lunes, 11 de noviembre de 2019

La alabanza del orante a Dios

                El cristiano que toma en serio su vida cristiana, su vida de oración centrado en Cristo y en la Eucaristía, tiene un estilo peculiar de vivir, de moverse en el mundo. Hoy necesitamos “cristianos fuertes. La Iglesia... necesita hijos valientes, formados en la escuela del Evangelio” (Pablo VI, Catequesis, 25-febrero-1970).


                1. La humildad

                Humildad viene del latín “humilitas”, de la raíz “humus”, suelo, de donde viene también “humanitas” y “humanum”. Es aquello que brota del suelo, de la tierra, que tiene una consistencia efímera y débil porque brota de la tierra. Conecta perfectamente con alguna de las mejores páginas de las Escrituras que nos revelan qué es el hombre, y por tanto, de dónde brota su humildad:

Entonces el Señor Dios modeló al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz un hálito de vida y el hombre se convirtió en un ser viviente (Gn 2,7: hombre –adam, tierra –adamá)... Con el sudor de tu frente comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste formado. Ciertamente eres polvo y al polvo volverás (Gn 3,19).

Como un padre siente ternura por sus hijos, así siente el Señor ternura por sus fieles; porque él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro (Sal 102, 13-14).

                La humildad viene definida por santa Teresa de forma magistral: “La humildad es la Verdad” (5M, 8), y por san Juan de la Cruz: “humilde es el que sabe de su propia nada y deja hacer a Dios”.

                La humildad debe ser contemplada en dos direcciones:


               a) La primera dirección de la humildad está encaminada a la verdad. La mentira brota del Maligno y nos lleva a la autosuficiencia, a henchir nuestro espíritu creyéndonos perfectos o los mejores, o viviendo de la mentira de cara a los demás (¡guardar las apariencias!, ¡la imagen que tienen de mí!). Existe una mentira personal, una máscara que nos cubre el rostro para que los demás vean la hermosura de la máscara y aprecien así a la persona que la lleva, pero si se quitase toda máscara, todo afán de caer bien, todo intento de congraciarse con todos para buscar sus aplausos o estima o afecto o dinero o ... entonces, ¿en qué quedaríamos? En la verdad desnuda, en la conciencia limpia y transparente, que no acusa.

                No sólo una verdad social, en nuestras relaciones personales, sino una verdad hacia Dios y hacia nosotros mismos, sin pretender engañar a Dios ni engañarnos a nosotros mismos haciéndonos falsas imágenes de lo que somos. Está el pecado de idolatría del propio espíritu que recreándose en sí mismo de forma falsa, lo convierte en Dios. La verdad de uno  mismo frente a sí, frente a los demás, frente a Dios. “La verdad os hará libres” (Jn 8,32), “la humildad es andar en verdad”.

                b) Una segunda dirección, complementaria de esta primera que es fundamental: situados en la verdad (no en la máscara idolátrica), con un conocimiento ajustado de sí, dejar a Dios ser Dios. Dios no modela el mármol de nuestro orgullo o de nuestros engaños o de nuestra hipocresía, sino el barro sencillo de nuestro espíritu. Somos creados, y recreados en el hoy de la existencia, cuando ponemos nuestro barro en las manos creadoras y providentes de Dios. No querer reconocer los propios límites y la propia y finita naturaleza humana, es poner trabas a la acción de Dios. Reconocer nuestra masa (“somos barro”) es dejar que Dios actúe.

                ¿Puede Dios cambiar el corazón del fariseo, éste, cerrado a Dios, confiando sólo en lo que él hace y lo bueno que es? ¿No será más fácil entrar en el corazón del publicano que reconociéndose impotente pone su barro en manos del Señor sin fiarse de sí mismo? “El publicano manteniéndose a distancia, no se atrevía ni siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ‘Dios mío, ten compasión de mí, que soy un pecador’. Os digo que éste bajó a su casa reconciliado con Dios, y el otro no. Porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado” (Lc 18,13-14).

                La gracia viene en ayuda de nuestra fragilidad (“sin tu ayuda no puede sostenerse lo que se cimienta en la debilidad humana”[1]). El humilde deja actuar a Dios, no le opone resistencias, porque sabe que necesita de Dios. Es el enfermo que le descubre sus llagas al Médico, Cristo, para que las cure con el bálsamo del Espíritu: “También hoy como buen samaritano, se acerca a todo hombre que sufre en su cuerpo o en su espíritu, y cura sus heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza”[2]. La gracia viene en ayuda de nuestra debilidad. La santidad no se consigue con los meros esfuerzos ascéticos –santidad moral, pelagiana- de cumplir unos deberes morales., sociales, de compromiso, de opción por los pobres, de prácticas “religiosas”. La gracia viene al corazón débil que reconociendo la importancia y limitación humanas –propia del ser creado y caído- grita y clama al Señor. En sus brazos se refugia, y en Él confía su propia transformación y santidad. Ahí sí viene la gracia, gracia dada gratuitamente por Dios para llevar al hombre a la santidad y comunión con Él. ¡¡Y la gracia es verdaderamente transformante de todas las dimensiones del espíritu humano!!


                La humildad es un don que hay que pedir. La oración misma es una entrada en la humildad, porque desde sí mismo, la verdad de uno, se dirige al Padre de las misericordias. Pedir este don constantemente al Señor para que avancemos en la propia vida espiritual.

