El cristiano que toma en serio su vida cristiana, su
vida de oración centrado en Cristo y en la Eucaristía, tiene un
estilo peculiar de vivir, de moverse en el mundo. Hoy necesitamos “cristianos
fuertes. La Iglesia...
necesita hijos valientes, formados en la escuela del Evangelio” (Pablo VI,
Catequesis, 25-febrero-1970).
1. La humildad
Humildad viene del latín “humilitas”, de la raíz
“humus”, suelo, de donde viene también “humanitas” y “humanum”. Es aquello que
brota del suelo, de la tierra, que tiene una consistencia efímera y débil
porque brota de la tierra. Conecta perfectamente con alguna de las mejores
páginas de las Escrituras que nos revelan qué es el hombre, y por tanto, de
dónde brota su humildad:
Entonces el Señor Dios modeló al hombre del polvo de
la tierra, sopló en su nariz un hálito de vida y el hombre se convirtió en un
ser viviente (Gn 2,7: hombre –adam, tierra –adamá)... Con el sudor de tu frente
comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste formado.
Ciertamente eres polvo y al polvo volverás (Gn 3,19).
Como un padre siente ternura por sus
hijos, así siente el Señor ternura por sus fieles; porque él conoce nuestra
masa, se acuerda de que somos barro (Sal 102, 13-14).
La humildad viene definida por santa Teresa de forma
magistral: “La humildad es la
Verdad” (5M, 8), y por san Juan de la Cruz: “humilde es el que sabe
de su propia nada y deja hacer a Dios”.
La humildad debe ser contemplada en dos direcciones:
No sólo una verdad social, en nuestras relaciones
personales, sino una verdad hacia Dios y hacia nosotros mismos, sin pretender
engañar a Dios ni engañarnos a nosotros mismos haciéndonos falsas imágenes de
lo que somos. Está el pecado de idolatría del propio espíritu que recreándose
en sí mismo de forma falsa, lo convierte en Dios. La verdad de uno mismo frente a sí, frente a los demás, frente
a Dios. “La verdad os hará libres”
(Jn 8,32), “la humildad es andar en verdad”.
b) Una segunda dirección, complementaria de esta
primera que es fundamental: situados en la verdad (no en la máscara
idolátrica), con un conocimiento ajustado de sí, dejar a Dios ser Dios. Dios no modela el mármol de nuestro orgullo
o de nuestros engaños o de nuestra hipocresía, sino el barro sencillo de
nuestro espíritu. Somos creados, y recreados en el hoy de la existencia, cuando
ponemos nuestro barro en las manos creadoras y providentes de Dios. No querer
reconocer los propios límites y la propia y finita naturaleza humana, es poner
trabas a la acción de Dios. Reconocer nuestra masa (“somos barro”) es dejar que Dios actúe.
¿Puede Dios cambiar el corazón del fariseo, éste,
cerrado a Dios, confiando sólo en lo que él hace y lo bueno que es? ¿No será
más fácil entrar en el corazón del publicano que reconociéndose impotente pone
su barro en manos del Señor sin fiarse de sí mismo? “El publicano manteniéndose a distancia, no se atrevía ni siquiera a
levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ‘Dios mío,
ten compasión de mí, que soy un pecador’. Os digo que éste bajó a su casa
reconciliado con Dios, y el otro no. Porque el que se ensalza será humillado, y
el que se humilla será ensalzado” (Lc 18,13-14).
La gracia viene en ayuda de nuestra fragilidad (“sin
tu ayuda no puede sostenerse lo que se cimienta en la debilidad humana”[1]). El
humilde deja actuar a Dios, no le opone resistencias, porque sabe que necesita
de Dios. Es el enfermo que le descubre sus llagas al Médico, Cristo, para que
las cure con el bálsamo del Espíritu: “También hoy como buen samaritano, se
acerca a todo hombre que sufre en su cuerpo o en su espíritu, y cura sus
heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza”[2]. La
gracia viene en ayuda de nuestra debilidad. La santidad no se consigue con los
meros esfuerzos ascéticos –santidad moral, pelagiana- de cumplir unos deberes
morales., sociales, de compromiso, de opción por los pobres, de prácticas
“religiosas”. La gracia viene al corazón débil que reconociendo la importancia
y limitación humanas –propia del ser creado y caído- grita y clama al Señor. En
sus brazos se refugia, y en Él confía su propia transformación y santidad. Ahí
sí viene la gracia, gracia dada gratuitamente por Dios para llevar al hombre a
la santidad y comunión con Él. ¡¡Y la
gracia es verdaderamente transformante de todas las dimensiones del espíritu
humano!!
La humildad es un don que hay que pedir. La oración
misma es una entrada en la humildad, porque desde sí mismo, la verdad de uno,
se dirige al Padre de las misericordias. Pedir este don constantemente al Señor
para que avancemos en la propia vida espiritual.
La humildad brota en el corazón que se reconoce tal
cual es ante el Señor. El examen de conciencia –el discernimiento propio e
íntimo- nos hace avanzar en humildad, porque uno empieza a conocer la propia
masa, y las resquebrajaduras de nuestro vaso de arcilla, y pide a Dios que lo
modele como un vaso nuevo en las manos hacendosas de Dios, el Alfarero (cf. Jr
18,1ss). “¡Concédenos que la gracia nos modele a imagen de Cristo!”[3]
2. Vivir en la transparencia
La transparencia es la sencillez, la simplicidad. La
transparencia es necesaria, un estilo de vida peculiar, porque significa, no
vivir por ostentación ni por orgullo, ni por vanagloria ni por rivalidad,
teniendo unas relaciones fluidas, cordiales, amables, afables con todos. “En vuestra conversación –exhorta san
Pablo- sed siempre amables y simpáticos,
de modo que sepáis responder a cada uno como conviene” (Col 4,6).
