martes, 5 de noviembre de 2019

La cruz, camino de santidad




“Si alguno quiere seguirme, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame” (Lc 9,23).

“Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (Gal 6,14).

“Con la mirada puesta en Jesús crucificado, todo cristiano está llamado a tomar su cruz cada día y a seguirlo (cf. Mc 8,34), sin gloriarse más que en la cruz del Señor Jesús (cf. Gal 6,14), y sin saber nada más que a Jesucristo crucificado (cf. 1Co 2,2). La cruz de Cristo, por consiguiente, puede considerarse el libro de la vida, maestra de verdad y de santidad (JUAN PABLO II, Mensaje con motivo de la reconstrucción de la cruz en la cima del monte Amiata, 26-julio-1996).




               Como Cristo, el cristiano; y tal cual fue el camino de Nuestro Señor, así es el camino del discípulo. ¡La cruz! El misterio de la cruz como misterio de salvación, en la cual Cristo se entrega, pero también como misterio que sella, que marca, la propia vida.  

 "El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz, y me siga”. No tenemos otro camino, sino aquel que nos ha trazado el Señor, el camino de la cruz.

                La cruz nos puede venir externamente, la enfermedad, las circunstancias, los problemas, o la cruz más interior de la oscuridad de la fe, la lucha, del combate contra la tentación; pero, quiérase o no, la cruz sella nuestra vida, porque en ella murió el Redentor por nosotros. 

Teniendo esta realidad en nuestra vida, podemos considerar el misterio que supone esa cruz, porque, en primer lugar, la cruz de Cristo es la fuente de nuestra santidad, y donde se muestra la santidad de Dios. Por tanto, si queremos desarrollar nuestra vocación a la santidad, fruto del bautismo, que se desarrolla, en cualquier circunstancia, modo y estado de vida, en el sacerdocio o en el matrimonio, el camino va a ser la cruz para la santidad. 



La cruz, además, es la que nos hace madurar. Un sufrimiento unido a Cristo Redentor, nos va haciendo adquirir la verdadera sabiduría de Dios. La cruz engendra santidad madura, no muñecos que se dejen llevar por el primer viento. 

El sufrimiento madura, el sufrimiento, en frase de Santa Teresita, engendra almas. Y ahí tenemos una tercera dimensión de la cruz: cuando se vive el misterio de la cruz en la propia vida se sale, por esa fecundidad misteriosa que tiene la cruz, que lo que a nosotros nos hace sufrir, si lo vivimos, lo aceptamos y lo ofrecemos al Señor, esa cruz va a engendrar vida en alguien en algún sitio, el misterio de la Comunión de los Santos, el misterio de la cruz redentora. Sólo el sufrimiento engendra almas.

Con ese misterio de cruz, que nos llega, que todos hemos de pasar, y máxime, incluso, que hemos de desear la cruz si queremos ser discípulos del Señor, hay que examinarse y ver las actitudes profundas cuando aparece esa cruz en nuestra vida. 

Es evidente que no cabe, para quien se considera discípulo del Señor, para quien comulga su Cuerpo y su Sangre, la rebeldía, la negación de Dios por el sufrimiento, o el pedirle cuentas a Dios del porqué esta cruz cuando no hemos hecho nada. ¡Más inocente que era el Verbo de Dios, el Cordero inmaculado que es Cristo, y sin embargo, cargó con su cruz! ¡No se trata aquí de inocencia o culpabilidad! No rebelarse ni pedir a Dios cuentas. La aceptación de la cruz es un paso necesario para la santidad.
 
Pero, en segundo lugar, llevar también la cruz con la dignidad propia de los hijos de Dios, que no significa que no nos duela la cruz, o que no nos produzca rechazo o repulsión, pero sí llevarla con dignidad, con la serenidad y la paz de quien está viviendo la voluntad de Dios al cargar la cruz. Con serenidad y con paz, y sin lamentarse. Hay muchos que van publicando su propia cruz, convirtiéndose en víctimas para que otros los compadezcan. La cruz se lleva con serenidad y en silencio, vivida y aceptada, ofrecida por la salvación del mundo, en comunión con Cristo, como camino de santidad. “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”.

Y la cruz pueden ser muchísimas cosas, muchísimas circunstancias inesperadas, o persecuciones, o calumnias. La cruz puede ser la enfermedad, la cruz pueden ser los hijos que no responden a la educación que hemos querido darles y hacen lo contrario de lo que se les ha enseñado; la cruz en el trabajo, con una persona con la que no se congenia y hay trabajar o convivir con ella; la cruz en el matrimonio parece que asusta y la única salida la separación o el divorcio, porque no se admite la cruz, se huye de la cruz, y, no obstante, también el matrimonio, incluso con la circunstancia de cruz es camino de santidad. Lo decía el Papa Juan Pablo II en un discurso: aunque el matrimonio se convierta en las estaciones de un viacrucis, el matrimonio es camino de santidad, donde uno se realiza amando y perdonando. 

La cruz es la que madura, la cruz es la que da la resurrección. No buscamos la cruz por el dolor, sino por ser camino de santidad y resurrección, también en el matrimonio. 

 Con esta doctrina que es la aplicación del mensaje salvador del Evangelio, la Iglesia se alegra de poder celebrar y acompañar a tantos matrimonios que han sido probados con la cruz pero han permanecido fieles. El Señor les ha dado la gracia de la fidelidad y de la fortaleza, y eso es una bendición, un testimonio admirable, un signo del amor de Dios, un signo del amor de Cristo por su Iglesia, donde se ratifica que el matrimonio es posible vivirlo en fidelidad y en apertura a la vida, al don de la entrega mutua que engendra hijos para Dios.



Y nos alegramos con todos los santos, que cargaron con su cruz y siguieron a Cristo, siendo fieles. Leer sus biografías, o acercarse a sus escritos, es ver y comprobar siempre las dimensiones de la cruz sobre los hombros de los santos y el valor que esa cruz poseyó en orden a su santidad, madurez y fecundidad de vida.

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