Caminamos
y vivimos si tenemos una meta y sabemos adónde ir; si no hay meta ni un ideal
trazado, la desorientación genera cansancio y el cansancio provoca
desesperanza. La vida cristiana, ¿adónde va, adónde se dirige? ¿Qué hacemos, si
es que es caminamos? ¿O dejamos que pasen los días, matando el tiempo, haciendo
de nuestro cristianismo algo mortecino, apagado, insípido, descolorido?
Pero
cuando brilla ante nosotros un ideal, cuando se señala una meta, el camino se
recorre de otro modo y las dificultades inevitables se afrontan cabalmente.
Valía la pena arriesgar con tal de conseguir; valía la pena recorrer un camino
cuando el destino es tan feliz y reconfortante.
En
el caso cristiano, el ideal de la vida cristiana es la santidad, la meta del
camino cristiano, iniciado en el bautismo, es ser santos. A todos habrá que
señalar la meta, a todos proponer este ideal obligatorio, y no rebajar el
listón, ni acomodarnos a la pereza que no tiene ambiciones ni sueños ni deseos
nobles, ni vulgarizar el Evangelio con sólo unos principios sueltos de ética y
algo de buenismo moral para no incomodar a nadie ni elevar el nivel espiritual
del pueblo cristiano.
La
santidad es el ideal, en cierto modo, “obligatorio” y obligado:
“Es el ideal que la fe presenta a la
realidad y que debe realizarse en el desarrollo del programa de nuestra vida.
El Concilio nos ha recordado que no se trata de un programa facultativo; todos,
si somos cristianos, si somos fieles, debemos ser santos, en tensión continua
hacia la santidad; y nos enseña también que no se trata de un programa utópico,
exagerado, sino normal en el empleo de los dones que a tal fin la economía de
la gracia, es decir, el plan de los deberes y de las ayudas, la providencia dispone
para cada uno de nosotros.
La vida cristiana es una cosa
grande. No puede ser chata, ni vil, ni mediocre, ni frustrada por quien ha
tenido la suerte de ser llamado a la misma. Es necesario vivirla con conciencia
clara y generosa, y debe ser inspirada por la confianza y la fortaleza. Sí,
todos, cada uno en la parcela que le ha sido asignada, debemos ser perfectos;
la religión hace audaz y sublime nuestro modo de concebir esta nuestra pobre
existencia, que debe modelarse, nada menos que sobre la perfección infinita de
Dios (cf. Mt 5,48).
Con este fin, la
Iglesia nos ofrece, para ejemplo y consuelo nuestro, las
figuras mayores de nuestros hermanos y hermanas, que han reflejado en su vida
la santidad” (Pablo VI, Ángelus, 14-noviembre-1976).
El
ideal ha de ser propuesto a todos, mostrado a todos, enseñado a todos… porque,
además, siempre, coincide con las exigencias de infinito de nuestro corazón, se
da una correspondencia con lo que nuestro corazón desea realmente. Un bautizado
no puede quedar bajo mínimos ni contentarse con una vida cristiana aparente,
superficial o sin hondura, de costumbres y hasta rituales estético-sociales,
pero poca incidencia en lo personal. La santidad espolea todo nuestro ser para
lanzarnos a la carrera.
Nuestra
confianza, desde luego, radica en Dios y en su gracia que, al señalarnos tal
ideal obligatorio, no cesa de sostenernos y auxiliarnos, no nos deja de su mano
(“Yo, el Señor, tu Dios, te agarro de la diestra”, Is 41,13), sino que nos
lleva “gracia tras gracia” (Jn 1,16), caminando de baluarte en baluarte (cf.
Sal 83).
Los
mismos santos son una provocación constate para la propia existencia,
cuestionan a los demás con su sola presencia, señalan cómo el ideal es
realizable, es alcanzable, porque ellos lo han asumido y logrado. Viéndolos a
ellos, nadie puede excusarse de que la santidad es inalcanzable, una meta
demasiado alta para pobres humanos falibles y pecadores. Son los santos un
revulsivo ante la mediocridad, un fuego de grandes llamas ante cualquier
tibieza.
“Los
santos representan siempre una provocación para el conformismo de nuestras
costumbres, consideradas sabias sencillamente porque nos resultan cómodas. El
radicalismo de su testimonio quiere ser una sacudida para nuestra pereza y una
invitación al redescubrimiento de algún valor olvidado” (Pablo VI, Hom. en la
canonizac. de Sta. Beatriz de Silva, 3-octubre-1976).
Este
ideal obligatorio, la santidad, ¿consiste en obrar milagros? ¿Es una altísima
vida mística? ¿Tal vez en fenómenos extraordinarios o en una profusión de
carismas llamativos? ¿Fundar algo?
Digamos
que el ideal de santidad es más sencillo que todo eso: se trata de asumir e
integrar en la propia vida el cristianismo, recibir la forma cristiana entera y
amoldarse a ella; el ideal de santidad es vivir el cristianismo auténticamente
y por entero, sin fisuras, reducciones, adaptaciones secularistas o
acomodaciones. Los santos son los cristianos auténticos: eso posee permanente
validez para todos; la santidad es vivir íntegra y gozosamente el cristianismo.
“También deteniendo el pensamiento
en estas verdades, pocas pero capitales, nos podemos preguntar a nosotros
mismos si están realmente presentes en nuestra forma mentis de cristianos
auténticos como, justamente, todos debemos tener la pretensión de ser.
Ante todo, el propósito de tener con
Cristo una “comunión”, una amistad, una confianza como también nos concedemos
–y dichosos nosotros- al acercarnos frecuentemente a la Eucaristía; sí, debemos
vivir con Él, de Él, por Él; pero ésta lleva consigo que Él sea de verdad el
inspirador de nuestra mentalidad nueva, es decir, cristiana, nuestro pan vital
que alimente nuestros pensamientos, acciones, sentimientos, deseos y
esperanzas. Esto es, Él debe producir en nosotros un “sentido”, un aire, un
estilo de pensamiento y de vida que sea, al menos en su tendencia, coherente
con la convivencia que Cristo se ha dignado establecer en nosotros con la fe y
los sacramentos que de Él nos vienen” (Pablo VI, Audiencia general,
4-mayo-1977).
Asumiendo
y deseando siempre el ideal de la santidad, supliquemos gracia para vivir
auténticamente el cristianismo en toda su belleza, en todo su fulgor.
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