC 123) y los obispos “al promover y favorecer un arte auténticamente sacro, busquen más una noble belleza que la mera suntuosidad. Esto se ha de aplicar también a las vestiduras y ornamentación sagrada” (SC 124).


           El mal gusto, el descuido del arte sacro, la dejadez, etc., son errores cometidos muchas veces; ya Pablo VI lo reconocía hablando así a los artistas:


“Y -hagamos el ‘confiteor’ completo, esta mañana, al menos aquí- os hemos tratado aún peor, hemos recurrido a sucedáneos, a la “oleografía”, a la obra de arte de escaso valor y de poco mérito, quizá porque, para descargo nuestro, no teníamos los medios para realizar cosas grandes, bellas, nuevas, cosas dignas de ser admiradas; y hemos ido también nosotros por callejuelas en las que el arte y la belleza y -lo que es peor para nosotros- el culto de Dios han sido mal servidos.

¿Hacemos las paces? ¿Hoy? ¿Queremos ser amigos de nuevo? ¿Vuelve a ser de nuevo el Papa amigo de los artistas? ¿Queréis sugerencias, medios prácticos? Pero hoy no se trata de eso. Quedémonos en los sentimientos. Debemos volver a ser aliados. Debemos pediros todas las posibilidades que el Señor os ha dado y, por tanto, en el ámbito de la funcionalidad y de la finalidad, que hermanan el arte al culto de Dios, debemos dejar cantar vuestras voces con el canto libre y poderoso del que sois capaces. Y vosotros deberéis ser capaces de interpretar lo que hayáis de expresar, de venir a recibir de nosotros el motivo, el tema, y en ocasiones más que el tema, ese fluido secreto que se llama inspiración, que se llama gracia, que se llama el carisma del arte” (Disc. a los artistas, 7-mayo-1964).



           Es un servicio grande para la glorificación de Dios, el cultivo de la belleza, la creación de la obra de arte al servicio de la liturgia, la restauración que devuelve el esplendor al arte después de siglos para que brille limpiamente: ¡así se sirve a Dios!, porque colabora en gran medida a que la liturgia sea culto divino, glorificación de Dios, Amor y Belleza.

            Si la liturgia es el lugar de la manifestación de la Belleza de Dios, todo en ella ha de ser bello y a esa belleza se contribuye con todo lo que significa el arte sacro, la obra artística.

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