               
                La humildad brota en el corazón que se reconoce tal cual es ante el Señor. El examen de conciencia –el discernimiento propio e íntimo- nos hace avanzar en humildad, porque uno empieza a conocer la propia masa, y las resquebrajaduras de nuestro vaso de arcilla, y pide a Dios que lo modele como un vaso nuevo en las manos hacendosas de Dios, el Alfarero (cf. Jr 18,1ss). “¡Concédenos que la gracia nos modele a imagen de Cristo!”[3]


                2. Vivir en la transparencia

                La transparencia es la sencillez, la simplicidad. La transparencia es necesaria, un estilo de vida peculiar, porque significa, no vivir por ostentación ni por orgullo, ni por vanagloria ni por rivalidad, teniendo unas relaciones fluidas, cordiales, amables, afables con todos. “En vuestra conversación –exhorta san Pablo- sed siempre amables y simpáticos, de modo que sepáis responder a cada uno como conviene” (Col 4,6).

                La sencillez unida a la transparencia, es un trato agradable y cristiano con todos, sabiendo ganar a todos para la causa del Evangelio, acogiendo a todos, con la sonrisa de quien está lleno de la Presencia de Alguien que sostiene su vida, en colaboración, escucha y acogida. ¡Qué necesaria la sencillez en las relaciones! Sin ostentación, sin orgullo ni soberbia espiritual, sin querer avasallar ni querer aparentar lo que no uno es. Releed del capítulo 12 de la carta a los Romanos: allí encontraréis a San Pablo forjando en la sencillez y transparencia a los cristianos de la Iglesia de Roma.

                Sencillez en el vestir, en el comer, en la organización de la propia vida, en el propio hogar. Correctos, pero sin lujos innecesarios. La austeridad en la propia vida y en el criterio de uso y distribución de nuestro dinero. Sencillez en esa pequeña o gran economía personal, sin ser ambicioso, dando de nuestro dinero una parte fija a la Iglesia –a la parroquia- y a los necesitados. El lujo y el dinero se combinan mal con Dios y su pretensión de absolutez, se combinan mal con la libertad de espíritu del que ora.

                El estilo sencillo de la vida cristiana será testimonio evangelizador, el ejemplo de la propia vida debe ofrecerse al mundo para que el mundo crea. Este estilo sencillo va naciendo, creciendo, perfeccionándose, en la fragua de la propia oración. Sencillez, transparencia, austeridad, modestia, en el vestir, en el comer, en el dinero, en el trato con los demás. No son caprichos: miremos a Cristo en su vida mortal, miremos su nacimiento, su predicación, su vida y su muerte; Él es nuestro ejemplo de sencillez, alejado de toda pretensión, de todo orgullo y ostentación.

                3. Y vivir en la alabanza

                De nuevo nos aparece la alabanza. No podía ser de otra forma, porque ésta es la forma más pura, más clara, más especial, de oración. Vivir en la alabanza es asomarse al abismo de la Providencia infinita de Dios; vivir en la alabanza es reconocer cada minuto de la existencia, cada hecho de nuestra vida, cada momento, guiado por la mano providente de Dios; y ver la mano de Dios en nuestra vida, y dar gracias, y alabar y bendecir al Señor por todo lo que Dios nos concede en cada momento. Vivir en la alabanza es dar gracias por todo, reconocer la acción poderosa de Dios en cada cosa, en cada situación, que acontece en nuestra vida.

                Quisiera no dejar de pasar por alto otra dimensión de esta alabanza. Vivir en la alabanza es participar plena, consciente y activamente en la liturgia de la Iglesia, en su oración y en sus sacramentos. La Eucaristía, la Reconciliación-Penitencia, son los sacramentos que celebramos con frecuencia. La Eucaristía dominical y, si se puede, diariamente. Ésta es la mejor oración, sin constituir ningún tipo de añadido o rito al que hay que asistir por obligación. En la Eucaristía, Cristo se ofrece al Padre, ora al Padre y une en su sacrificio pascual a toda la Iglesia, a cada cristiano. Cuando se descubre y se vive toda la riqueza del misterio eucarístico, cuando la Eucaristía es el centro de la vida cristiana, entonces se ha llegado a un conocimiento auténtico de Jesucristo, a una fe más verdadera.

                La oración personal es prolongación de esta Eucaristía. La oración, lo sabéis, no es un vacío, ni una relajación, ni un encontrarse con uno mismo en el silencio como técnica de introspección o búsqueda del yo; nadie puede decir que hace oración (que tiene vida de oración) si no celebra la liturgia de la Iglesia con su comunidad parroquial, “la Iglesia presente entre las casas de sus hijos e hijas” (ChL 26). La liturgia es la gran oración de la Iglesia que se une a Cristo Orante, Mediador, Señor, Salvador.

                Los sacramentos, las celebraciones litúrgicas, la Liturgia de las Horas (Laudes y Vísperas principalmente) son el marco natural de la oración cristiana, y de la liturgia –especialmente del Gran Sacramento de la Eucaristía, celebrada y adorada luego silenciosamente en la exposición del Santísimo- brota nuestra oración personal, nuestra meditación, contemplación y adoración.

                Cuanto más rica sea nuestra participación espiritual y activa en la liturgia, cuanto mejor celebremos la liturgia, cuanto más la vivamos, se verá enriquecida nuestra oración personal. Bebemos entonces de la fuente de la liturgia, aquella fuente que la Iglesia nos ofrece para recibir el Agua del Espíritu.

                Y el Espíritu clamará en nosotros, y moverá nuestro corazón, y nos unirá a Cristo; Él irá abriendo nuestros ojos. Viviremos para alabar siempre y en todo lugar. Alabar, gratuitamente, con el corazón de la Iglesia, en su liturgia, en nuestras vidas.


[1] Oración colecta Martes II Cuaresma.
[2] Prefacio Común VIII.
[3] Oración colecta Sábado después de Epifanía.

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