Hemos contemplado y meditado los aspectos fundamentales en distintas catequesis o entradas: el verdadero
contenido de la reparación obrada por Cristo, la colaboración personal en la
redención con nuestra reparación, el modo y el significado de la reparación
como participación en la redención del Señor en un perpetuo y constante estar
crucificados con Cristo, expropiados de nosotros mismos, por la salvación del
mundo.
“Todo hombre tiene su participación en la redención. Cada uno está llamado a participar en ese sufrimiento mediante el cual se ha llevado a cabo la redención. Está llamado a participar en ese sufrimiento por medio del cual todo sufrimiento humano ha sido también redimido. Llevando a efecto la redención mediante el sufrimiento, Cristo ha elevado juntamente el sufrimiento humano a nivel de redención. Consiguientemente, todo hombre, en su sufrimiento, puede hacerse también partícipe del sufrimiento redentor de Cristo” (Juan Pablo II; Salvifici doloris, nº 19).
“Nuestra colaboración aquí consiste en el estar crucificados con
Cristo en el mutuo estar crucificados el yo y el mundo... Todo el amor de
entrega de Cristo nace del punto en que contempla al Padre, haciendo siempre lo
que agrada a Éste. El que algunos miembros de la Iglesia dediquen su vida
entera a esa contemplación no quiere decir que los demás estén dispensados de
ella: todos tienen que realizar constantemente en la fe, de manera espiritual,
su haber muerto y resucitado y su “haber sido co-trasladados al cielo”,
cualquiera que sea el estado de la
Iglesia a que pertenezcan”[1]. Es el modo de colaborar
(reparar) con Cristo.
Ahora bien, esto será posible por el maravilloso misterio de la Comunión de los santos.
Aquí aparece la dimensión eclesial de la reparación que debe brillar y animar
toda nuestra existencia. La
Iglesia es un misterio de comunión, la Iglesia es la Comunión de los santos[2].
Un Cuerpo, cuya Cabeza es
Cristo que está en los cielos, y una gran diversidad de miembros en ese Cuerpo,
con distintos ministerios, carismas, funciones y oficios “ordenados para el bien común” (1Co 12,7), complementarios pero no
opuestos. El Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, es un Cuerpo bello y armonioso,
proporcionado y en profunda unidad.
Este Cuerpo prolonga y participa del
sufrimiento redentor de su Cabeza, Cristo, por la salvación del mundo; la Iglesia repara colaborando
con Cristo, participando del misterio de la cruz en su existencia, y plasmando
este sufrimiento redentor en una reparación ofrecida por cada miembro de la Iglesia.
"Cristo ha obrado con su sufrimiento la redención del mundo. Al mismo tiempo, esta redención, aunque realizada plenamente con el sufrimiento de Cristo, vive y se desarrolla como cuerpo de Cristo, o sea la Iglesia, y en esta dimensión cada sufrimiento humano, en virtud de la unión en el amor con Cristo, completa el sufrimiento de Cristo. Lo completa como la Iglesia completa la obra redentora de Cristo. El misterio de la Iglesia -de aquel cuerpo que completa en sí también el cuerpo crucificado y resucitado de Cristo- indica contemporáneamente aquel espacio, en el que los sufrimientos humanos completan los de Cristo. Sólo en este marco y en esta dimensión de la Iglesia cuerpo de Cristo, que se desarrolla continuamente en el espacio y en el tiempo, se puede pensar y hablar de “lo que falta a los padecimientos de Cristo”” (Salvifici doloris, nº 24).
En el Cuerpo místico de Cristo,
todos estamos insertos y relacionados
unos con otros porque existen realmente unos lazos invisibles del Espíritu
Santo que crean esta maravillosa Comunión de los santos. Los miembros de la Iglesia somos uno y
estamos unidos, no al modo de una organización humana visible, sino al modo de
Dios, donde lo visible manifiesta y está en función de lo invisible[3].
La Comunión de los santos permite la unión en un mismo Cuerpo de cristianos de
toda raza, de toda lengua, de toda nación; y la Comunión de los santos
sobrepasa no sólo el espacio sino también el tiempo estando realmente unidos
con los cristianos de todos los tiempos, en primer lugar, estamos realmente
unidos con los santos, “los mejores hijos de la Iglesia”[4], y, finalmente, con la Iglesia que se purifica
para gozar eternamente de Dios, las almas de los difuntos que se purifican (la
oración por los difuntos es eficaz por el misterio de la Comunión de los santos[5]).
Es el Espíritu Santo el
que realiza esta posibilidad –real y viviente- de la Comunión de los santos.
[1] VON BALTHASAR, Filosofía,
cristianismo, monacato en Sponsa Verbi, Madrid, 1964, pág. 433.
[2] Cf. CAT 946.
[3] Dice el prefacio I de
Navidad: “para que, conociendo a Dios visiblemente, él nos lleve al amor de lo
invisible”.
[4] Pf Solemnidad Todos los Santos.
[5] “En virtud de la «comunión
de los santos», la Iglesia
encomienda los difuntos a la misericordia de Dios y ofrece sufragios en su
favor, en particular el santo sacrificio eucarístico” (CAT 1055).
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