sábado, 23 de noviembre de 2019

El ideal que alienta (Palabras sobre la santidad - LXXIX)


Caminamos y vivimos si tenemos una meta y sabemos adónde ir; si no hay meta ni un ideal trazado, la desorientación genera cansancio y el cansancio provoca desesperanza. La vida cristiana, ¿adónde va, adónde se dirige? ¿Qué hacemos, si es que es caminamos? ¿O dejamos que pasen los días, matando el tiempo, haciendo de nuestro cristianismo algo mortecino, apagado, insípido, descolorido?




 Pero cuando brilla ante nosotros un ideal, cuando se señala una meta, el camino se recorre de otro modo y las dificultades inevitables se afrontan cabalmente. Valía la pena arriesgar con tal de conseguir; valía la pena recorrer un camino cuando el destino es tan feliz y reconfortante.

En el caso cristiano, el ideal de la vida cristiana es la santidad, la meta del camino cristiano, iniciado en el bautismo, es ser santos. A todos habrá que señalar la meta, a todos proponer este ideal obligatorio, y no rebajar el listón, ni acomodarnos a la pereza que no tiene ambiciones ni sueños ni deseos nobles, ni vulgarizar el Evangelio con sólo unos principios sueltos de ética y algo de buenismo moral para no incomodar a nadie ni elevar el nivel espiritual del pueblo cristiano.

La santidad es el ideal, en cierto modo, “obligatorio” y obligado:

            “Es el ideal que la fe presenta a la realidad y que debe realizarse en el desarrollo del programa de nuestra vida. El Concilio nos ha recordado que no se trata de un programa facultativo; todos, si somos cristianos, si somos fieles, debemos ser santos, en tensión continua hacia la santidad; y nos enseña también que no se trata de un programa utópico, exagerado, sino normal en el empleo de los dones que a tal fin la economía de la gracia, es decir, el plan de los deberes y de las ayudas, la providencia dispone para cada uno de nosotros.


            La vida cristiana es una cosa grande. No puede ser chata, ni vil, ni mediocre, ni frustrada por quien ha tenido la suerte de ser llamado a la misma. Es necesario vivirla con conciencia clara y generosa, y debe ser inspirada por la confianza y la fortaleza. Sí, todos, cada uno en la parcela que le ha sido asignada, debemos ser perfectos; la religión hace audaz y sublime nuestro modo de concebir esta nuestra pobre existencia, que debe modelarse, nada menos que sobre la perfección infinita de Dios (cf. Mt 5,48).
Con este fin, la Iglesia nos ofrece, para ejemplo y consuelo nuestro, las figuras mayores de nuestros hermanos y hermanas, que han reflejado en su vida la santidad” (Pablo VI, Ángelus, 14-noviembre-1976).

El ideal ha de ser propuesto a todos, mostrado a todos, enseñado a todos… porque, además, siempre, coincide con las exigencias de infinito de nuestro corazón, se da una correspondencia con lo que nuestro corazón desea realmente. Un bautizado no puede quedar bajo mínimos ni contentarse con una vida cristiana aparente, superficial o sin hondura, de costumbres y hasta rituales estético-sociales, pero poca incidencia en lo personal. La santidad espolea todo nuestro ser para lanzarnos a la carrera.

Nuestra confianza, desde luego, radica en Dios y en su gracia que, al señalarnos tal ideal obligatorio, no cesa de sostenernos y auxiliarnos, no nos deja de su mano (“Yo, el Señor, tu Dios, te agarro de la diestra”, Is 41,13), sino que nos lleva “gracia tras gracia” (Jn 1,16), caminando de baluarte en baluarte (cf. Sal 83).

Los mismos santos son una provocación constate para la propia existencia, cuestionan a los demás con su sola presencia, señalan cómo el ideal es realizable, es alcanzable, porque ellos lo han asumido y logrado. Viéndolos a ellos, nadie puede excusarse de que la santidad es inalcanzable, una meta demasiado alta para pobres humanos falibles y pecadores. Son los santos un revulsivo ante la mediocridad, un fuego de grandes llamas ante cualquier tibieza.

  
          “Los santos representan siempre una provocación para el conformismo de nuestras costumbres, consideradas sabias sencillamente porque nos resultan cómodas. El radicalismo de su testimonio quiere ser una sacudida para nuestra pereza y una invitación al redescubrimiento de algún valor olvidado” (Pablo VI, Hom. en la canonizac. de Sta. Beatriz de Silva, 3-octubre-1976).

Este ideal obligatorio, la santidad, ¿consiste en obrar milagros? ¿Es una altísima vida mística? ¿Tal vez en fenómenos extraordinarios o en una profusión de carismas llamativos? ¿Fundar algo?

Digamos que el ideal de santidad es más sencillo que todo eso: se trata de asumir e integrar en la propia vida el cristianismo, recibir la forma cristiana entera y amoldarse a ella; el ideal de santidad es vivir el cristianismo auténticamente y por entero, sin fisuras, reducciones, adaptaciones secularistas o acomodaciones. Los santos son los cristianos auténticos: eso posee permanente validez para todos; la santidad es vivir íntegra y gozosamente el cristianismo.

            “También deteniendo el pensamiento en estas verdades, pocas pero capitales, nos podemos preguntar a nosotros mismos si están realmente presentes en nuestra forma mentis de cristianos auténticos como, justamente, todos debemos tener la pretensión de ser.

            Ante todo, el propósito de tener con Cristo una “comunión”, una amistad, una confianza como también nos concedemos –y dichosos nosotros- al acercarnos frecuentemente a la Eucaristía; sí, debemos vivir con Él, de Él, por Él; pero ésta lleva consigo que Él sea de verdad el inspirador de nuestra mentalidad nueva, es decir, cristiana, nuestro pan vital que alimente nuestros pensamientos, acciones, sentimientos, deseos y esperanzas. Esto es, Él debe producir en nosotros un “sentido”, un aire, un estilo de pensamiento y de vida que sea, al menos en su tendencia, coherente con la convivencia que Cristo se ha dignado establecer en nosotros con la fe y los sacramentos que de Él nos vienen” (Pablo VI, Audiencia general, 4-mayo-1977).

Asumiendo y deseando siempre el ideal de la santidad, supliquemos gracia para vivir auténticamente el cristianismo en toda su belleza, en todo su fulgor.


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