La sencillez unida a la transparencia, es un trato
agradable y cristiano con todos, sabiendo ganar a todos para la causa del Evangelio, acogiendo a todos, con la sonrisa de
quien está lleno de la
Presencia de Alguien que sostiene su vida, en colaboración,
escucha y acogida. ¡Qué necesaria la sencillez en las relaciones! Sin
ostentación, sin orgullo ni soberbia espiritual, sin querer avasallar ni querer
aparentar lo que no uno es. Releed del capítulo 12 de la carta a los Romanos:
allí encontraréis a San Pablo forjando en la sencillez y transparencia a los
cristianos de la Iglesia
de Roma.
Sencillez en el vestir, en el comer, en la
organización de la propia vida, en el propio hogar. Correctos, pero sin lujos
innecesarios. La austeridad en la propia vida y en el criterio de uso y
distribución de nuestro dinero. Sencillez en esa pequeña o gran economía
personal, sin ser ambicioso, dando de nuestro dinero una parte fija a la Iglesia –a la parroquia- y
a los necesitados. El lujo y el dinero se combinan mal con Dios y su pretensión
de absolutez, se combinan mal con la libertad de espíritu del que ora.
El estilo sencillo de la vida cristiana será
testimonio evangelizador, el ejemplo de la propia vida debe ofrecerse al mundo
para que el mundo crea. Este estilo sencillo va naciendo, creciendo,
perfeccionándose, en la fragua de la propia oración. Sencillez, transparencia,
austeridad, modestia, en el vestir, en el comer, en el dinero, en el trato con
los demás. No son caprichos: miremos a Cristo en su vida mortal, miremos su
nacimiento, su predicación, su vida y su muerte; Él es nuestro ejemplo de
sencillez, alejado de toda pretensión, de todo orgullo y ostentación.
3. Y vivir en la alabanza
De nuevo nos aparece la alabanza. No podía ser de
otra forma, porque ésta es la forma más pura, más clara, más especial, de
oración. Vivir en la alabanza es asomarse al abismo de la Providencia infinita
de Dios; vivir en la alabanza es reconocer cada minuto de la existencia, cada
hecho de nuestra vida, cada momento, guiado por la mano providente de Dios; y
ver la mano de Dios en nuestra vida, y dar gracias, y alabar y bendecir al
Señor por todo lo que Dios nos concede en cada momento. Vivir en la alabanza es
dar gracias por todo, reconocer la acción poderosa de Dios en cada cosa, en
cada situación, que acontece en nuestra vida.
Quisiera no dejar de pasar por alto otra dimensión de
esta alabanza. Vivir en la alabanza es participar plena, consciente y
activamente en la liturgia de la
Iglesia, en su oración y en sus sacramentos. La Eucaristía, la Reconciliación-Penitencia,
son los sacramentos que celebramos con frecuencia. La Eucaristía dominical y,
si se puede, diariamente. Ésta es la mejor oración, sin constituir ningún tipo
de añadido o rito al que hay que asistir por obligación. En la Eucaristía, Cristo se
ofrece al Padre, ora al Padre y une en su sacrificio pascual a toda la Iglesia, a cada cristiano.
Cuando se descubre y se vive toda la riqueza del misterio eucarístico, cuando la Eucaristía es el centro
de la vida cristiana, entonces se ha llegado a un conocimiento auténtico de
Jesucristo, a una fe más verdadera.
La oración personal es prolongación de esta
Eucaristía. La oración, lo sabéis, no es un vacío, ni una relajación, ni un
encontrarse con uno mismo en el silencio como técnica de introspección o
búsqueda del yo; nadie puede decir que hace oración (que tiene vida de oración)
si no celebra la liturgia de la
Iglesia con su comunidad parroquial, “la Iglesia presente entre las
casas de sus hijos e hijas” (ChL 26). La liturgia es la gran oración de la Iglesia que se une a
Cristo Orante, Mediador, Señor, Salvador.
Los sacramentos, las celebraciones litúrgicas, la Liturgia de las Horas
(Laudes y Vísperas principalmente) son el marco natural de la oración
cristiana, y de la liturgia –especialmente del Gran Sacramento de la Eucaristía, celebrada y
adorada luego silenciosamente en la exposición del Santísimo- brota nuestra
oración personal, nuestra meditación, contemplación y adoración.
Cuanto más rica sea nuestra participación espiritual
y activa en la liturgia, cuanto mejor celebremos la liturgia, cuanto más la
vivamos, se verá enriquecida nuestra oración personal. Bebemos entonces de la
fuente de la liturgia, aquella fuente que la Iglesia nos ofrece para recibir el Agua del
Espíritu.
Y el Espíritu clamará en nosotros, y moverá nuestro
corazón, y nos unirá a Cristo; Él irá abriendo nuestros ojos. Viviremos para
alabar siempre y en todo lugar. Alabar, gratuitamente, con el corazón de la Iglesia, en su liturgia,
en nuestras vidas.
La Gracia Santificante transparenta.
ResponderEliminarAbrazos fraternos.